Fiesta y música en la estética de Rousseau
Por Juan Albin
Sin duda Rousseau ocupa una posición central en la reflexión estética de los comienzos de la modernidad. Por eso, en primer lugar nos ocuparemos aquí de ciertas nociones de claro sentido crítico que luego serán retomadas por pensadores posteriores, en especial los de las generaciones románticas. Tales son: propuestas estéticas alternativas como la fiesta, en tanto espectáculo que evita las representaciones y la música en tanto lenguaje originario, ambas sólo comprensibles en el marco de la crítica profunda del estado social presente que lleva a cabo Rousseau. En segundo lugar, se trata de reconocer la gran influencia que Rousseau tuvo en la reflexión estética posterior y a la vez el poco reconocimiento que tiene esa influencia. En efecto, su aporte para la estética parece haber quedado borrado tras un pasaje famoso de la Crítica del Juicio. ¿Qué es un juicio estético?, se pregunta Kant allí. ¿Qué sería un juicio estético, por ejemplo, ante la vista de un palacio?
Por Juan Albin
Sin duda Rousseau ocupa una posición central en la reflexión estética de los comienzos de la modernidad. Por eso, en primer lugar nos ocuparemos aquí de ciertas nociones de claro sentido crítico que luego serán retomadas por pensadores posteriores, en especial los de las generaciones románticas. Tales son: propuestas estéticas alternativas como la fiesta, en tanto espectáculo que evita las representaciones y la música en tanto lenguaje originario, ambas sólo comprensibles en el marco de la crítica profunda del estado social presente que lleva a cabo Rousseau. En segundo lugar, se trata de reconocer la gran influencia que Rousseau tuvo en la reflexión estética posterior y a la vez el poco reconocimiento que tiene esa influencia. En efecto, su aporte para la estética parece haber quedado borrado tras un pasaje famoso de la Crítica del Juicio. ¿Qué es un juicio estético?, se pregunta Kant allí. ¿Qué sería un juicio estético, por ejemplo, ante la vista de un palacio? Y responde, deslindando el problema: no se trata de “declamar”, como Rousseau, “contra la vanidad de los grandes, que malgastan el sudor del pueblo en cosas tan superfluas”. (Kant, 1914: 60) Rousseau queda allí ubicado en el lugar del juicio interesado, que puede ser moral o político, pero que de ninguna manera es estético. Y así, Rousseau parece quedar excluido de la tradición de la reflexión estética. Sin embargo, como señala agudamente Jauss, no solo Kant “pensó hasta el final los pensamientos de Rousseau” (Jauss, 1995: 74), sino que la crítica a la cultura que realiza Rousseau en el siglo XVIII es indispensable para pensar la dialéctica de la ilustración que realizan Adorno y Horkheimer en el siglo XX (68-69).
Una hipótesis precisa nos sirve para asir y pensar los conceptos que surgen en la reflexión estética de Rousseau. Así, proponemos que la crítica en el pensamiento de Rousseau a las apariencias y representaciones que se desarrollan en el proceso civilizatorio, lleva por su propio movimiento a que Rousseau piense en algunas alternativas estéticas a las artes imitativas o de la representación: por un lado la fiesta y por otro -sobre todo- la música. Convergiendo con esas críticas y esas alternativas, se delinea el complejo movimiento de la crítica de la imaginación que lleva a cabo Rousseau: la imaginación es a la vez –en la hipotética historia del pasaje del estado de naturaleza al estado social que Rousseau imagina- causa del mal y posibilidad de remedio en el mal. La reflexión sobre nociones como imaginación, apariencia, fiesta y música señala así la importancia de la figura de Rousseau para pensar en todas sus tensiones el tránsito complejo de la ilustración al romanticismo.
