Kierkegaard, entre la duda y la desesperación.
En toda biografía hay una página, al menos unas líneas, que evocan espontánea alegría, una nota risueña, anécdotas de infancia. Éste no es el caso con Kierkegaard, en ella no hay infancia; lo dice el propio protagonista: “Ni hombre, ni niño, ni muchacho (…) desde el comienzo un anciano presa de una melancolía infinita”. Inmerso en la reflexión, desdoblado, sentirá la nostalgia de lo que no fue, los juegos de la infancia, algo de vida en la inmediatez, en la unidad de lo espontáneo.
En toda biografía hay una página, al menos unas líneas, que evocan espontánea alegría, una nota risueña, anécdotas de infancia. Éste no es el caso con Kierkegaard, en ella no hay infancia; lo dice el propio protagonista: “Ni hombre, ni niño, ni muchacho (…) desde el comienzo un anciano presa de una melancolía infinita”. Inmerso en la reflexión, desdoblado, sentirá la nostalgia de lo que no fue, los juegos de la infancia, algo de vida en la inmediatez, en la unidad de lo espontáneo.
Probablemente exagera. El rector Nielsen, en el informe que según la costumbre se elabora al momento del paso de cada estudiante a la universidad, esboza de él una imagen opuesta: “Fue durante largo tiempo infantil en sumo grado y carente de seriedad”. Por entonces –parece- guardaba un gran anhelo de libertad e independencia y su temperamento era vivo y retozón. Podemos hallar una explicación de esta mirada del otro en el propio Kierkegaard. Todo no era más que una simulación, el niño se había fabricado una infancia imaginaria. Era su venganza del mundo, guardar el dolor en lo más hondo y mostrar su otra cara de Jano, sobre todo hacer reír, divertir a otros, hacerles creer que era joven y alegre. Nadie más consciente que él de esta ambigüedad visceral: “Yo también he conjugado lo trágico y lo cómico: digo algunas palabras, los otros ríen, yo lloro”. Repito, probablemente exagera. ¿Tanta simulación desde la temprana infancia? Quizás estos rasgos de carácter alegre y juguetón fueran semillas que sufrieron malformaciones por el clima y suelo en que creciera, quizás hubieran prosperado más con otra educación, “… si yo tuviera otro padre…”, suele decir. Las palabras de Kierkegaard acerca de su eterno fingimiento –me parece- expresan una impresión similar a la de aquel que por no haber dormido profundamente, al despertar siente que sólo entretuvo a la noche y a sí mismo estando con los ojos cerrados a la espera del día. Quizá lo mejor fuera poner el acento en la ambigüedad que él mismo reconoce, “Soy un Jano bifronte con un rostro río y con el otro lloro.” O como cuando dice: “En la secreta profundidad del sentimiento, yacen tan cercanas las cuerdas de la tristeza y de la alegría, que la última resuena fácilmente cuando resuena la primera” (Diario 1836).
De todos modos, dejemos hablar a los hechos y levantemos el telón por donde amanece la prehistoria de su vida.
Comencemos con el padre. Comencemos con el escenario, la escena.
Dinamarca: nación de vieja civilización pagana y cristiana durante mucho tiempo líder de las naciones escandinavas, nación que comienza su declinar político en el siglo XIX cuando los escandinavos dejan de estar al nivel de las grandes potencias que comienzan a disputarse el mundo. A esto se suman otras desventajas geográficas e históricas. Blanco de los celos de Suecia, conflictos con Noruega, ignorada por Rusia, atacada por Inglaterra, punto de repercusión de las agitaciones políticas y de los confusos movimientos de Alemania en su aspiración a la unidad, comienza a mediados de siglo su decadencia política.
Ésta, sin embargo, no va a manifestarse de igual manera en todas las esferas de su vida. La conciencia nacional, eclipsada en el plano político, buscará aflorar en el plano espiritual y así esta sociedad, casi adormecida en el ritmo rutinario y apacible de la vida agrícola y comerciante, gozará en contrapartida de un florecimiento intelectual con los nombres de un Andersen, o de un Kierkegaard.
Éste es el escenario donde creció. Retrocedamos hasta el padre: Mikael Pedersen Kierkegaard, quien nace en 1756 descendiente de una familia campesina atrapada en la lucha con un suelo tercamente infértil, tierras de la iglesia en la Jutlandia Occidental. Un día Mikael el pastor, harto de las penurias, vencido por la inútil lucha, por la soledad y el desamparo, sube a una colina y maldice a Dios, tenía por entonces doce años. El estigma se graba a fuego para toda su vida, la suya y la de sus descendientes, Sören hereda, los hermanos heredan, dios que castiga en los hijos los pecados de los padres, en Edipo, en Antígona.
