Foucault, los compromisos de la verdad

Extracto de  De ironías y silencios

En Las palabras y las cosas,1 después de expresar su asombro por la clasificación de los animales citada por Borges, donde se alojan tan compatiblemente los embalsamados, los lechones, las sirenas, los fabulosos y los que acaban de romper el jarrón, Foucault se pregunta a partir de qué tabla de identidades y semejanzas podemos, en nuestra cotidianidad, instaurar un orden, construir clasificaciones o establecer diferencias, por ejemplo, entre un gato y un perro aun cuando ambos terminen de romper el jarrón.

En Las palabras y las cosas,1 después de expresar su asombro por la clasificación de los animales citada por Borges, donde se alojan tan compatiblemente los embalsamados, los lechones, las sirenas, los fabulosos y los que acaban de romper el jarrón, Foucault se pregunta a partir de qué tabla de identidades y semejanzas podemos, en nuestra cotidianidad, instaurar un orden, construir clasificaciones o establecer diferencias, por ejemplo, entre un gato y un perro aun cuando ambos terminen de romper el jarrón.

El asombro frente a esta taxonomía oculta nuestros propios límites, nuestra imposibilidad de pensar eso. El asombro, que primero fue fiesta, se transforma en angustia cuando se descubre la posibilidad de tantos órdenes diferentes y por lo tanto ninguno que pretenda erigirse como el verdadero. Mientras las utopías consuelan porque aun cuando no tengan ahora lugar pueden desplegarse en el sitio de nuestra esperanza, las heterotopías inquietan porque nos impiden ordenarnos y nos reducen al mutismo.

Este prefacio expresa, si no el punto de partida, la inquietud motivadora de su búsqueda: pensar la diferencia. Reconocido este motivo, será fácil comprender por qué para Foucault el problema de la verdad no tiene que ver con algo que está allí desde siempre, esperando ser descubierto, sino con una praxis fundada en ciertas reglas de procedimiento, la que no es descubierta sino que acontece en la historia. La verdad como acontecimiento y la pregunta sobre ella sufren así una transformación significativa del ¿qué es? al ¿cómo se produjo?, ¿cómo se formaron dominios de saber a partir de prácticas sociales? Será éste el punto de partida de una tarea que más que aprehender una verdad originaria y eterna ensayará una descripción detallada de una modalidad del hacer, de una praxis, de una historia atravesada por el azar.

Esta perspectiva supone prescindir de la idea de un sujeto que al modo kantiano se revelara como origen de la verdad y su fundamento, prescindir también de la idea marxista de un sujeto previo al conocer y por tanto neutro, sobre el cual vinieran a reflejarse las condiciones económico-sociales. No es el sujeto el que constituye al objeto imprimiéndole su estructura universal; ni un sujeto preexistente va a engendrar falsa ideología; son las mismas prácticas sociales que llevan envueltas reglas de procedimiento, las que constituyen formas de saber, que son relaciones del hombre con la verdad, que son formas que conforman tipos de subjetividad.

Por los rumbos de Nietzsche, Foucault entiende que el conocimiento es invención y como tal no tiene origen. No es desenvolvimiento natural de algo ya dado ni está inscripto en la naturaleza humana, es más bien resultado de un juego, de un enfrentamiento o lucha entre instintos, “centella que brota en el choque de dos espadas”, dice Nietzsche, y como tal producto del azar. Invención supone ruptura, nada que tenga que ver con un devenir lento y progresivo, con el desenvolvimiento al modo hegeliano de una naturaleza en germen. En tanto resultado de un combate, nada que tenga que ver con una relación de amor o conciliación. No el deseo de aproximación e identificación sino una voluntad explícita de distanciamiento y destrucción es lo que mueve hacia el objeto. Comprender no es amar sino haber logrado destruir, haber sabido odiar, y la relación sujeto-objeto se transforma así en relación de dominación. Desechada la adecuación como sine qua non del conocimiento, no es necesario Dios para santificar ese contacto. Puesto que el conocimiento es ruptura, resultado de enfrentamiento, tampoco es necesaria la idea de un sujeto fundacional. Nietzsche rompe, según Foucault, con la teología y el protagonismo del sujeto, los dos pilares de la concepción moderna del conocimiento.2 Descentramiento del sujeto y muerte de Dios como garantía ahora innecesaria son en Foucault supuestos de esa tarea de hacer historia que él convierte en arqueología o genealogía.