I- Los obstáculos: las apariencias entre los hombres
En el primer discurso rusoniano, el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), Rousseau establece una serie de conceptos que van a desarrollarse en su obra posterior. Establece, en principio, una cuestión clave: la ruptura entre ser y apariencia que caracteriza al momento histórico del que Rousseau dará cuenta críticamente. Dicho concepto se encuentra ya enunciado en el epígrafe que elige para encabezar el Discurso: “Somos seducidos por las apariencias del bien”, dice la cita que Rousseau toma del Arte poética de Horacio. Como señala Starobinsky, esa ruptura entre ser y parecer que para el Rousseau del primer discurso es característica de una sociedad en que se han establecido y desarrollado las ciencias y las artes, es una distinción productiva en su pensamiento pues se amplifica en otros pares de conceptos: “ruptura entre el bien y el mal (…), ruptura entre la naturaleza y la sociedad, entre el hombre y él mismo.” (Starobinsky: 12). Con esos pares de conceptos Rousseau trabajará –corrigiéndolos y problematizándolos- toda su vida.
En el Primer Discurso la apariencia se pensará en estrecha relación a aquellas actividades de que aquí se trata: las ciencias y las artes. Rousseau lo afirma desde el inicio: “… las ciencias, las letras y las artes (…) extienden guirnaldas de flores sobre las cadenas de hierro de que están cargados [los hombres]” (Rousseau, Ed. Alianza: 149). Así, las ciencias y las artes hacen aparecer las cosas como lo que no son: la injusticia parece justicia, la esclavitud parece libertad. Hacen aparecer esos objetos, además, como apetecibles: ello es, para Rousseau, lo más nocivo. Esto es: nos hacen amar objetos como la injusticia y la esclavitud.
Todo lleva en el Primer Discurso a la misma constatación: la ruptura entre ser y parecer en las sociedades en que se establecen las ciencias y las artes. Allí donde los hombres deberían estar ocupándose en actuar virtuosamente, allí donde deberían estar ocupados en los asuntos de la patria, allí donde los hombres deberían estar -en fin- realizando el bien, solo se ocupan en decir bien o bellamente. El desarrollo de las ciencias y las artes marca para Rousseau el paso del acto a las palabras, de la acción virtuosa a las apariencias de la virtud, de los actos a sus representaciones.
El tema de la ruptura entre ser y apariencia tiene un aspecto más en este Primer Discurso, decisivo para lo que se planteará en el Segundo Discurso. Como señala Starobinsky, esa ruptura traduce finalmente “la idea de la imposibilidad de la comunicación humana” (1983: 13). En una sociedad en que se ha reducido “el arte de agradar a principios”, señala Rousseau, “nadie se atreve ya a parecer lo que es. (…) Por tanto, nunca se sabrá a ciencia cierta con quién tiene uno que habérselas.” Cuando las personas nunca se muestran como lo que son, las relaciones entre los hombres se cargan de sospechas. Así, por influjo de las ciencias y las artes, la sociedad se vuelve un teatro, en el que los hombres -como actores- tendrán que “tener o afectar” ciertos vicios que pasan por virtudes. En esa sociedad la comunicación transparente se vuelve algo imposible; hay obstáculos entre los hombres; reunidos en sociedad, en verdad se encuentran aislados unos de otros.
En su segundo discurso, el Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1755), al concebir de modo hipotético cómo debió ser el pasaje entre el estado natural y el estado social, Rousseau se replantea el problema de esta ruptura radical entre ser y apariencia. Pero hay una diferencia clave respecto de lo expuesto en el Primer Discurso: ahora Rousseau señala el origen de esa ruptura entre ser y apariencia en la constitución misma de toda sociedad. Ya no se trata de mostrar cómo las ciencias y las artes corrompen las costumbres, disociando el ser y la apariencia, en las etapas decadentes de egipcios, griegos o romanos. Se trata de mostrar que esa antítesis entre ser y parecer se da en el mismo origen hipotético de la sociedad humana: la antítesis, se afirma ahora, es constitutiva del orden social.
Rousseau construye una escena significativa para concebir la primera reunión de hombres en familias y luego en pequeñas naciones:
Se hizo costumbre de reunirse delante de las cabañas en derredor de un gran árbol; el canto y la danza (…) llegaron a ser (…) la ocupación de los hombres y de las mujeres ociosos y agrupados. Cada uno comenzó a mirar a los demás y a querer ser mirado él mismo, y a la estimación pública se la consideró como un premio. (Rousseau, 1984: 106).