Sören anota en su diario del día 7 de febrero de 1846: “¡Horrendo! Aquel hombre cuando era aún un niño y cuidaba los rebaños en las landas de Jutlandia, descorazonado por el hambre que padecía, trepó un día a una colina y maldijo a dios: ¿ y ese hombre no podía olvidarlo a los 82 años?”. Es señal de que él tampoco lo olvida ni lo olvidará. El hermano ya muy anciano, al ser interrogado por el editor acerca de ese fragmento, dirá entre llantos que ésa fue la historia del padre y de toda la familia, causa y efecto de una honda melancolía, esa “desesperación silenciosa” del padre y del hijo, la que tiñe las horas de la vida doméstica familiar. La otra herencia es la dialéctica, el intelecto, el ingenio y la agudeza con que el padre sabía competir con los hijos.
El muchacho Mikael, que tenía por entonces 12 años, después de ese suceso deja la casa paterna y va a probar fortuna a Copenhague donde efectivamente logra reunir un copioso patrimonio que le permitirá a los 40 años retirarse de los negocios para consagrarse a la filosofía. Por esa época, en años de su retiro ocurre la muerte de su primera esposa y casi inmediatamente su segunda unión con una criada quien le dará durante 16 años 7 hijos. El último, un 5 de mayo de 1813 será nuestro Sören. Su madre, cuentan los biógrafos, era de carácter sencillo y jovial lo cual debió contribuir a completar con rasgos diversos la herencia paterna instalando el contraste en la personalidad del niño.
En ese clima crece Sören, “hijo de la vejez”, como él mismo se autocalifica, asimilando sin duda ambas influencias pero bajo la hegemonía del padre. Educado por el padre en el cristianismo lo recibió no en su versión inocente del niño dios, el pesebre, la natividad sino en aquella otra toda empapada de la sangre, de las lágrimas, de la pasión y muerte de Cristo, imagen trágica del Cristo ensangrentado, bajo la influencia de la comunidad de los padres moravios, cuya inclinación hacia la vida ascética de privación y sacrificio, Mikael admiraba pese a pertenecer a la confesión luterana evangélica de la iglesia oficial.
Así se forma el niño en ese mundo adulto asistiendo desde algún rincón a las reuniones que los doctores en teología mantenían periódicamente en su casa, convertida por el padre Mikael en sede de una pequeña academia como no era raro ver en las viejas capitales. Ahí está el niño tolerado, invitado por el padre o escuchando a hurtadillas, fascinándose con las palabras, la habilidad dialéctica, la retórica de los doctores.
Ahí en el propio hogar, en la más temprana infancia se modela la personalidad con las dotes que el padre transfiere: una visión trágica del cristianismo y el destino de la humanidad que inspira su desesperación silenciosa, excepcional brillo dialéctico y una fecunda imaginación. Ahí también, en ese núcleo familiar fermenta la ambigüedad en que su espíritu se debatirá de por vida. La imagen del padre también será una imagen ambigua. “Como mi padre me ha hecho mal (…). Un anciano que descarga toda su melancolía sobre su pobre niño… y sin embargo el mejor de los padres”: (Diario 1847). Kierkegaard no cesa de lamentarse de su desventurada infancia que un anciano melancólico ha llenado de angustia, y sin embargo, por amor.
La etapa de la infancia como cada estadío de la vida le suscitará reflexiones a partir de la propia experiencia; es la teoría hecha carne, la carne hecha teoría. En su diario de 1837, a los 24 años, esboza esta reflexión sobre la educación de los niños: “Hay que evitar con los niños las frases como “Sois felices, pero cuando crezcáis, sufriréis”, (…) lo que los llena de una extrema angustia, que los transforma en niños temerosos sólo ansiosos de volver al seno materno”. En cambio, propone enseñar a los niños que “la alegría es una constelación feliz que es preciso disfrutar agradecidos, así como también interrumpir a tiempo.