Ambos métodos, aun cuando marcan etapas de su pensamiento, no son sin embargo incompatibles sino complementarios, ambos ponen el acento en el suceso, lo dado, aquello desechado por irreductible a la mirada racionalista de totalidades. Ambos buscan los fenómenos de ruptura, las discontinuidades, no la verdad como proceso de maduración lenta y racionalidad creciente, sino la verdad como un estallido, azarosa y por lo tanto efímera, siempre dispuesta a convertirse en lo otro. El tema no es la estabilidad de las estructuras, ni la historia desenvolvente de lo mismo; el tema es el pequeño acontecimiento, las inversiones inesperadas, las ausencias, la historia desprolija de lo diferente.

No parece pertinente por lo tanto identificar al Foucault de la etapa arqueológica con una posición estructuralista. El mismo señala la diferencia en una entrevista: “Se admite que el estructuralismo ha sido el esfuerzo más sistemático para evacuar el concepto del suceso no sólo en la etnología sino en toda una serie de ciencias e incluso en el límite de la historia. No veo quién puede ser más estructuralista que yo”.3 

En ambos casos lo que se rechaza es tanto el modelo estruc-turalista como el dialéctico. El primero por quedarse con las estructuras inmóviles y esquivar el carácter violento de los enfrentamientos, el segundo por “esquivar la realidad cada vez más azarosa y abierta reduciéndola al esqueleto hegeliano”.4

Frente a una historia global que pretendiera comprender todos los fenómenos bajo la égida de un mismo principio espiritual o material, que buscara un destino deseoso de manifestarse desde los orígenes, que supusiera por tanto que las estructuras —sean éstas económicas, sociales, políticas, mentales o técnicas— cambian según los mismos modelos de transformación, Foucault propone lo que él llama “historia general” preocupada por los desfases, las temporalidades diferentes, el espacio esquivo de la dispersión.5

La clave del método es escuchar la historia en sus detalles y en sus recovecos, no suponerla por el desarrollo necesario de una idea, plan, destino o evolución natural. Este escuchar la historia compone dos tareas que remiten también al mundo conceptual nietzscheano: buscar la procedencia y el punto de emergencia, expresiones que Nietzsche utiliza para contraponer a la preocupación metafísica de los orígenes y las metas.

Buscar la procedencia supone abandonar las explicaciones lineales en términos de raza, tradición, espíritu de un pueblo, ideas que jugarían el papel de faro de un pretendido saber esencial. Buscar la procedencia supone más bien ocuparse del pequeño desvío, de los errores, de los tantos hechos olvidados; pues la verdad es un hecho casual, una victoria fortuita.

Buscar el punto de emergencia implica no dar cuenta de nada por su término final. Foucault se explica: “el castigo no siempre tuvo por fin dar ejemplo; la necesidad de venganza, o de eliminar al agresor, todo eso hace a la historia del castigo”.6

La verdad también tiene su historia que es de este mundo y se ha manifestado en figuras sucesivas; recuerdo de la idea, correspondencia con el objeto, intuición mística, construcción del sujeto, todas ellas y tantas otras han pugnado y pugnan por imponerse. Dice Foucault: “Y además la cuestión misma de la verdad, el derecho que ella se procura para refutar el error o para oponerse a la apariencia, la manera en la que poco a poco se hace accesible a los sabios, reservada después únicamente a los hombres piadosos, retirada más tarde a un mundo inatacable en el que jugará a la vez el papel de la consolación y del imperativo, rechazada en fin como idea inútil, superflua, refutada en todos sitios: ¿Todo esto no es una historia, la historia de un error que lleva por nombre la verdad?”7