En la imaginaria escena de esa suerte de primera sociedad, surgen peligrosos juegos de miradas. Cada uno empieza a mirar a los demás y a querer ser mirado. Surge, por ello, la idea de estima pública, que implica las de distinción y mérito. Todo esto implica para Rousseau un primer movimiento hacia la antítesis entre ser y parecer. El hombre ya no vive en sí mismo: está pendiente de las miradas ajenas, y según ellas empieza a comportarse. En esa pequeña escena, por tanto, Rousseau describe el origen “mítico” del espectáculo o de la sociedad del espectáculo. A partir de entonces, según afirma el Segundo Discurso, la sociedad se vuelve un desfile de máscaras que compiten unas contra otras: si no se tienen ciertas distinciones o cualidades, habrá que tenerlas o fingirlas. “Ser y parecer llegaron a convertirse en cosas desde luego distintas” (111), afirma Rousseau. Y así concluye su Segundo Discurso intentando dar cuenta de cómo el mundo devino representación: “reduciéndose todo a las apariencias, hízose todo ficticio y aparente.” (128).
II- Los espectáculos: el teatro o la fiesta
En la Carta a D´Alembert sobre los espectáculos (1758), la crítica a la antítesis entre ser y apariencia que Rousseau ha ensayado en los primeros discursos tiene su específico correlato estético: la crítica al espectáculo teatral como arte paradigmático de la apariencia y la representación. Si bien la Carta ensaya una compleja crítica de los espectáculos en general y del teatro en particular, aquí solo nos referiremos a algunos de los argumentos que Rousseau esgrime contra la propuesta de D´Alembert de un teatro estable en Ginebra: por un lado, aquellos que apuntan al problema de la profesión de los actores; por otro, aquellos que hacen foco sobre el problema de la naturaleza de la representación teatral. Ambas cuestiones son problemáticas para Rousseau en el mismo sentido: lo central en el teatro –indican ellas- es la afirmación en el nivel estético de esa antítesis entre ser y apariencia que es moneda corriente en la vida social.
Luego de probar con datos históricos que los actores fueron casi siempre despreciados, Rousseau intenta llegar al fondo del problema y se pregunta: ¿La profesión de comediante es en sí misma deshonrosa? La respuesta será positiva y sus argumentos bastante coherentes respecto de lo planteado en los dos primeros discursos. ¿Pues cuál es el talento del comediante? Se trata del “arte de fingir, de aparentar otro carácter que el propio, de parecer diferente a lo que se es, de apasionarse a sangre fría, de decir algo distinto a lo que se piensa, tan naturalmente como si en efecto se lo pensara.” (Rousseau, 1996: 165). El comediante es así un hombre que se especializa en los vicios que Rousseau observa en la sociedad: afirma, en escena, la antítesis entre ser y parecer que reina en sociedad y que engendra todos los vicios entre los hombres. Ese problema central se agrava con otros: el comediante hace una profesión del arte de fingir, es decir, una profesión en que vende públicamente su persona para representar a otro. Se trata de un “oficio en que él se ofrece en representación por dinero (…) y en el que pone públicamente su persona en venta.” (166). El comediante, por tanto, anula su persona por dinero y se expone en escena, ante el público, representando a otro. Como se ve, el problema de la representación en Rousseau no es meramente un problema estético: es, desde el inicio, un problema político.