¨Y así como no hay que imponer la tristeza y la angustia, tampoco el pensamiento del pecado; porque si éste no puede apartarnos de la caída actúa, sin embargo, como tentación, nos sentimos predestinados y hay algo que nos arrastra y no podemos dominar. Por tanto, ser cauto con los niños, no concebir sospechas infundadas, no dejar escapar alguna observación que encienda la mecha que provoque a ese espíritu ansioso a dar el paso oscuramente presentido. Kierkegaard evoca las palabras de San Mateo “Ay de aquel hombre por el cual viene el escándalo”. Vincula esta tentación con la sugestión que producen a menudo las historias sobre enfermos: es el tema del hipocondríaco, siempre recurrente, sobre el cual concluye “el virus está ya en el miedo”.
“Pero entonces… ¿Qué se hace con los niños?, ¿no se debe entonces contarles nada? –se pregunta. Sí –responde-, lo que los niños necesitan son fábulas buenas, mitología (…) O mejor aún que ellos las lean y las relaten; luego llevadlos a elaborar la crítica, por medio de preguntas, socráticamente” (Diario 1837). Aparece ya la imagen de su maestro Sócrates, la idea de conductor, que el niño sienta que es él quien piensa y para ello practicar la improvisación, todo lugar y toda hora es propicia.
Todas estas reflexiones se las dicta la triste experiencia de su propia infancia, son reproches velados al padre, son veladas explicaciones de su etapa de disipación y bohemia, son anticipaciones de lo que será su teoría acerca del concepto de angustia. Pero el sentimiento hacia el padre es un sentimiento dual, amor y odio, agradecimiento y rencor. Sabemos que ese melancólico taciturno tenía también sus momentos de ingenio dialéctico y juego imaginativo y era capaz de tierna atención y dedicación al niño. Ambos amaban los paseos que hacían juntos y en tardes lluviosas de invierno los paseos imaginarios, a veces preferidos a los otros, una hora de juegos de imaginación en que padre e hijo evocaban las calles de Copenhague, los paisajes de Zelanda y otros lugares más apartados.
Así va creciendo el niño en el encuentro de estos signos ambivalentes, consciente de sus dotes intelectuales y poco escrupuloso, según se cuenta, pues cuando no podía conquistar los primeros puestos por sus méritos no dudaba en fraguar y copiar. No vacila tampoco en burlarse de los profesores, ensañarse con los más débiles y organizar a sus camaradas para gastarles bromas nada inocentes. Ya lo hemos dicho, el rector del colegio, el filósofo Mikael Nelson, formula serias reservas sobre el comportamiento y la seriedad de Sören, aunque al mismo tiempo reconoce su curiosidad intelectual y su originalidad. Entre ambos ha coincidido un encuentro: Sören ha encontrado un maestro y el maestro Nelson está contento de ver al fin un alumno interesarse en Cicerón, espero que el tiempo y la edad sabrán vencer y poner fin a los gestos de inmadurez y a los comportamientos infantiles.
Ya en la universidad, el comportamiento del muchacho no variará mucho. El fondo religioso destilado por la educación paterna morará en su alma como un elemento latente. Sorën se inscribe en filosofía y posterga para etapas posteriores los estudios de teología. Tampoco se consagrará de pleno a los estudios filosóficos sino al descubrimiento de sí mismo. Comienza desde temprano, en 1831, sus notas de variado tipo: reflexiones sobre lecturas, sobre la vida, sobre sí mismo también proyectos, borradores, cartas ficticias, inconclusas, poco papel dedicado a los cursos. Sören se da sus libertades, el tiempo transcurre más en las calles y en los cafés que en las aulas universitarias. Porque ya por entonces el muchacho está fascinado con algunos rasgos de su personalidad, su agilidad dialéctica, su agudeza psicológica y retórica. Gusta rodearse en corrillos de admiradores que confirmen y refuercen su autoestima. Se lo ve en los cafés, vagando por las calles trajeado de dandy, manipulando provocativamente su bastón, interpelando, buscando sobre todo conversación. Por entonces le gusta imitar a su maestro Sócrates. Él sabe o quiere ser personaje, gusta trazar a su alrededor una aureola que lo convierta para los otros en un ser excepcional, esto será desde muchacho y durante toda la vida. Ser un Sócrates, un Fausto, un Cristo. Sobre todo llamar la atención, para mal o para bien. Ángel o demonio, poco importa, la cuestión es no ser del montón. Por eso en una carta de 1835, escrita durante una estadía en el campo, expresa su nostalgia de Copenhague donde estaba acostumbrado a llamar la atención y despertar la admiración de sus compañeros y con ironía compara esa nostalgia a la de un pez que no tuviera la ocasión de lucir sus escamas.
