Absurdo e ironía en la novela kafkiana

 

Lo trágico en la forma de absurdo es un absurdo sin estridencias, no hay llanto sólo  perplejidad. Por eso más que trágico es tragicómico. Pero el absurdo no es la noche donde todos los gatos son pardos, el absurdo se mueve dentro del marco de cierta lógica, este hecho es el que por momentos provoca risa: el hecho de que el absurdo se enmarque dentro de una lógica humana. Los guardias que parecen hacer sin lógica son bastante lógicos capaces de hacer evidentes las incongruencias en las palabras de K “Mira Willem, admite que no conoce la ley y afirma al mismo tiempo que es inocente”.

 

Lo trágico en la forma de absurdo es un absurdo sin estridencias, no hay llanto sólo  perplejidad. Por eso más que trágico es tragicómico. Pero el absurdo no es la noche donde todos los gatos son pardos, el absurdo se mueve dentro del marco de cierta lógica, este hecho es el que por momentos provoca risa: el hecho de que el absurdo se enmarque dentro de una lógica humana. Los guardias que parecen hacer sin lógica son bastante lógicos capaces de hacer evidentes las incongruencias en las palabras de K “Mira Willem, admite que no conoce la ley y afirma al mismo tiempo que es inocente”. Hay otro ejemplo mejor: cuando K después de haber soportado las arbitrariedades del accionar de los guardias y extrañado de que lo hubieran dejado solo en un cuarto donde tenía todas las posibilidades de suicidarse, se pregunta porque razón habría de hacerlo. ¿Acaso porque los dos hombres le habían comido su desayuno?”. O aquél otro, el capítulo del pintor cuando K va a su casa  para pedirle consejos porque dado que era pintor de jueces debía saber acerca de la vida de los tribunales y de los procesos. El pintor lanza su discurso sobre los distintos modos de llevar los procesos: la falsa absolución, o absolución aparente y el aplazamiento.  K le señala sus contradicciones y tras la respuesta del pintor, se ve una vez más que no se trata de lo ilógico y acaso tampoco de distintas lógicas sino de distintos caminos que adopta la lógica.

En general hay un juego entre lo absurdo, eso que causa perplejidad, y lo cotidiano; es que lo absurdo está alojado en lo cotidiano con cierta naturalidad; hay respuestas, diálogos, situaciones que suenan absurdas, incluso que hacen reír pero que reconocemos como algo que está presente en nuestra cotidianidad y acaso por eso provocan risa. El efecto cómico aparece así como el elemento visible de una inteligencia que se ha activado en el acto de descubrir el absurdo existencial. A diferencia de la tragedia no puede consolar tocando al corazón a través del embellecimiento del héroe, lo cómico interpela a nuestra inteligencia y así nos enfrenta con la insignificancia Nos dice que lo ilógico está instalado ya en nuestras vidas de modo que se hace verosímil y dice también de nuestro acostumbramiento a lo ilógico. Un buen ejemplo es el capítulo del tío. Todo parece a la vez natural, aceptable dentro de cierta lógica y a la vez ilógico. Por ejemplo cuando K abandona la habitación donde se esta tratando de aclarar su situación procesal para irse tras la enfermera y luego los reproches del tío.  Podríamos entonces decir que la literatura de Kafka pone en evidencia lo ilógico de nuestra cotidianeidad.  