Para reflexionar sobre el problema de la naturaleza específica de la representación teatral, Rousseau comienza por discutir la teoría aristotélica de la catarsis. CITO: “La tragedia -he oído decir- conduce a la piedad a través del terror.” (98). Para Rousseau, sin embargo, dicha piedad es una piedad estéril: la historia enseña numerosos ejemplos de tiranos que eran despiadados en la vida social y sólo se conmovían ante la escena. La piedad no surge por obra mágica del teatro. La piedad –afirma Rousseau aquí tanto como en el Segundo Discurso- tiene su origen en la naturaleza: en el teatro solo sobreviven sus restos, pervertidos. El hombre –se propone- nace bueno y piadoso. Pero lo dificultoso, en sociedad, es actuar en base a los principios: actuar atentos a la voz de la naturaleza, la voz de la piedad. Es fácil conmoverse en escena, en cambio, señala Rousseau: allí el hombre no tiene ningún interés personal, no se siente relacionado ni comprometido, puede conmoverse así desinteresadamente. Dice Rousseau: “El corazón del hombre es siempre recto en todo lo que no se relaciona personalmente con él. En las peleas de las de que somos espectadores inmediatamente tomamos partido por la justicia (…) Pero cuando nuestro interés se mezcla (…) es entonces cuando preferimos el mal que nos es útil al bien que nos hace amar la naturaleza” (97-98). Con este concepto de desinterés, que se volverá central en la estética kantiana, Rousseau y apunta a lo propio de la experiencia estética: ésta consistiría fundamentalmente en una experiencia desinteresada. Es la misma representación la que nos desplaza, según Rousseau, a ese ámbito de desinterés en que sentimos que podemos juzgar libremente, sin comprometernos y sin embargo adoptando una actitud piadosa. Y si la representación logra desplazarnos a ese ámbito de desinterés, es porque interpone una suerte de distancia entre el objeto representado y los espectadores. “Todo lo que se representa en el teatro no se acerca a nosotros, sino que se nos aleja (…) si representan un evento sucedido ayer en París, me harían suponer que es del tiempo de Moliere.” (100). Esta es la naturaleza de la representación, según se concibe en la Carta: nos aleja los objetos que representa, nos pone en una actitud desinteresada. No solo se trata ya de que vamos al teatro –como a cualquier otro espectáculo- a olvidarnos y distanciarnos de nuestros amigos, nuestra familia, nuestros vecinos, sino que la misma representación teatral establece una distancia entre nosotros y lo representado, distancia que no nos compromete sino muy superficialmente.
Frente al teatro, Rousseau propondrá otro tipo de espectáculo, uno que intente salirse del círculo maldito de las representaciones. Eso es lo que va a pensarse hacia el final de la Carta en la forma de la fiesta pública. En tanto forma estética alternativa a las artes de la apariencia, en la propuesta rusoniana de la fiesta pública se busca una relación más transparente entre los hombres y a la vez que éstos dejen de vivir en el mundo de las representaciones para que pasen a los actos y se vuelvan, ellos mismos, actores. Dice Rousseau: “sean vuestras fiestas libres y generosas como vosotros; que el sol ilumine vuestros espectáculos; vosotros mismos formaréis uno, y ese será el más digno que el sol haya iluminado.” (222). Es, por tanto, el mismo pueblo reunido para la fiesta el espectáculo. Por un lado, ese espectáculo permite salir de las apariencias y de las imitaciones: “¿cuáles serán los objetivos de estos espectáculos? ¿qué se mostrará en ellos? Nada, si así se quiere (…) Poned en el medio de una plaza un poste coronado de flores, reunid allí al pueblo, y tendréis una fiesta. Haced mejor aun: haced de los espectadores un espectáculo; hacedlos actores a ellos mismos…”. Pero, por otro lado, no solo se trata de pasar de la posición de espectador a la posición de actor, de pasar de las representaciones de virtud a sus actos. Se trata también de lograr una comunidad más transparente en sus relaciones, en el acontecimiento estético de la fiesta: “haced que cada uno se vea y se guste en los otros, de modo que todos estén mejor unidos.” (222). La comunidad civil se vuelve -en la fiesta pública que piensa Rousseau en la Carta a D´Alembert- una gran familia: hermanos, todos allí se ven y se gustan en el otro, todos están mejor unidos. Ello significa, tal vez, que se ha llegado a formas de sociabilidad y asimismo a formas estéticas más cercanas a la naturaleza.