Y en efecto sobresale cuando en sus enrancias por calles y cervecerías de Copenhague, rodeado de sus admiradores de la asociación de estudiantes, pontifica acerca de todos los temas de actualidad, suelta su ingenio satírico sobre la figura del burgués y amedrenta a los recién llegados con sus órdenes tiránicas.
Por entonces, su vida transcurre en la alternancia de estos hábitos estudiantiles de largas horas gastados en pseudoacademias de café y aquellos hábitos de buen burgués, fino gourmet que no se priva de los buenos vinos y conoce y frecuenta los mejores restaurantes de Copenhague. Delicado esteta, melómano, es también un habitué de conciertos y teatros, donde entre bastidores interpela a las artistas deslumbrándolas entre pañuelos y perfumes. Pero sobretodo es el amante de la ópera, la que en la versión del Don Juan de Mozart constituyó la gran revelación. Mozart es para él todo, todo se lo debe a Mozart y el Don Juan provee los patrones sobre los que se modelará su vida estética. Para el melómano, Don Juan es el llamado mismo del placer, el movimiento del deseo, la embriaguez triunfal del goce, la respiración del amor, el murmullo de la tentación. Estas palabras con que se refiere a la obertura de esta ópera en páginas de In vino veritas reflejan el concepto en que Kierkegaard tenía a esta música entre sublime y sustancial, sugestiva, pero al mismo tiempo reveladora del ser mismo de la idea. A ella y al personaje de Don Juan dedicará sinnúmeras reflexiones en sus obras y en sus diarios.
¿Quién es Don Juan? Don Juan no es un quien, es una idea, aparece en la Edad Media, época de representación, en el momento en que se da la mayor oposición entre espiritualidad y sensualidad: la Baja Edad Media, época de contrastes cuando el entero aparece siempre desdoblado en figuras pares, toda va de a dos y así va Don Quijote con Sancho Panza, Fausto con Wagner, todo Rey lleva su bufón y Don Juan lleva su Leporello. Don Juan es una idea: el deseo, el que ya ha tenido su expresión más primitiva en el paje de Fígaro o en Papageno. Pero en Don Juan el deseo es lo absoluto, es sano, vencedor, irresistible, demoníaco. No es el anhelo de un individuo sino el anhelo como principio, espiritualmente definido como aquello precisamente que el espíritu excluye; porque aquí lo demoníaco es lo puramente sensual, simple y entero, pura explosión que avanza de deseo en deseo. No duda, no piensa, tampoco seduce, no es más que la vivencia del momento, pasible de repetición sin fin. Por eso el objeto de deseo es la mujer abstracta sin definiciones de cualidades, repartidas en los países del mundo en número de 1003, cifra, casual, inconclusa en marcha que sólo dice de una serie infinita.
Kierkegaard explica porque Don Juan no es un seductor: le falta la conciencia, la reflexión y la astucia. No hay ningún plan preconcebido, no hay tiempo por delante para preparar la intriga ni tiempo por detrás para tomar conciencia de la acción. No hay tampoco un individuo que sostenga eso que es una pura fuerza y como tal expresable sólo a través de la música que en la ópera de Mozart se brinda como movimiento mismo del deseo.
Es por eso que cuando la acción promete entrar en la esfera de las definiciones éticas, Don Juan debe morir. Su vida, dice Kieerkegaard. “ es espumosa como el vino”, y debe morir de forma sobrenatural, enfrentado a un fantasma, el comendador: sólo un puro espíritu puede someter a esa pura idea. Muerte magnífica, espectacular, mágica, que escapa como todo demoníaco al mundo de lo fenoménico: se abren las entrañas de la tierra y don Juan desaparece como la espuma del burbullente vino. Si tuviéramos otro desenlace, Don Juan esposado, encarcelado y de alguna manera burlado como en la pieza de Moliére, eso sería lo cómico, caería en lo ridículo, cualquier desenlace del orden de lo cotidiano, la conciliación o el castigo, haría decaer a la obra desde la cima de lo sublime hasta las llanuras de lo cómico.
El joven Sören embriagado con la música de Mozart, fascinado con la idea_fuerza que pone en movimiento, siente sin duda algún tipo de identificación. “Yo mismo he buscado ese foco- se refiere a esa dirección única donde convergen las fuerzas todas del yo-. Tanto en los mares sin fondo del placer como en los abismos del conocimiento traté de arrojar el ancla. También yo he experimentado el casi irresistible poder con que a veces un placer nos arrastra hacia otro…” (Diario 1935). Y unos años más tarde… ¿Cuántos son los años de bohemia, desenfreno?. Los biografistas creen que dos. Dice el autor en 1839: “Yo escucho de nuevo el antiguo canto de las sirenas” (Diario 1839).