Hallar el punto de emergencia supone dar cuenta del juego de enfrentamientos y la correlación de fuerzas que ha hecho emerger una verdad, dar cuenta también de cómo pudo empezar a debilitarse y tras muchos trastabilleos quizás haber salido fortalecida. Todo esto hace a la historia de las verdades. Valgan intencionalmente los plurales ya que la verdad no es única sino local y temporal y por lo tanto múltiple. Valga intencionalmente la asociación con el poder ya que para Foucault son dos términos que no deben separarse, quizá sea esa la especificidad del método genealógico respecto de la arqueología. Sin duda el descubrimiento de esta imbricación es el hecho inaugural de la etapa genealógica fundada sobre la certeza de que existe una relación circular entre verdad y poder: “La verdad está ligada circularmente a los sistemas de poder que la producen y la mantienen, y a los efectos de poder que induce y que la acompañan”. 8

 En su primera etapa, aun cuando no era posible no hablar del poder pero el problema no se le había todavía develado, Foucault focalizaba su atención en el reconocimiento y descripción de grandes transformaciones, los “despegues”, de aquellos que denominó “regímenes de verdad”, ni contenidos, ni sistemas teóricos o paradigmas sino aquello que rige los enunciados, reglas por las cuales se puede diferenciar lo verdadero de lo falso, lo diferente de lo semejante.

En tanto se trataba de momentos de despegue que no corresponden a esquemas de evolución progresiva, lo privilegiado era la discontinuidad y la ruptura. Pero faltaba en su trabajo, según reconoce el propio Foucault, aislar ese problema de los efectos de poder que se derivan del régimen del discurso.

Desde 1970, cuando comienza la etapa genealógica, la cuestión central será esa relación circular entre verdad y poder. A diferencia de la pregunta tradicional de la filosofía política, ¿cómo puede el discurso de la verdad o la filosofía en tanto tal fijar los límites del poder?, Foucault propone trabajar en torno a la pregunta: “¿qué tipo de poder es susceptible de producir discursos de verdad que en una sociedad como la nuestra están dotados de efectos tan poderosos?”9 Desde esta perspectiva poder y verdad se vinculan en una acción recíproca. Relaciones de poder que están a la base y atraviesan nuestra sociedad, y no sólo la nuestra, engendran discursos de verdad que a su vez deben sostenerlas y fortalecerlas. El poder, que no se tiene ni se adquiere sino que se ejerce, no puede conservarse sin una producción y circulación de discursos que lo apuntalen. Así la necesidad de producir verdad se hace equivalente a la necesidad de producir riquezas.

La verdad no es nunca anterior al poder ni independiente de él. Lleva necesariamente a equívocos partir de la idea de un conocimiento científico objetivo y neutro para buscar a partir de allí el modo como pudo haber sido falseado y enmascarado debido a exigencias de poder. Por esto Foucault rechaza el concepto marxista de ideología. Entre saber y estrategia de poder no existe exterioridad alguna. Ambos se constituyen a partir de prácticas sociales. La sexualidad, por ejemplo, devino un dominio de saber porque determinadas relaciones de poder la instituyeron como objeto de conocimiento, y esto a su vez fue posible porque determinadas técnicas de saber psiquiátricas, médicas, psicoanalíticas fueron capaces de sitiarlo e inmovilizarlo.

Existe entonces una relación de necesidad y complemen-tariedad entre verdad y poder que se manifiesta originariamente en lo que Foucault llama “los focos locales” de verdad-poder: familia, institución carcelaria, relación penitente-confesor, médico-enfermero, psicoanalista-paciente. A partir de ellos hay que avanzar en un movimiento ascendente que tenga en consideración el carácter inmanente de las relaciones de poder respecto de otras relaciones, sean éstas económicas, sociales, técnicas o de conocimiento, y su carácter a la vez de efecto y condición de las mismas. Se descarta la noción de superestructura como instancia de justificación-legitimación que colocaría al poder proyectado desde arriba en un rol de prohibición.

El poder viene de abajo y transita transversalmente, constituye una relación estratégica compleja que recorre toda la trama social; por ello es preciso asirlo en ese movimiento ascendente capaz de captarlo en su cara externa, no en el marco jurídico que lo legitima sino en su instancia material, allí donde se procesa el sometimiento, allí donde se constituyen los sujetos.