III: La música como lengua originaria
El diagnóstico crítico de Rousseau afirma que el estado social presente es un modo de socialización deficiente. Se trata entonces de buscar nuevas formas –sociales, políticas, estéticas- de sociabilidad. Si el problema es que las relaciones entre los hombres están obstaculizadas, que han perdido su transparencia y que el hombre vive como aislado en sociedad, ese problema es en última instancia –como señala Starobinsky- un problema de “comunicación” (13): la ruptura entre ser y parecer ha obstaculizado las relaciones entre los hombres. Así definido el problema, no sorprende que Rousseau se haya preocupado por la cuestión del lenguaje y su surgimiento entre los hombres.
El lenguaje, aquello que debía unir a los hombres, empezó por separarlos. Esta es la tesis central del Ensayo sobre el origen de las lenguas (1761). Ahora bien, el problema del lenguaje no debe rastrearse solo en el pasaje del habla a la escritura: en este esquema, si el habla se relaciona con la presencia, con una relación directa entre los hombres en una situación presente, en cambio la escritura se liga con la ausencia y la distancia entre esos mismos hombres. Pero el problema –tal como lo plantea Rousseau- está también en el origen mismo del habla. Ello puede leerse en la escena que Rousseau imagina para explicar lo que llama el origen metafórico del lenguaje:
Un hombre salvaje, al encontrarse con otros, en un primer momento se asustará. El medio le hará ver a esos hombres más grandes y fuertes que él; le dará el nombre de gigantes. Luego de algunas experiencias, habrá reconocido que esos pretendidos gigantes no son ni más grandes ni más fuertes que él y su estatura no concuerda con la idea que primeramente había asignado a la palabra gigante. Inventará así otro nombre, común a ellos y a él, como por ejemplo el nombre de hombre, y reservará el de gigante para el objeto falso que lo había asustado mientras duró su ilusión” (Rousseau, 2008: 29-30).
Por medio de esta escena, Rousseau sugiere que el lenguaje, desde el inicio, es representación: representación en el sentido del desplazamiento propio de la metáfora, pero representación al fin. La primera palabra con que un hombre llama a otro, al encontrarse por primera vez, lo deforma: pinta a ese otro según lo que el miedo y la imaginación quieren hacer de él. El lenguaje, aquello que nace para comunicar, separa; hace del otro, desde el principio, algo diferente y amenazador a uno mismo. Por eso el lenguaje, en un primer momento, puede significar en el planteo de Rousseau un obstáculo más –y un obstáculo fundamental- en las relaciones entre los hombres.
Pero esa valoración negativa del lenguaje, que es al menos pensable a partir del Ensayo, convive con una valoración positiva. Pues al mostrar Rousseau cómo surgen las lenguas, señala una posibilidad de reparación en el mismo lenguaje. En su origen la lengua, propondrá Rousseau, no solo fue metafórica, sino también expresiva y poética. “Se nos enseñó que el lenguaje de los primeros hombres eran lenguas de geómetras y vemos que, en cambio, fueron lenguas de poetas” (27). En su origen, la lengua no solo fue poética: también fue musical. Esa es otra de de las cuestiones que a Rousseau más le interesa probar, y no por nada el título completo del ensayo se enuncia de este modo: Ensayo sobre el origen de las lenguas, donde se habla de la melodía y la imitación musical. En el origen, además, según la propuesta rusoniana, esa lengua poética y musical estaba muy cerca de la naturaleza. Los sonidos –se dice en el Ensayo- salen naturalmente de la boca y ellos dan forma a la primera lengua; en ésta no existían aun las articulaciones, que son artificiales y solo se aprenden con esfuerzo. Así, la primera lengua, más cercana a la naturaleza que las lenguas modernas que conocemos (relacionadas con la escritura y con un habla transformada, vaciada en su carácter musical por la escritura), aquella primera lengua sería para nosotros, hombres modernos, una posibilidad de reparación: un modo más transparente, más cercano a la naturaleza, de relación entre los hombres.