Pero él no es una fuerza donjuanesca, una pieza toda entera, sino un ser desdoblado, más acomodado a la idea de Fausto, inundado por la duda, armado de la reflexión y de la palabra. Uno y otro, Fausto y Don Juan representan fuerzas demoníacas, ese poder de ruptura que se sustrae al mundo y sólo cuando se generaliza y abarca a los tipos comunes entra en la esfera de lo ético y lo religioso. Pero en el caso de Fausto esa fuerza no se agota en el puro impulso pues lo erótico llega a través de la reflexión y desesperación, seduce por la palabra, por el espíritu, al igual que aquel otro seductor, Eduardo, la criatura del propio Kierkegaard. Todas estas obsesiones son sus almas gemelas, enfermedades que él mismo padece porque “apenas uno desarrolla mentalmente una idea, cae en la cuenta de que la vive- dice en su diario de 1837 – (…) te participaba el otro día de una idea para componer un Fausto y sólo ahora comprendo que me describía a mí mismo; apenas leo o escribo sobre una enfermedad siento que la padezco”.
Hay permanentemente este vaivén entre las lecturas, las reflexiones y la vida misma, manías de hipocondríaco las califica el mismo. No podía ser de otra manera para alguien a quien repugnan los espíritus sistemáticos que gustan construir suntuosos palacios para luego resignarse a habitar en los subsuelos, los que no pueden decir nada de la vida. Pero ¿Cómo es posible saltarse la vida? ¿Desinteresarse del propio destino, de esa verdad para sí, una idea por la cual morir o vivir? La pregunta por esa verdad es el motor que lo coloca en tarea, por eso no es necesario ir a buscar a posteriori en la obra los vínculos con la vida del autor, porque esto es más bien el punto de partida, el reflejo de su propia formación, de su bildung. “Mi destino , según parece –nos dice- consiste en esto: exponer la verdad a medida que la descubra.” Su vida, entonces, es como el laboratorio donde a través de mezclas y composiciones geniales, pruebas y ensayos varios se va conformando su persona y su pensamiento. O viceversa, su obra como configuraciones imaginativas que despliegan para su vida el abanico de posibilidades, que vividas, decantadas, rechazadas o asumidas, trazan los rasgos de su personalidad o aportan a la tarea del conocimiento de sí, de la modelación de sí. Ambas direcciones se dan y se dan simultáneamente. Don Juan, Eduardo el seductor, Fausto, son ideas que nacen de pasiones, la pasión es lo esencialmente humano, no la razón.
En Don Juan es la inmediatez del deseo que sólo vive de su repetición infinita, que se lanza hacia delante por la sola inmensidad del impulso, siempre triunfador, nunca reflexivo. En Eduardo el deseo se ha domesticado y serenado, contenido por las redes del intelecto, todo es astucia e intriga puestas al servicio de la seducción. En todos los casos el autor ha experimentado en carne propia. En el primero cuando arrastrado de un placer a otro no hallaba reposo y se quedaba con el tedio, era el fastidio, la certeza de que no era más que un entusiasmo ficticio.
En el segundo, la pasión se ha retirado, no queda tampoco nada, sólo los arabescos del intelecto. Con Fausto es otra cosa, si con Don Juan el joven esteta en los años de su vida bohemia, distraído en el goce de todos los placeres, sintió como una atmósfera envolvente el llamado de la sensualidad expresado en música, con Fausto se trata de su propia imagen espejada, figura que lo atrapa porque lo conduce inconscientemente a un encuentro con su propio yo.“También yo he gustado los frutos del árbol de la ciencia y ¡cuántas veces me he regocijado con su sabor! Pero dicho goce sólo existía en el momento de conocer y no dejaba en mí huella profunda” (Diario 1835).
