El discreto encanto de los académicos
Betina había amasado una buena fortuna, nunca se sabrá de cuanto pero es probable que fuera un monto considerable por cuanto se volvía cada vez más tacaña. No pocas veces, en su ausencia, lo comentamos entre nosotras, que a la hora de pagar ella nunca estaba o que no tenía efectivo, o que tenía que ir al cajero. ¿Y el cajero? nada…, ¡una cola..! También en su presencia, Iliana se animaba, claro que con indirectas, murmuraciones, algún gesto. Y ahora quería, Betina, que esa fortuna luciera de alguna manera y aunque en forma aún inconfesada para ella misma esperaba que le aportara cultura, formación, títulos sobretodo, algo tangible. Ella misma lo confesó en cierta ocasión en que estábamos especialmente melancólicas con nuestro futuro. Paula que no sé que voy a hacer de mi vida, y yo ni te digo, las cosas no andan nada bien con Mario. Todos comentarios por el estilo, nada precisos, la única que se deschavó fue Betina. Se había aparecido como de costumbre con sus botas de montar, su cazadora y sus veinte minutos tarde. Chicas les cuento me voy a doctorar. Hasta ahora me he dedicado a administrar mis tierras y lo he hecho bien, ustedes saben, ahora quiero que mi fortuna me luzca de otro modo. Necesito un título, ni me pregunten, como sea pero un título. Y sin embargo era bastante insegura por lo que en esos intentos siempre salía mal parada, y su cabeza comenzaba a dar vueltas interrogándose, a veces con justa indignación, porque el mundo no se rendía a su dinero.
El discreto encanto de los académicos.
Betina había amasado una buena fortuna, nunca se sabrá de cuanto pero es probable que fuera un monto considerable por cuanto se volvía cada vez más tacaña. No pocas veces, en su ausencia, lo comentamos entre nosotras, que a la hora de pagar ella nunca estaba o que no tenía efectivo, o que tenía que ir al cajero. ¿Y el cajero? nada…, ¡una cola..! También en su presencia, Iliana se animaba, claro que con indirectas, murmuraciones, algún gesto. Y ahora quería, Betina, que esa fortuna luciera de alguna manera y aunque en forma aún inconfesada para ella misma esperaba que le aportara cultura, formación, títulos sobretodo, algo tangible. Ella misma lo confesó en cierta ocasión en que estábamos especialmente melancólicas con nuestro futuro. Paula que no sé que voy a hacer de mi vida, y yo ni te digo, las cosas no andan nada bien con Mario. Todos comentarios por el estilo, nada precisos, la única que se deschavó fue Betina. Se había aparecido como de costumbre con sus botas de montar, su cazadora y sus veinte minutos tarde. Chicas les cuento me voy a doctorar. Hasta ahora me he dedicado a administrar mis tierras y lo he hecho bien, ustedes saben, ahora quiero que mi fortuna me luzca de otro modo. Necesito un título, ni me pregunten, como sea pero un título. Y sin embargo era bastante insegura por lo que en esos intentos siempre salía mal parada, y su cabeza comenzaba a dar vueltas interrogándose, a veces con justa indignación, porque el mundo no se rendía a su dinero.
Esta historia la contó ella misma en esos encuentros quincenales que teníamos en el Club del progreso, una tarde, recuerdo, en que sólo estábamos Iliana, Maru y yo porque, Paula se había ido a Córdoba por un tema familiar.
Sabíamos que había hecho todo lo que hay que hacer en caso de querer obtener un título, título al fin, no importaba de que institución y si esta había sido calificada, o bien su doctorado, con una A o una B que así eran las notas para esas vainas. Mirá que no es lo mismo la UBA que la Kennedy, la acuciaba Iliana; ella nunca dejaba de aportar sus comentarios maliciosos que por días se quedaban como suspendidos en el aire que respirábamos. Pero Betina al fin cursó, estudió, y todos los demás quehaceres obligatorios. En su último tramo cuando estaba escribiendo la tesis acertadamente advirtió que de alguna manera tenía que vincularse con los que toman las decisiones, con los que finalmente iban a decir sí o no. Y así lo hizo, y entonces peregrinó por los estudios de sus evaluadores: el profesor Donao quien en el primer encuentro mal interpretó el regalo de un vino, acaso un poco inoportuno, como una puerta abierta para tirarse un lance igualmente inoportuno. Donao, el mismo de quien en ese mismo encuentro de las primeras presentaciones le quedó resonando en la mente como una cruz disuasoria “Ud no tiene que pensar sino ser una profesional de la filosofía”.
Machiotto, un especialista en lenguas clásicas, ya casi un amigo, contratado para clases de latín y sobretodo para cumplir el rol, si necesario fuera, de constatar su perfecto conocimiento de la lengua. Por ahí estaba la coartada. Si bien el tal Macchiotto no estaba dotado más que para el latín, precavida Betina lo consultó sobre temas de fondo, del fondo de Cicerón, no fuera que se hiriera la susceptibilidad del latinejo. Orgulloso de la distinción, Machiotto, que no era su director, ya casi en los finales anduvo en busca de bibliografía y como al descuido, como si desde siempre la hubiera tenido en mente y convenientemente masticado, se la sugirió a su ya atareada discípula: “Te convendría cunsultar a Burnet que tiene una mirada diferente”.