Parece entonces que conviven dos mundos paralelos, cada uno con su lógica propia. Uno, el de la cotidianidad de K, con su rutinas, su horizonte  de precomprensión dentro del cual se mueve con familiaridad pequeñoburguesa, otro es el que una mañana irrumpe en ese campo bien aceitado trastocando todos los engranajes e impidiendo de ahí en más su normal funcionamiento: el absurdo pasa así a formar parte de lo cotidiano.  De todos modos no es imposible que el lector se pregunte si en verdad el disloque comenzó esa mañana de las extrañas visitas o si éste estaba ya instalado desde siempre y sólo ahora se ha hecho en parte manifiesto. Porque Kafka no nos habla de hechos puntuales, su mundo no refiere a coordenadas espacio temporales, nada que ver como algunos interpretan con una prefiguración de hechos por venir en la Alemania próxima, o con la atmósfera oprimente de los Estados burocrático-autoritarios de preguerra. Su mundo ficcional no refiere a un estado de excepción sino al de nuestra cotidianidad cercana,  el de la familia, el de las relaciones laborales, un presente eterno donde el sinsentido es sólo percibido por el narrador omnisciente: los protagonistas navegan por el absurdo sin apercibirse en que medida están bañados por sus aguas. Acaso sea esa la razón oculta  de lo trágico: el estar inconscientemente inmerso en el sinsentido. Acaso sea esta la razón de la eterna actualidad de Kafka, la de que nos sea siempre cercano, de qué su obra sea ese cuerpo herido abierto a las mil interpretaciones, donde todos y cada uno puede hallar indicios de los desvaríos que lo tocan.

Hay por cierto distintas maneras y matices de entender el absurdo. Para Camus los esfuerzos del hombre por encontrar significado a su universo están destinados al fracaso porque no hay tal significado. La vida humana está signada por la insignificancia, nada más que un montón de repeticiones inútiles, vacías y carentes de sentido producto más de la costumbre, la tradición y la inercia que impulsados por una lógica coherente. Tal condición inclina hacia el escepticismo. Nada que ver con los personajes de Kafka, sin duda hay puntos de coincidencia pero más resalta la diferencia: los personajes de Kafka no están afuera como observadores o como alguien que busca el sentido perdido. El K del proceso está inmerso en el absurdo convencido de que hay un sentido coherente que se ha perturbado esa funesta mañana en que los guardianes irrumpieron en su casa. Pero  ninguna cuota de pesimismo; está convencido de que la razón está de su lado y en buena parte del tiempo de la novela cree que el orden será reestablecido y nuevamente reinará “la lógica”. No entiende lo que señalábamos, que en verdad conviven dos lógicas superpuestas o una al lado de la otra como dos mundos paralelos que no se juntan en ningún punto.

Desde el comienzo hasta el final K está permanentemente empeñado en resolver el embrollo convencido que será posible con una simple intervención, éste es el sentido de su accionar. K actúa impulsado por la necesidad de corregir, apuntando a un lugar cercano, nunca demasiado lejos, como máximo a los jueces superiores y esto en la convicción de que la solución está ahí en su entorno próximo. Este es el sentido de su peregrinaje a través de juzgados, tabernas, guardias, ayudantes, mensajeros, jueces, meseras, pintor de jueces. Es un movimiento laberíntico  que lo hace ir y volver sin nunca llegar, entretenido por los desvíos, a veces ajeno, a veces involucrándose en las historias que le cuentan hasta olvidarse de su meta. Es el movimiento del deseo que no es deseo de lo imposible sino deseo que se desdobla en deseo de lo retardado, alejado, postergado, es deseo a la deriva que se distrae en los recodos y en los márgenes. Todo lo recibe y se entretiene en ese estar episódico  de lo circunstancial: las tantas historias que los vecinos cuentan y a las cuales K no permanece ajeno sino que se involucra y sostiene. Deseo que circula transversalmente en mil ramificaciones cubriéndolo todo pero por ello mismo no se asfixia en el “deseo de conclusión” como afirmara Deleuze. El deseo de llegar al castillo está permanentemente postergado o puesto en segundo lugar por la deriva incesante del deseo y por la omnipresencia del absurdo que lo entretiene en las “nimiedades”; perseverando sin embargo en el anhelo de solución más que de  conclusión, la esperanza siempre sostenida de desanudar. La película de Haneke, excelente porque pudo evocar el clima, esa marca singularísima de la novela, descuida no obstante ese componente esencial de las historias kafkianas, el desvío por los márgenes, por las historias que se cruzan o asoman por las tangentes. Hay largas páginas de conversaciones por las que estas historias adquieren protagonismo, acaso en razón de lo lejano que se vislumbra el arribo al castillo. Esto si aparece en la también excelente película de Orson Wells cuando reproduce en todo su sentido kafkiano el capítulo del tío, la escena cuando, mientras el tío se ocupa de sus embrollos procesales, K se retira al otro cuarto con la muchachita aquella de las anomalías  fisicas. ¿Una manera de eludir, de colocarse en la oblicua?    