El individuo moderno, nos explica Foucault, no es artífice intencional de las modernas relaciones de dominación; son más bien éstas las que han constituido al individuo de nuestra época. Verlo por su cara externa supone fijar la mirada en el hecho crudo de la dominación y el sometimiento, en las prácticas sociales a través de las cuales se constituyen, por ejemplo, sujetos para los cuales es central el tema de su sexualidad.

No tiene sentido preguntarse, como lo ha hecho tradicionalmente la concepción jurídica desde el Iluminismo, quién detenta el poder, cómo aparece el soberano. El poder no debe entenderse como la dominación de un individuo sobre otros, ni de un grupo sobre otros. No existe una relación binaria dominantes-dominados; existe por el contrario una red de múltiples relaciones que en tanto producto de correlaciones de fuerza está sujeta a permanentes cambios, corrimientos, inversiones. Foucault da un ejemplo: “El conjunto constituido en el siglo xix alrededor de un niño y su sexo por el padre, la madre, el educador y el médico, atravesó modificaciones incesantes, desplazamientos continuos, uno de cuyos resultados más espectaculares fue una extraña inversión: mientras que al principio la sexualidad del niño fue problematizada en una relación directamente establecida entre el médico y los padres (en forma de consejos, de opinión sobre vigilancia, de amenazas para el futuro), finalmente fue en la relación del psiquiatra con el niño como la sexualidad de los adultos se vio puesta en entredicho”.10

Además, poderes locales y estrategias de conjunto se condicionan mutuamente. Los primeros no pueden funcionar sin inscribirse en una estrategia global, pero ésta tampoco si no se apoya en pequeños poderes locales que le sirvan de anclaje. Por eso no agota la cuestión la pregunta acerca de las relaciones de producción que esos poderes reproducen, perspectiva que conlleva esquemas explicativos en términos de dominación masiva de una clase sobre otra; explicar, por ejemplo, la exclusión de los locos o el control de la sexualidad infantil por exigencias de la dominación burguesa.

Las necesidades de la burguesía no preceden ni son independientes de las prácticas sociales y de los dominios de saber constituidos. Analizadas fuera de su contexto social concreto, desde un punto de vista puramente racional, no sería imposible concebir, dado el acento puesto en la necesidad de la reproducción de la fuerza de trabajo, la conveniencia para la burguesía de una precoz educación sexual. En realidad, cualquier cosa puede deducirse de la dominación burguesa concebida desde un punto de vista abstracto y como un fenómeno total que se autodetermina.

La propuesta es recorrer el camino inverso, ver cómo históricamente se constituyen esos mecanismos de poder, cuáles fueron sus agentes directos, la familia, el médico, el maestro, y descubrir cómo y en qué momento la exclusión del loco y la represión sexual devinieron económica y políticamente convenientes. De ese modo se comprende que lo propio del sistema es aprovechar las técnicas y saberes constituidos, aquellos que bien podrían serle indiferentes pero que en determinada coyuntura se tornan útiles a su forma de dominación.

La burguesía, en otros términos, no se interesa por los locos ni por los niños sino por los mecanismos de poder que se han revelado capaces de controlarlos; la burguesía, en suma, se interesa por el poder.

La liberación sexual hoy: otro ejemplo de lo mismo. No fue imposición desde arriba, fue más bien una conquista desde abajo, una verdad de las tantas que resultó vencedora en el permanente juego de enfrentamientos. Sin embargo, el sistema que es tan amplio pudo luego deglutirla, sacar sus propios proverbios, hacerla suya, hacerla otra.

Todas estas proposiciones, precauciones del método según Foucault, se ligan entre sí en tanto se desprenden de la hipótesis central. Rechazar la concepción jurídica del poder supone también rechazar la hipótesis represiva. Como concepción puramente negativa, resulta demasiado estrecha para dar cuenta del porqué de la obediencia. En su lugar propone una hipótesis positiva, productiva del poder, donde éste, en lugar de expresarse en una ley que dice “no”, avanzaría como una red que atraviesa todas las relaciones del cuerpo social promoviendo discursos, formando un saber, induciendo placer, la mayor parte de las veces en forma velada, no aparatosa, lo cual le permite hacer circular sus efectos en forma continua y por tanto mucho más eficaz.

