Con mirada matemática
JR era lo más parecido al hombre sin atributos, no porque no tuviera atributos, que tener tenía, sino porque se le parecía como dos gotas de agua. Acaso más se le acomodaba el apelativo de hombre de las certezas. El mundo, la vida todo eso que los filósofos o los hombres de ciencia pensaron primero que habían apresado y luego tuvieron que reconocer que se les había escapado de las manos como pez en el agua eran para JR cosas sin secretos, calculables, aislables, computarizables. Los errores humanos, las pasiones malhabidas, todos esos detalles que en lo cotidiano, juegan de obstáculos infranqueables, inclusive las propias trabas burocráticas no contaban para JR o bien eran absorbidos por la trituradora máquina del cálculo probabilístico.
JR era lo más parecido al hombre sin atributos, no porque no tuviera atributos, que tener tenía, sino porque se le parecía como dos gotas de agua. Acaso más se le acomodaba el apelativo de hombre de las certezas. El mundo, la vida todo eso que los filósofos o los hombres de ciencia pensaron primero que habían apresado y luego tuvieron que reconocer que se les había escapado de las manos como pez en el agua eran para JR cosas sin secretos, calculables, aislables, computarizables. Los errores humanos, las pasiones malhabidas, todos esos detalles que en lo cotidiano, juegan de obstáculos infranqueables, inclusive las propias trabas burocráticas no contaban para JR o bien eran absorbidos por la trituradora máquina del cálculo probabilístico. Así, si como en tantas ocasiones que él no desperdiciaba porque era su entretenimiento favorito, se le daba, por ejemplo, tener que explicar como ganar un vuelo a NuevaYork, jugando con los millajes, su exposición no se reducía a enumerar los pasos del papeleo, sino que incluía a su vez una exhaustiva consideración de todas las posibles fallas humanas y la manera de superarlas: su mente superágil no dejaba de prever el más mínimo capricho, malagana, o incapacidad del burócrata de turno, tampoco descuidaba en sus cálculos, los posibles olvidos y confusiones del propio interesado por lo cual las explicaciones iban y venían por los mismos derroteros para recomenzar finalmente a modo de síntesis hasta convertirse en una masa amorfa que acababa por extenuar al interlocutor. Marisol recordará toda su vida, aunque por otras razones que van más allá del recuerdo de la mente superabarcativa de JR, aquella tarde de marzo, recostada en el sillón de su living donde la había arrojado un dolor súbito que ella había reconocido como anuncio inconfundible de la llegada de Pablito, Pablito que se venía tan de improviso y tan callado, con el padre todavía ausente, pero por fortuna allí estaba el bueno de JR, vecino y amigo. Porque eso tenía de bueno la vida del exilio en Lima que los vecinos eran los amigos y los amigos muchas veces eran vecinos por eso de que nos ibamos arracimando en ese complejo edilicio llamado San Felipe aunque no todos, -ya hablamos de cómo los espacios físicos ocupados fueron dibujando el mapa de sutiles diferencias de clases y subclases basadas en las correspondientes diferencias de procedencia y de destino. Dime de donde vienes y te diré adónde iras a parar. Pues allí estaba Marisol con su niño a cuestas, niño por venir y padre ausente y la casa semivacía a no ser por Consuelo que ya se sabía, la sangre la asustaba y no se sabe cuantas cosas más pero es de sospechar que unas cuantas y en estas ocasiones sólo atinaba a encerrarse en su cuarto y rezarle al santo de la púrpura. Tampoco estaba Leda la mujer de JR con quien sabían compartir infortunios y fortunas, venturas y desventuras, quien seguramente atinaría a alguna cuestión práctica pero que a esa hora estaría en su ronda vespertina en pos de infantes repartidos en los jardines. Marisol había telefoneado en procura de una mano femenina pero se había encontrado con la voz de JR quien con su consustancial sentimiento de omnipotencia no dudó en pensar que a falta de hechos prácticos como llamar al médico o arreglar con la clínica, su saber de las muchas cosas podía colocar las cuestiones en su verdadero sitio y ayudar a Marisol a sobrellevar dolores y contratiempos, de modo que subió por el ascensor los cuatro pisos que los separaban y allí estaba. JR no era médico ni partero, tampoco dada su pertenencia de género había nunca dado a luz, pero ello no fue impedimento para que durante la hora y media en que nadie se hizo presente discurriera hábil y largamente acerca del fenómeno del parto, la progresiva intensidad de los dolores, la oportunidad del jadeo, las posiciones normales y anormales del feto, la función y cualidades exquisitas de la placenta y mil detalles más que sólo la voluptusidad de su mente podía contener.