Otra cosa es el final.  Qué decir del final, cuando ya quebrado, piensa K que la vergüenza ha de sobrevivirle. Acaso éste sea algo artificial, acaso la obra debía quedar inconclusa; en verdad no importa el desenlace porque no hay desenlace lo que se pinta es una realidad estancada en la repetición, un absurdo sin fin, el que haya un fin rompe el absurdo para convertirlo en tragedia. ¿Era necesario ese fin? Volveremos sobre el tema.

El mundo de K es el mundo de los pasillos, de los laberintos, pero estos no son sólo parte de la escenografía y de los aspectos coreográficos –disposición de los personajes, rasgos arquitectónicos- que Kafka describe con especial atención en todas sus novelas. El cuidado en la descripción de la escena revela la importancia de lo visual en la literatura de Kafka, los conceptos se revelan a través de imágenes. Es cierto también a través de los diálogos, de la palabra pero estos están siempre muy bien entrelazados a la imagen y a la acción. Acción que no es la gran acción  como el crimen en Dostoievski, sino el gesto los modales, el detalle de la mirada. Por eso, como decíamos pasillos y laberintos son más que elementos escenográficos,  su literatura misma es una literatura laberíntica: se entra por una puerta, se pierde por los pasillos nunca se sabe donde se va a terminar y por donde se va a salir. Un tema se encadena con otro, una búsqueda es abandonada y se pierde con las historias de un nuevo personaje. Al modo del montaje en cine, K va pasando por las distintas escenas donde se urde una trama sin permanecer en ninguna. Capítulos quedan inconclusos y sus historias se pierden por los recovecos. Este inacabamiento hace del tiempo de la ficción un eterno presente, un inicio absoluto, un siempre recomenzar que tiene un aire de parentezco con la ironía socrática, ese arte de interrogar e interrogar sin nunca alcanzar el objeto y por siempre recomenzar.

Pero aquí también hay semejanzas y diferencias o acaso podríamos decir el personaje K de El proceso y de El castillo se desdobla en dos personalidades que hacen a su carácter  trágico o tragicómico dependiendo de hacia cual de las pendientes se incline. K es claramente un obsesivo cuando no puede parar de buscar y rebuscar con aire indagatorio entre juzgados o tabernas tratando de dilucidar los entretelones de su arresto o los mecanismos ocultos del funcionamiento del castillo. Es el personaje que piensa todos los detalles de sus acciones y traza planes minuciosos a los que por añadidura les adjunta todos los pro y los contra como resultado de lo cual ya no se sabe que le conviene ya que todo tiene su pro y su contra. Problema del obsesivo que tiene que agotar todas las posibilidades pero como estas son innumerables de algún modo terminan como neutralizadas y el propio obsesivo en la parálisis.