 Aunque no limita la pertinencia de esta hipótesis no represiva a determinadas épocas históricas, insiste en señalar que es a partir del siglo xviii cuando se produce una transformación, el “despegue” de la economía del poder consistente en un desbloqueo tecnológico y la manifestación de una polimorfía del poder. Una tecnología de carácter binario que en el siglo xvii se expresaba en figuras como el “castigo ejemplar”, la marginación de la locura o la prohibición-silencio sobre el sexo, va a dar lugar a una tecnología más compleja, llena de sutilezas, a veces contradictoria, que más que prohibir, juzgar o castigar buscaría vigilar, administrar, conocer y disciplinar.

Todo, entonces, hasta lo más privado, se hace público. Cuando a partir del siglo xviii la población deviene un problema económico y político, la conducta sexual deviene a su vez objeto de análisis y policía, no en tanto represión sino como ordenamiento al servicio de la felicidad pública. Un ojo vigilante penetra en las alcobas y el sexo comienza a ser administrado.

La pregunta que habría que formularse no es entonces cómo se ejerce la represión sino cuál es la puesta en discurso del sexo, dónde se constituye, cuál es el marco de necesidad que lo pone en marcha, quiénes son sus agentes directos y cómo luego se institucionaliza, qué saber produce.

Hay algo más en la concepción foucaultiana del poder; éste no se da sin resistencia. La verdad-poder en tanto producto de un enfrentamiento requiere siempre de un contrincante, no puede existir sino en función de resistencias que constituyen el otro término de la relación. Pero al igual que el poder, éstas no se hallan centralizadas, no existe el lugar de la gran revuelta, de la gran revolución. Los puntos de resistencia están en todas partes, distribuidos al voleo, en forma casi siempre arbitraria; atraviesan las estratificaciones sociales, son difíciles de organizar en un esquema preciso, se los encuentra a veces donde no se los espera, son generalmente “móviles y transitorios”.

No existen fuera del poder fuerzas revolucionarias que puedan algún día en un gran acontecimiento tomar un poder que no está localizado y se manifiesta por doquier en las más pequeñas relaciones cotidianas, en instituciones públicas y privadas: familia, escuela, prisión, hospital. El juego entre poder y resistencia no se define como el enfrentamiento de un discurso aceptado y un discurso excluido, se trata en cambio de un juego complejo de discursividades múltiples que se atraviesan y pueden actuar con distinta función y efecto en estrategias diferentes. La cuestión entonces es hacer la codificación estratégica de esos puntos de resistencia; ver dónde se sitúan, qué tipos de discursos producen, de qué manera se sirven o no de los discursos aceptados, los invierten en sus contenidos o los revolucionan en sus formas.

La pregunta que se podría plantear a modo de conclusión es la siguiente: ¿existe la posibilidad de algún cambio, alguna pequeña transformación que no sea posteriormente deglutida? ¿No será, como se pregunta Foucault, que “siendo la historia la astucia de la razón, el poder sea la astucia de la historia, el que siempre gana”, y que las resistencias puntualmente localizadas sólo puedan promover pequeñas tolerancias, silencios, o algunas negociaciones fácilmente recuperables?

Este es el punto problemático del discurso foucaultiano, generador de múltiples interrogantes que conllevan tácita o implícitamente una sospecha de nihilismo o fatalismo. Si todas son relaciones de poder, y la verdad, o las verdades, que son plurales, históricas y relativas, están circularmente imbricadas en la red y sometidas a cambios bruscos y arbitrarios, la cuestión es ¿por qué, cómo y para qué resistir? Parece no haber ningún motivo para intentar transformación alguna. Desechada la hipótesis progresiva, perdería todo sentido la acción política movida por el deseo de lo mejor y desembocaría el discurso en una especie de nihilismo inerte.