Esa posibilidad de reparación se relaciona con aquello que Jauss ha llamado el “segundo mito” en el pensamiento de Rousseau (Jauss: 31). Pues al mito del origen puro e inocente de la naturaleza se sucede un segundo mito: el mito de un tipo de socialización más plena y transparente, ligado tanto en el Segundo Discurso como en el Ensayo al surgimiento de la institución familiar. Ese segundo mito, que expresa una sociabilidad más cercana y acorde a la naturaleza, en la figura de la familia, implica en el planteo de Rousseau un lenguaje y un arte en la misma dirección. En efecto, la forma estética propia de esa primera sociedad familiar está compuesta por la música y el baile: el canto y la danza de las primeras familias en los primeros festines. No casualmente, por las fiestas y los bailes públicos que Rousseau proponía en la Carta a D´Alembert, los espectáculos “se parecerán menos a un espectáculo público que a la reunión de una gran familia.” (Rousseau, 1996: 229).
Pero la forma estética de esa sociedad originaria no fue la música tal como la conocemos modernamente, según Rousseau. La música, como el lenguaje, ha degenerado en la historia: la música moderna, con su armonía artificiosa, es tan lejana a la música melódica y cantada de las primeras épocas, como el francés moderno (que se habla como si se estuviera escribiendo) al griego oral y cantado de Homero. En el origen, por otro lado, Rousseau propone que las artes no nacen separadas, y así música y poesía no tienen un origen distinto:
Los primeros discursos fueron las primeras canciones: las repeticiones periódicas y medidas del ritmo, las inflexiones melodiosas de los acentos hicieron surgir la poesía y la música junto con la lengua; o más bien, todo esto no constituía sino la lengua misma (Rousseau, 2008: 77)
La poesía y la música, unidas en el canto, fueron entonces la “lengua misma”. La música cantada es –en el planteo de Rousseau en el Ensayo- la lengua originaria, aquella que permitía la unidad y la transparencia de esa sociedad primera y feliz. Y si en su devenir la historia ha separado las artes entre sí, ello explica –como propone Fubini- la preferencia de Rousseau por el canto y su rechazo de la música instrumental: “Es el canto melódico el que reconstruye esta unidad” (Fubini, 1993: 206). La reconstrucción de esta unidad en el arte es indispensable para la reconstrucción de una posible unidad entre los hombres. Como propone Grimsley, en Rousseau “la rehabilitación del arte es inseparable de la rehabilitación de la naturaleza humana”. El mismo Rousseau dice en el Emilio: “... se necesita mucho arte para impedir que el hombre sea completamente artificial.” (Rousseau, 1991: 164).
Por todo ello la música cantada, en tanto lengua originaria que reconstruye una unidad y permite cierta transparencia, sería una alternativa estética más, convergente con la fiesta pública, en la reflexión rusoniana. Ahora bien, ¿por qué Rousseau sigue pensando la música a partir del concepto de imitación musical? Como señala Fubini, el concepto de mímesis convive ambiguamente con el concepto de expresión en el Ensayo (Fubini: 207). Pero el concepto clásico de la imitación de la naturaleza, corriente en el siglo XVIII, cambia de sentido en el texto de Rousseau: la “naturaleza” se liga aquí con las pasiones, con los sentimientos y su inmediatez; nada tiene que ver con la razón. La representación mimética de la naturaleza es, además, absolutamente indirecta en el concepto de imitación musical que maneja Rousseau: “el arte del músico consiste en substituir la imagen insensible del objeto por la de los movimientos que su presencia excita en el corazón del contemplador.” Así, el músico podrá pintar el horror de un desierto espantoso, oscurecerá los muros de una prisión subterránea, por ejemplo. “No representará directamente esas cosas, pero excitará en el alma los mismos sentimientos que se experimenta al verlas.” (Rousseau, 2008: 97). Por tanto, la música es aquí imitación o expresión –la ambigüedad es constante en el Ensayo- de las pasiones. Así comienza a delinearse una concepción que se va perfilando en la estética musical del siglo XVIII: la de la música como “lenguaje de los sentimientos”. Esa concepción, unida fuertemente en Rousseau a la concepción de la música como lenguaje originario, llevará en el siglo XIX a la concepción romántica de la música. Como propone Fubini, propuestas estéticas como la de Rousseau muy bien pudieron causar “ese trastorno completo en virtud del cual la música, última entre las artes, ascendió hasta alcanzar el rango de lenguaje privilegiado y absoluto” (Fubini: 206 y 254) en la estética del romanticismo.