Es el K que cree en la eficacia de una acción correctiva, aclarar el equívoco por el cual se ha determinado su arresto, o por el cual, en el castillo nadie sabe de su misión ni nadie se hace responsable de nada, es el K que cree en la lógica, en una única lógica que a pesar de todas las perturbaciones accidentales ha de terminar imperando. K en cambio muestra rasgos de ironista cuando perdiendo de mira su meta de escapar al proceso o llegar al castillo, se demora por las derivas por las que lo conducen sus mismas obsesiones y así conversa con Frida, con la sra Grubach, con Leni la enfermera del abogado, se involucra en sus historias y vive una vida independiente de esa meta perseguida con obsesión. Acaso sea esa la vía de redención, en América el teatro de Oklahoma la promete no se sabe todavía a quién pero despunta. Aquí aparece por momentos sugerido como camino de salvación ese perderse por los desvíos. Esto es lo que alguna manera nos dice la parábola de Ante la ley incrustada como un mandamiento en El proceso; aquel campesino no debió estar tan pendiente de la ley, perdió la vida sentado a su costado esperando vanamente una respuesta inexistente. Esto puede ocurrirle a K, cuando al igual que el hombre de campo se queda clavado frente a la ley incapaz de hacerse a un lado, obsesionado por su propia condena al punto que casi se podría decir que la causa. El relato parece lanzarle una advertencia: la consigna sería: eludir, hacerse a un lado, hacerse chiquitito. Nada de quedarse ahí sentado, tan en la vitrina, tan expuesto al vendabal del absurdo. Así se sugiere en el encuentro-conversación con el sacerdote en la catedral cuando en la cabeza de K surge la posibilidad de que el sacerdote le diera una consejo decisivo “que tal vez no le serviría para influir en el proceso pero sí para apartarse de él, para eludirlo, para saber como se podía vivir fuera del proceso”. Ya varias veces K había pensado en esa posibilidad, en la manera de sustraerse, colocarse en otro lado, a diferencia del campesino de la parábola, sentarse en otro banco un poco más alejado. Acaso su camino de redención pueda ser la escucha; a semejanza y complemento de Sherezade que noche a noche con la magia del relato ensaya sortear su incierto destino, K demora su proceso con las conversaciones de cada día, en ellas alimenta su experiencia y recupera  su vínculo con el otro que lo sustrae de la mónada y le abre las ventanas al mundo, ppor algo este tema de las ventanas es recurrente en Kafka.

Y decíamos al comienzo que lo trágico o tragicómico se manifestaba sin estridencia, es el rasgo propio del ironista quien en ese absurdo sostenido sobre una lógica adquiere un aire  de impasibilidad que lo asemeja a los personajes cómicos del cine mudo, aquellos en quienes lo cómico reside en la reacción tardía, la mirada en suspenso; una mirada que en el fondo busca interpelar al lector, dejarle un interrogante, activar su inteligencia, provocarle risa como decíamos. Se va dibujando una triple complicidad entre autor, lector y ese personaje por siempre K cuando abandonando sus obsesiones puede vestir el traje de ironista, mirar un poco desde lejos y perderse fianlamente por los desvíos,

Pero hay otros modos como se manifiesa la ironía y de algún modo también el absurdo: es a través de la operación de inversión. ¿Qué es lo que se invierte? El orden establecido con sus rangos jerárquicos, eso socialmente aceptado y que forma parte de nuestra cotidianidad, ese carga que pesa en los hombros y hunde la cabeza sobre el pecho, la opresión de los techos bajos. Esa inversión es también una vía de salvación. K podrá esquivar el proceso gracias a una actitud digna, que no se doblegue, que no hunda la cabeza y en todo su peregrinaje pueda mantenerse erguido.

Al comienzo mismo de El proceso, K es citado un domingo sin hora, llega lo más temprano que puede pero llega tarde. Tampoco tiene bien la dirección pero parece que llega por casualidad: la casa pertenece a un barrio pobre con pasillos y doble patio. La habitación donde se hallan los que lo van a interrogar tiene los techos muy bajos por lo cual todos están encorvados. Véase pues, cuál es el modo de estar en el mundo de estos hombres: encorvados. K argumenta y se defiende bien, lo escuchan y se ríen pero nadie lo interpela, todos parecen amigables. Hasta aquí no hay ningún tipo de hostilidad contra K. El primer encuentro con las tierras de la ley no parece amedrentarlo. Esa gente se halla doblegada, los funcionarios todos, también los del castillo no parecen estar en un lugar jerárquico visiblemente superior. Carecen de un saber que los distinga, muchas veces no entienden ellos mismos por qué lo procesan a K o por qué se ha requerido o no un agrimensor para el castillo. A nivel del conocimiento se hallan en un mismo plano. No pocas veces K los desprecia por ser de un rango inferior, añorando la posibilidad de hablar con sus iguales. “¿tengo que dejar que me confunda la charlatanería de esos órganos inferiores, como ellos mismos reconocen ser. (…) Su seguridad sólo es posible gracias a su estupidez. Si pudiera cambiar unas palabras con una persona igual a mí …” (15). Por tanto no son más poderosos, carecen del saber que les pueda dar poder. El guardián de Ante la ley tampoco sabe gran cosa. Parece pues que se trata de una maquinaria no humana que subyuga a todos por igual. El reo desconoce los códigos y las causas pero no en mayor medida que los funcionarios implicados en el arresto. Causas, y códigos deben no ser visibles; en tal sentido el misterio se hace uno con el absurdo. Lo absurdo es el carácter de oculto que tiene todo el asunto; es lo que se hace evidente en ese mundo que nos describe Kafka de jueces, abogados, escritos, palabras en latín, apelaciones que duraban páginas y páginas.