Es cierto que Fausto es una réplica de Don Juan pero por el hecho mismo de ser una réplica debe ser algo totalmente diferente aún en el estadío de la vida en que pasa por ser un Don Juan. En su caso no hay nada de inmediatez. Fausto deviene un Don Juan y en ese movimiento del devenir está el secreto de la diferencia. En él todo es reflexión, avance desde lo otro, desde la decepción. Si Don Juan se mueve de satisfacción en satisfacción, en Fausto es más bien la insatisfacción y el tedio los que impulsan la búsqueda incesante de lo otro. Su estación en el mundo de las sensaciones no es más que una deriva, la búsqueda de un reposo, alguna dosis de inmediatez para esa alma desganada por la reflexión. ¿Cuál es la enfermedad que aqueja a Fausto? La falta de inmediatez. Margarita, esa muchacha inocente, plena de fe, confianza y esperanza es el tónico que puede reanimar ese alma seca. De esa sed sufre también K. , su Regina podría ser la savia vivificante si él se atreviera. Pero vence la melancolía que él teme que se contagie, que se expanda como un virus, la que le sustraería a su reina toda la inocencia, toda la serena confianza de quien vive en lo espontáneo.
¿Cuál es la enfermedad de Fausto? La duda, mismo virus corrosivo instalado en su persona , hecha manifiesta en los quizá también 1003 interrogantes, indefinida cifra en que se debate su vida. Esto no es cosa de un estadío, sino cosa de una vida, rasgo permanente de la personalidad de quien tiene en Fausto el dios de la duda como los griegos tenían en Mnemosine la diosa de la memoria; para quien Goethe ha cometido un sacrilegio, contra la idea al hacerlo convertir igual que Merimeé a Don Juan. Porque si Don Juan debía terminar para no volverse cómico en el infierno que se le abre a los pies, Fausto debe terminar en el mismo infierno que se le abre en el alma, en el que ya se encuentra antes del pacto y del cual ni dios ni Mefistófeles pueden liberarlo en razón de su incredulidad. Él sabe desde siempre que el diablo lo engaña pero en eso no hay nada que hacer, está entrampado y su mal empeora como el del enfermo que ha caído en las manos de un charlatán. Sin embargo, reconoce Kierkegaard, hay que admitir que ha dado un paso positivo al dirigirse al diablo porque estaba en la oscuridad y se entregó a él para ser iluminado. Es un paso positivo aunque tras él permanezca en las tinieblas y continúe debatiéndose en la duda, porque era lo único posible. Dirigirse a dios le estaba vedado pues ello implicaría renegar de su condición de incrédulo, renegar de la idea (Proyecto de carta a un naturista danés, diario 1/6/39).
Es interesante para comprender la fuerza que esta idea tiene en su pensamiento, señalar que aparece en su Diario con una diferencia de dos años. Don años antes se aventura a una comparación de Goethe con Hegel. Ambos habrían concluído en una reconciliación completa con el mundo, lo inverso de la ironía, lo inverso de lo que opera lo demoníaco. Hegel fecundado por el cristianismo le quitó el elemento humorístico y así se reconcilió con el mundo y así también cayó en el quietismo.
¿Pero qué es esto del humorismo? Kierkegaard hace una diferencia entre ironía y humor, la una trabajaría en el tránsito de lo estético a lo ético, el otro en la vía que va de lo ético a lo religioso, aquella se vincula con el tema de la indefinición, del vaivén y de la posibilidad, éste con el pecado. Pero hay ciertos componentes que se hallan en ambos conceptos. Y estimo que acá en este caso quizá se confundan. En otra página del diario del mismo año (23/1/37) escribe: “El hecho de que el Cristianismo no haya superado el principio de contradicción muestra precisamente su carácter romántico. ¿Qué ha querido aclarar Goethe por medio del Fausto sino este principio?. Podemos comenzar a hilar: El cristianismo es contradicción. Fausto es un héroe romántico porque se debate en la duda y no resuelve –al menos como lo entiende Kierkegaard- si es que quiere salvaguardar la idea. Con Goethe es otra cosa, meses más tarde se va completando la idea, esbozos de la lucha antihegeliana, delinea el concepto del humor, ahora contrapuesto al sistema. El humor a los filósofos les abre los ojos sobre lo inconmensurable que jamás captarán con sus cálculos y por eso desdeñan, porque el sistemático cree poder decirlo todo y lo que no puede decir porque no comprende lo rebaja a secundario. En cambio, el humor vive en la plenitud y siente lo inefable, por eso le repugna escribir. Estamos acaso cercanos a Sócrates, aquí no lo menciona pero sin duda piensa en él, entonces es posible confundir, asimilar ironía con humor.