IV: El problema de la imaginación
¿Qué sucede con la imaginación en los textos rusonianos que hemos trabajado? En cierta medida, la imaginación en tanto problema teórico y crítico para Rousseau se desarrolla en paralelo al problema de la antítesis entre ser y parecer que es central en el diagnóstico que realiza del estado social presente. ¿Qué papel y qué valor Rousseau reconoce en la imaginación en el pasaje del estado natural al estado social en el Segundo Discurso? La imaginación parecería ser allí algo que se desarrolla cuando los hombres empiezan a vivir congregados, no antes. “¿Quién no ve”, escribe Rousseau, “ que todo parece alejar del hombre salvaje la tentación y los medios de dejar de serlo? Su imaginación nada le pinta, su corazón nada le pide. Sus necesidades moderadas fácilmente encuentran remedio a mano, y tan lejos está del grado de conocimientos necesarios para desear o adquirir otros mayores, que no puede tener ni prevenciones ni curiosidad.” (Rousseau, 1984: 80). La imaginación sería en el hombre salvaje algo en potencia, pero aun no activo, aun no desarrollado. Más adelante en el Segundo Discurso Rousseau vuelve a enunciar la misma idea, reflexionando sobre el amor en la sociedad: “La imaginación, que tantos estragos produce entre nosotros, nada dice a corazones salvajes; cada uno espera tranquilamente los impulsos de la naturaleza, y a ellos se entrega sin elección, con mayor placer que pasión, y satisfecha la necesidad, el deseo se extingue por completo.” (96). La imaginación es algo desarrollado en sociedad: estimula las pasiones, fija el deseo en un individuo, produce así las ideas de mérito y distinción, contribuye a que el deseo no se satisfaga por completo sino que se realimente asimismo todo el tiempo, creándose una insatisfacción permanente. En relación a las pasiones, la imaginación también tiene su función en el origen metafórico del lenguaje, según hemos visto en el Ensayo sobre el origen de las lenguas: la primera palabra que un hombre le da a otro es –recordemos- la palabra gigante. Todo lleva, sin embargo, a lo mismo: en relación a las pasiones (como el amor) o en relación al lenguaje, la imaginación -como la antítesis entre ser y apariencia- solo se desarrolla en el estado social. Así, se relaciona intrínsecamente con los males del estado social que piensa Rousseau.
Si la imaginación (o su desarrollo) puede ser entendida en un primer momento de este modo, como causa de los males que llevan al estado social presente y que lo constituyen, hay elementos en el pensamiento rusoniano que permiten pensar de otro modo. La imaginación será así, por un lado, causa del mal, y por otro –en un típico giro rusoniano- posibilidad de remedio en el mal. ¿En qué sentido? Hemos dicho ya que en el Segundo Discurso Rousseau describe y piensa hipotéticamente cómo pudo haber sido el pasaje del estado de naturaleza al estado de sociedad. Ahora podemos decir: lo que hace Rousseau allí es imaginar cómo pudo haber sido ese estado de naturaleza. Rousseau es, por otro lado, muy consciente de la construcción imaginaria que supone la descripción de ese estado de naturaleza. Se trata, como dice en el “Prefacio” al discurso, de “un estado que ya no existe, que ha podido no existir, que probablemente no existirá jamás, y del cual, sin embargo, es necesario tener nociones justas para juzgar bien de nuestro estado presente.” (50). Se trata de una construcción imaginaria, casi mítica, que permite juzgar y criticar el estado social actual.