Nada de esto atemoriza, sin embargo a K, su reacción no es de miedo sino de indignación y la indignación no es a raiz de la injusticia sino de la insignificancia de esos hombres. Tampoco juzga moralmente: el ironista no valora moralmente sino en términos de dignidad y es en razón de ese su saber de la nulidad e inutilidad de esa pura apariencia que se arroga la capacidad de juzgar. Es en ese sentido que hablamos de inversión de roles porque es K el que increpa al gentío que encuentra en la casa destinada al interrogatorio. Sólo al final uno de ellos retoma autoridad diciéndole que ha perdido la oportunidad del interrogatorio. Pero K no se inmuta, no revela temor. Hasta aquí en K resalta más que el temor un cierto desprecio de ese mundillo de los tribunales, en un momento en el capítulo del tío, habla de los tribunales de bohardilla. Lo mismo se ve cuando se trata de los guardias castigados; K manifiesta cierta lástima, compasión, dice no querer que se los castigue aunque han actuado de una forma incorrecta: se querían quedar con su ropa. Hasta aquí K está por encima de todos esos personajes; todos ellos  son caricaturas: ayudantes, jueces sólo de instrucción, o sea jueces de bajo rango. Nunca se encuentra con los de rango superior.

Y es precisamente este dislocamiento, esta puesta en suspenso de las convenciones, la esencia de la ironía. Ella opera poniendo en evidencia la insignificancia, el absurdo, la vanidad de las preocupaciones. Tan preocupado está K porque no entiende al italiano y luego el director le dice que no importa que no le entienda al italiano porque a este no le interesa que lo entiendan. Así opera: desnudando , suprimiendo las jerarquías, invirtiendo, igualando, presentando lo absurdo como natural y lógico.  Es por eso que todo el asunto del proceso no provoca angustia sino risa. No se trata de una atmósfera deprimente ni oprimente, aun cuando aspectos escenográficos podrían causar esa sensación, la atmósfera pesada de los tribunales, los techos bajos que provocan el encorvamiento. La risa adviene  porque se ha puesto en evidencia, por un parte el sometimiento y la sin razón de ese sometimiento frente a poderes irrisorios; por otra, el absurdo de la vida cotidiana, lo ilógico de la lógica en la que nos movemos, la vanidad de nuestras preocupaciones y la sin razón de las jerarquías.

Y sin embargo K, el protagonista del proceso, hombre lúcido que conoce todos los secretos de los tribunales, como operan los jueces, como se llevan y retardan los procesos, por momentos queda entrampado, queda en las redes de las sin razones que bien conoce y describe. Esto se debe a que en el movimiento oscilante de sus roles pierde de vista la ironía y se queda clavado en la obsesión que lo desgasta y lo vence. No puede aplicar la sabiduría que la experiencia a  fue fertilizando: hacerse chiquitito y esperar, permanecer afuera del proceso, hacer de cuenta que no se entendió. Hay un episodio de El castillo muy sintomático: el alcalde acaba de explicar a K que no hay documentación de su caso, que se ha perdido, todo esto envuelto en una larga explicación al final de la cual K, el ironista dice no haber comprendido y pide que le expliquen todo de nuevo. Otra cosa es el final de El proceso, que no debió de haber sido,  ese final es un signo de la derrota, de la imposibilidad de sostener la ironía, las novelas de Kafka deben ser siempre, por esencia, inacabadas porque el inacabamiento rompe la rueda del “orden”, de lo convencionalmente dado y marca la dirección hacia otras dimensiones.