JR no era matemático pero merecía serlo, tampoco era un solitario, padre de familia con tres hijos y una esposa muy madraza y ama de casa que de tantos años a su lado se fue tornando poco a poco inútil para las cosas prácticas que debieron haber sido su fuerte. JR pisaba su tierra con una fuerza tan arrolladora que ya no permitía crecer a su alrededor ninguna habilidad doméstica. Cuando salía de viaje, cosa que su profesión exigía con frecuencia, dejaba grandes pliegos donde Leda debía consignar prolijamente ingresos y egresos, ella se quedaba llorando con las planillas en la mano, conocedora de que su intuitiva y despareja arte doméstica, no lograría consumar una obra cuya idea había surgido de una mente tan matemática. Cuando al hogar aquejaba algún problema, JR solía decir "No me cuentes, no me interesa lo doméstico". Mentira, de esa esfera como de todas, sólo lo dejaba indiferente lo imprevisible, los desplantes de la empleada, los desórdenes del hijo mayor, también de lo doméstico le apasionaba todo lo que fuera calculable, computarizable. Su mejor descripción, la de la propia Leda: "Ahí lo tenés enchufado a la computadora", quien en ocasiones se lamentaba de no convivir con una persona sino con una máquina pensante con algunas prolongaciones artificiales. Cierta veta sensible, el gusto por la música clásica pasaba desapercibido por su nula tendencia a compartir, sólo la disfrutaba aferrado a los auriculares.
En cierta ocasión el adolescente taciturno, de belleza epifánica, quien hacía un tiempo venía frecuentando turbias amistades y abandonándose a hábitos poco deseables, sufre dos convulsiones sucesivas en el término de una semana. Vientos de preocupación perturban la atmósfera hogareña que Leda y JR sueñan mantener tan recogida y elevada como una misa de Bach. Las puertas se abren y cierran al paso de médicos, psicoanalistas, consejeros, amigos de confianza o curiosos que Leda congrega para que la confusión y el alboroto amengüen su soledad. El padre está ausente, cuando regresa de aquel país de donde lo llamaron con urgencia en razón de los alarmantes aunque contravertidos diagnósticos a que se animaron los especialistas, la tempestad se calmó. Tras un breve y formal saludo que repartió en forma igualitaria entre los miembros de la familia -incluyendo el azorado adolescente que nunca había imaginado las potencialidades reactivas de su cuerpo, y secretamente, igual que su madre, o sugestionado por ella, vivía el episodio como una venganza de la carne por las inconductas del alma- JR inquiere algunos detalles y ahí mismo programa mentalmente un plan de consultas y lecturas. No hubo ningún trato preferencial hacia el muchacho cuyos ojos ávidos demandaban sin duda la calidez de un abrazo y la atención de una mirada. JR se interesará por el acontecimiento sólo desde el punto de vista científico y objetivo, expulsa sin violencia por la sola fuerza de su designio toda palabra amateur, toda voz cuya voluntad no fuera más que aliviar las tensiones; sólo se queda con la voz de la ciencia que desafortunadamente en el caso carece de una voz unívoca, él mismo se consagra al estudio del tema, revisa libros y revistas médicos; no pasará mucho tiempo hasta que se lo escuche hablar de igual a igual con los especialistas, la conversación en tono siempre alturado y científico. Los disgnósticos fueron de lo peor, se habló de tumor y comenzaron las giras por el mundo. Afortunadmente la ciencia por esta vez sufrió la mayor derrota; después de varias meses de ires y venires entre tomografías y otras vainas, la “mancha del tamaño de un huevo” simplemente desapareció y nunca nadie se preguntó que había ocurrido, o cómo se había producido el error, todos contentos con el desenlace parecen haber acordado discreción para la hermana ciencia.