Hasta aquí, por tanto, solo hemos considerado dos alternativas estéticas a las artes de la representación y la apariencia: la fiesta pública y la música. Pero hemos pasado por alto otra alternativa que es constantemente practicada por Rousseau en su propia escritura. Pues si bien en Rousseau hay una impugnación de las artes de la apariencia y una crítica bastante fuerte respecto de la imaginación, Rousseau se ejerce constantemente en esas artes. La misma ficción radical del origen natural e inocente es eso para Rousseau: una producción de la imaginación, una representación útil solamente para juzgar y criticar nuestro estado actual. La defensa –y, a la vez, la práctica- de un tipo de representación útil se da asimismo en otros textos de Rousseau: en Julia, en el Emilio e incluso en las Ensoñaciones de un paseante solitario.
En efecto, Rousseau deja permanentemente las puertas de la ciudad abiertas a un tipo de representación útil. Así, promediando la Carta a D´Alembert, demoliendo casi por completo el imaginario proyecto de un teatro estable para a ciudad de Ginebra, Rousseau afirma que hay un “único remedio”. Los ginebrinos –propone- tendrían que tener autores antes que comediantes; deberían componer ellos mismos sus propias obras para apropiarse de los dramas de su teatro. ¿Por qué en una república –se pregunta Rousseau- debemos ver y aprender en escena las acciones de los reyes y las injusticias de los tiranos, descuidando los deberes del ciudadano? Se trataría de que los ginebrinos escriban sus propias obras, educándose en aquellos deberes que les son necesarios. En este punto de la discusión, Rousseau cita el libro III de la República de Platon, en una nota al pie (Rousseau, 1996: 215-216). En esa nota –en lo que implica esa referencia- se ve claramente aquello a lo que apuntan tanto Platon en República como Rousseau en la Carta a D´Alembert: se trata de poner en cuestión y en el mismo momento de intentar salvar la poesía en su función social, estableciendo una relación estrecha entre poesía, educación y política. Se trata –en el fondo- de la misma discusión: el problema político y educativo que implica la poesía en una ciudad, en un estado político. Pero Rousseau piensa en una ciudad concreta, histórica (¿o se trata, también aquí, de un mito?): la ciudad de Ginebra. Por ello, Rousseau irá más allá de recomendar una reforma de la poesía para que pueda adecuarse a la educación que conviene a los ciudadanos, tal como Platon proponía en el libro III de República. También irá más allá de expulsar imaginariamente a los espectáculos teatrales de Ginebra, lo cual remitiría a la expulsión de los poetas en el libro X de República. Además de las representaciones útiles de la imaginación (en que permanentemente se ejercita), propondrá formas estéticas alternativas tales como la fiesta y la música.
Bibliografía:
Fubini, Enrico, La estética musical desde la antigüedad hasta nuestros días, Madrid, Alianza, 1993.
Jauss, Hans Robert, Las transformaciones de lo moderno. Estudios sobre las etapas de la modernidad estética, Madrid, Visor, 1995.
Kant, Crítica del Juicio, Madrid, Librería General de Victoriano Suarez, 1914.
Rousseau, Jean Jacques, Del Contrato social / Discurso sobre las ciencias y las artes / Discurso sobre el origen y los fundamentos de la desigualdad entre los hombres, Madrid, Alianza.
Rousseau, Jean Jacques, Carta a D´Alembert, Santiago de Chile, Universidad ARCIS / Ediciones LOM, 1996.
Rousseau, Jean Jacques, Ensayo sobre el origen de las lenguas, Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 2008.
Rousseau, Jean Jacquues, Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres / El contrato social, Buenos Aires, Ediciones Orbis, 1984.
Rousseau, Jean Jacques, Escritos sobre música, Valencia, Universitat de Valencia, 2007.
Rousseau, Jean Jacques, El mundo de Juan Jacobo Rousseau. Introducción, notas, selección de textos y traducción: Jorge Dotti, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1991.
Starobinsky, Jean, Jean Jacques Rousseau. La transparencia y el obstáculo, Madrid, Taurus, 1983.