Pero volvamos a Hegel. Hegel fecundado por el cristianismo y por tanto, romántico también él en su despertar, habría terminado paralizando el cristianismo en el sistema. Transformado en un momento necesario le habría sido borrada la contradicción, en suma la vida. Otro tanto habría hecho Goethe con su Fausto al convertirlo. Kierkegaard llama la atención sobre el largo tiempo transcurrido entre la composición y la publicación de ambas partes de la obra. Toda una vida consagrada, probablemente a pensar la manera de frenar la tempestad desencadenada. Es para calmarse a sí mismo que Goethe opta por hacer de Fausto un converso. Pero Kierkegaard no se deja llevar por estas calmas impostadas, estas falsas mediaciones que no hacen sino traicionar la idea.
El Fausto original, el de la leyenda medieval, es un ser no reconciliado, y en esto repite el drama de Sócrates. “Así como éste expresa la separación del individuo del Estado, aquel representa al individuo sustraído a la guía de la Iglesia y abandonado a sí mismo” (Diario 1837). Lo trágico consiste en la imposibilidad de hacerse comprender y en ello coinciden el humor y la ironía pues ambos se asientan en una falta de familiaridad, es el efecto también de una voluntad de separación, ese elemento demoníaco que aqueja a Kiekegaard y a los personajes que son sus obsesiones: las excepciones, los elegidos, aquellos a quienes sólo el pecado salva, aquellos que sólo a través del pecado pueden dar el salto. Después de tantos interrogantes acerca de su persona y de su aguijón, se aventura a concluir que acaso los pecadores son los elegidos del señor, pues tal es la imperfección de todo lo humano que no se posee el objeto del deseo sino por su contrario: el melancólico es el que está mejor dotado de un sentido cómico; el voluptuoso a menudo posee un sentido idílico; el libertino, sentido moral; el que duda, sentido religioso, pero sólo a través del pecado se descubre la beatitud.” (Diario 1841)
Entonces estas identificaciones no son más que un ponerse las máscaras, un probarse a sí mismo en los distintos roles, porque como él mismo dice su actividad de escritor es su propio desarrollo, su tarea de formación, y a la inversa, también es su vida la que modela su pensamiento. Estos personajes, distintas categorías de estetas, son los trajes que Kierkegaard, ensaya para avanzar en el conocimiento de sí al encuentro de su personalidad, pues él mismo confirma que lo estético es primitivamente su elemento: “Yo siento que soy un erótico a un grado extremo”. La idea del estadío estético se modela en su pensamiento a través de su experiencia personal y del contexto histórico. Una época signada por la influencia romántica, sobre todo el romanticismo alemán, que tanto lo atrae, cuyas lecturas tantas horas ocupan de esos primeros años de formación, un Solger, un Schlegel, los que luego serán también objeto de críticas acerbas que serán también autocríticas. El romanticismo primero, como el agua vivificante que llega para rejuvenecer un mundo mustio y deshidratado por sobredosis de razón y sistema, el romanticismo es lo rebosante de la vida, lo que escapa a todos los cauces y a todos los límites. Y sin embargo, tambien el romanticismo como una enfermedad incurable que arrastra su cáncer: la conciencia desgraciada. Kierkegaard lo entiende como el elemento en que las dos partes de una idea se hallan una respecto a la otra como separadas por algo que les es extranjero, algo roto, desgarrado, nunca satisfecho, como sus personajes, como él mismo, pura disonancia. La categoría del estético, inspirada en el héroe romántico, resume en sí esa imposibilidad de hallar alguna forma en la cual reposarse, pura dialéctica, sin conciliación, eternamente huidiza, perpetuo movimiento de retroceso, un puro comienzo como Sócrates, el maestro.
Uno a uno se van delineando sus rasgos en esa pintura del esteta que es una larga carta, llamada O bien… o bien pues no podía ser otra la forma adoptada por un romántico que quiere hablarse a sí mismo y él mismo nos explica por qué. No vaya a ser que el lector que somos nosotros y el propio escritor, tan versado como se siente para hablar de todo en general sin involucrarse sin embargo en nada, haga como el rey David que quería comprender pero no quería comprender que se refería a él la parábola que el ángel le relataba. La forma epistolar le brindaba el tono adecuado de advertencia, un llamado de atención a los oídos distraídos, obnubilados en eternos desvaríos.
Entonces cuando uno se da cuenta que es al propio autor que el autor se dirige todo parece iluminarse mucho mejor que cuando para ello nos zambullimos en las muchas obras que sobre Kierkegaard se han escrito, donde más bien me parece que cada uno en lugar de dejarlo hablar y escucharlo lleva agua para su propio molino –sobretodo autores cristianos, creyentes, seguros de su fe, que o bien lo quieren amarrar a su orilla y entonces lo tuercen o bien lo juzgan como si su deber fuera ser cristiano y entonces toman de él una parte y el resto lo rechazan como el error y como si Kierkegaard necesitara de ellos para que le digan como ser cristiano.