Sin embargo, creo, este corolario no hace justicia a Foucault, en cuyo discurso suena con insistente rumor una apelación a la resistencia. No es decir el cómo, sino un sentir lo incómodo del no quedarse con las ideas claras, las soluciones fáciles y los esquemas tranquilizadores de una mirada global que pretende encajar todas las piezas. Hacer política no es provocar grandes acontecimientos desde o hacia el lugar privilegiado del Poder, sino desde los lugares específicos de cada cual.

Todo es política en tanto la sociedad es una red de relaciones de fuerza y ese es el dominio de la política. La tarea del intelectual no puede ser dar consejos ni actuar en el escenario de lo universal, la verdad para todos, al modo del intelectual tradicional que se erigía en maestro de la verdad y la justicia. Su tarea hoy es genealógica, una labor lenta que pacientemente irá dibujando el croquis topográfico y geológico de la red de poderes instituidos, descubriendo sus fragilidades y edificando una estrategia que permita modificar esas relaciones de fuerza.

Se trata ahora de inventar el análisis político, que es historia del presente, historia del nosotros, ontología de la actualidad, dirá Foucault, y no desde el gran escenario sino desde nuestros lugares específicos, el hospital, la universidad, la escuela, el laboratorio, reactivando saberes locales, liberándolos de los grandes discursos unitarios, haciéndolos capaces de oposición. No se trata de imponer nuevos contenidos, la gran tarea es transformar el régimen político de la verdad, las reglas por las que se distingue lo verdadero de lo falso y se liga la verdad a efectos políticos de poder. Dice Foucault: “El problema político esencial para el intelectual no es criticar los contenidos ideológicos que actúan ligados a la ciencia (...) Es saber si es posible constituir una nueva política de la verdad. El problema no es cambiar la conciencia de las gentes o lo que tienen en la cabeza, sino el régimen político, económico, institucional de la producción de la verdad”.11

La tarea no es fácil y está llena de riesgos y peligros, el de ser manipulados, el de carecer de una estrategia global, pero ¿acaso asegura un triunfo cierto quien localiza rápidamente el poder y se apura con las recetas?

Esta labor política desde abajo presenta sin embargo importantes ventajas frente a la manera tradicional de hacer política. En tanto procede de tareas específicas, todos estamos involucrados, lo cual esfuma la posibilidad de sentarse a la espera del gran cambio que venga del otro lado, del gran sujeto universal. En tanto produce saberes locales para prácticas concretas, no puede perderse en necesidades que por demasiado ideales resultan ajenas y lejanas.

Valga pues el desafío de penetrar en el laberinto y perderse en sus recovecos. Interesarse por la historia de la verdad supone muchos riesgos. Esto ya se anunciaba en Las palabras y las cosas cuando Foucault nos decía de la angustia de no poder ordenar. Al final del camino —Historia de la sexualidad, vol. II— vuelve, ahora desarrollado y enriquecido con el mismo tema. Extraviarse, he ahí la consigna. Conocer no es asimilarse lo desconocido sino alejarse de uno mismo, pensarse distinto, imaginarse otro. La filosofía no puede ser sino eso, tarea crítica sobre sí mismo. “Hay momentos en la vida en los que la cuestión de saber si se puede pensar distinto de como se piensa y percibir distinto de como se ve es indispensable para seguir contemplando o reflexionando.” 12

 

 

Notas

 

1 Foucault, M.: Las palabras y las cosas, México, Siglo xxi, 1974.

2 Foucault, M.: La verdad y las formas jurídicas, Barcelona, Gedisa, 1986.

3 Foucault, M.: “Verdad y poder”, en Microfísica del poder, Madrid, La Piqueta, 1979.

4 Idem.

5 Foucault, M.: La arqueología del saber, México, Siglo xxi, 1987.

6 Foucault, M.: Vigilar y castigar, México, Siglo xxi, 1991.

7 Foucault, M.: “Nietzsche, la genealogía, la historia”, en Microfísica del poder, op. cit.

8 Foucault, M.: “Verdad y poder”, op. cit.

9 Foucault, M.: Curso del 14 de enero de 1976, en Microfísica del poder, op. cit.

10 Foucault, M.: Historia de la sexualidad, vol. I, México, Siglo xxi, 1986.

11 “Verdad y poder”, op. cit.

12 Historia de la sexualidad, op. cit.