Resignada ella tuvo que rehacer y postergar a fin de incorporar esos últimos aportes presuntamente valiosos. El que hace una tesis sabe cuán útil a cierta altura es clausurar los oídos; en que medida un detalle, una opinión agregados a último momento puede significar meses y más meses de trabajo, giros, volteretas, reformulaciones, un manotear sin rumbo entre los papeles, un sin fin de cosas. Y así ocurrió; Betina que en esto, no en todo, era obediente y sumisa buscó también ella, encontró la perla, revisó, reconsideró, viró un tanto, no digamos cuanto, y todo el trámite le costó trabajo extra de seis meses al cabo del cual lo presentó a la consideración de Machiotto, que no era su director, quien lo leyó, pongamos lo saboreó con satisfacción y finalmente hizo el gesto de aprobación.
No se trataba de un gesto facial porque fue simplemente por teléfono, “ya la leí tu tesis, esta bien”, algo cool y distraído, como mirando para otro lado, él que no era el director, que era casi un amigo. A esa altura Betina no estaba para tomar la temperatura a los dichos y simplemente procedió a emprolijar, atar los cabos sueltos, esconder los nudos hacerla presentable para mostrarla ahora sí al director, pedir mesa, esperar que se dispusiera la fecha que todo estuviera en orden, los miembros del jurado, las citas. Fueron más meses de lo esperado, todo incluido, casi un año y Betina dale que dale puliendo y perfeccionando, deseando que la fecha designada al fin en forma irrevocable pusiera fin a esos últimos retoques que ella sabía inútiles y con ello a sus recurrentes angustias.
Y llegó el día, noviembre avanzado, algo de calor, pegajoso; Betina estaba satisfecha porque había hecho todo lo que en sus manos…. Finalmente el jurado estaba formado por Donao su director y Machioto el por entonces casi un amigo y un tercero, no importa quien, un desconocido, que no tendría mucho peso en la evaluación, siempre tiene que ser así, mesa de tres, una terna, así está universalmente estipulado, Los saludos fueron cálidos, dentro de lo formal, con sonrisas que ellas solas decían “todo bien, no hay cuidado” y que tenían el poder de apaciguar los latidos de Betina. Terminaron los preámbulos, la disposición del mobiliario, los papeles, el agua, los vasos… Comenzó la exposición, veinte minutos de sudor de manos, por fin, una interrupción, Betina que no quería interrupciones la recibió complacida, le permitiría una respiración y además era de Machioto, casi un amigo. “Mira, hay algo que no estoy de acuerdo con tu tesis, en especial la referencia al estudio de Burnet…cuya visión del Imperio por querer ser original me parece que roza el disparate. Y esto te lo digo porque …” Betina casi no escuchaba de tan azorada, es que el casi un amigo le estaba criticando la misma bibliografía que le había recomendado, la misma que le había obligado a replantear toda la tesis y casi rehacerla, que nunca le había fascinado pero sumisa como se requiere en estos casos, había incorporado a pesar suyo. No sabía que decir, se le vino la imagen de sus manos alrededor del cuello de Machioto, casi un amigo. Pero no era tiempo de distracciones, recorrió su mente vacía para hallar una respuesta civilizada que en palabras o gestos no equivaliera a “porque no te mueres”. No había ninguna. Por suerte intervino Donao, su director, a quien en medio del aburrimiento y la atmósfera algo caldeada lo impulsaba el mismo instinto de autolucimiento y así comenzó a discutir con el profesor Machiotto para suerte de Betina en el original idioma latín que ella apenas podía traducir con diccionario en mano y no poca dificultad. Y latinajo va, latinajo viene, se pasaron unos diez minutos dilucidando vaya a saber que entuerto de romanos históricos de aquellos que hablaban en latín porque, bueno era su lengua madre, aunque de entre casa seguramente hablaran en sus dialectos.
Betina no intentó terciar, ni tampoco el tercer jurado, el desconocido que optó por encender un cigarrillo y cambiar con la tesista opiniones sobre el siempre bien dispuesto y generoso tema del tiempo. Finalmente la aprobaron, era buena gente, el casi amigo y el director, sólo que tenían una necesidad impostergable de hablar en latín. El director que después del fallido lance sobre Betina, bien casada y fiel a su marido, había quedado un poco distante, compensó el mal rato con formales felicitaciones y deseos de futuros éxitos; el casi amigo, más obligado, se atrevió, en un gesto de calurosa amistad a ponerle una mano en el hombro que sin decir decía “por encima de todo la amistad, pero por encima de la amistad mi prestigio profesional”. La mano en el hombro no decía nada de que lo cuestionado era su propia bibliografía y Betina tampoco esperaba ninguna aclaración; no se sentía feliz pero estaba aprobada y decidió que dejaría la espera de la felicidad para otra oportunidad.