Escucharlo, entonces, porque esta obra es un concentrado de todas las categorías que el dialéctico despliega, combina, vincula o contrasta y termina por asimilar, pero categorías sobre todo que el hombre vive, experimenta en propia carne y alma. Si uno lee la II parte de O bien… o bien en forma paralela a los diarios de los años correspondientes a su composición, halla sin duda una notable coincidencia de ideas recurrentes que desaparecen y reaparecen como leit-motivs desde distintos abordajes y con variados desarrollos producidos al ritmo de las experiencias vividas. Pero hay sin embargo una diferencia de tono. En los diarios es siempre el individuo desgraciado, escindido quien se interroga por su destino, que se lamenta o que se complace con las marcas de su personalidad. En O bien.. o bien, es el juez, el consejero que se dirige a sí mismo en un ensayo de autocrítica que implica una crítica simultánea a ese tipo humano que es el poeta, el ironista, el separado de la comunidad y a una weltanshaung, una vision de época, la romántica, signada tambien por la escisión y la rebelión del mundo.
Con ciertas reservas, porque la oposición a Hegel es medular, podemos decir que Kierkegaard se vale del romanticismo para hacer la crítica de Hegel y se vale de Hegel para hacer la critica del romanticismo; ese salto de deseo en deseo, ese perpetuo diluirse en el ensueño, una pura bruma, nada de positivo.
Luego, la cuestion central es el tema de la elección. Después de haberse ocupado largamente de la pintura de los eróticos musicales y de los eróticos no tan musicales, los reflexivos, los especulativos, siempre agobiados por el peso del intelecto y de la duda, Kierkegaard dirigiéndose ahora a sí mismo se insta a la elección, a devenir, porque esteta es el que es, pero el ético es el que deviene. Esta elección no implica ninguna valoración ética, no se trata de ningún deber ser; Kierkegaard no propone una determinada elección sino una elección a secas por el bien o por el mal. Eligiendo se deviene, se define, deja de ser una simple interrogación, deja de ser en esa gran elocución que es la vida humana, como le gusta imaginar a Kierkegaard, tan solo una de sus partes subalternas, adjetivo, interjección, conjunción; deviene por fin sustantivo, verbo activo. “Mi vida – dice en su diario jugando con las imágenes de la lengua- se ha acostumbrado demasiado al subjuntivo. ¡Haz, oh Dios mío, que posea una fuerza indicativa!” (Diario 1/10/37).
Y este es el leit-motiv, la perpetua vacilación; ser abogado para así agudizar su sagacidad para las múltiples complejidades de la vida hasta elaborar una historia organizada de los ladrones, o bien convertirse en actor para así “bajo la ajena investidura obtener un sucedáneo de su propia existencia”, una manera quizá de distraerse con esos cambios exteriores de trajes y maquillajes. Pero sobre todo para ver si por ese camino podía hallar una vida plena no limitada tan solo al conocimiento. Se superponen interrogantes: al de abogado o actor, el de actor o pastor, ser cristiano o poeta para poder cantar al cristianismo. El cuenta que lo ha probado todo, que ha buscado la idea, el faro que pueda guiarlo “en los mares sin fondo del placer como en los abismos del conocimiento” pero siempre nada más que el entusiasmo ficticio, pasajero, el tedio. Y ahora que amonesta al amigo desconocido, hace teoría, digamos más bien balance de todos esos sentimientos, de esas actitudes de un ser infinitamente voluble e inapresable para quien la vida es un desfile de máscaras, pura e inagotale diversión, para quien no se deja conocer porque solo se expresa a través del engaño. Por que solo en el engaño puede respirar; porque sólo en el engaño piede impedir que la gente se le acerque demasiado y moleste su respiración.
A esos seres múltiples, cuya personalidad se dibuja en esas 1003 máscaras con que gustan ocultarse, con que se ejercitan en el enigma, los llama Kierkegaard seres demoníacos; son seres que se agotan en la consideración de las posibilidades, las que barajan incansablemente como una mazo de naipes que cuanto más numerosas mejor. Kierkegaard compara este desparramo, esta ostentación de posibilidades con el caleidoscopio. Pero hay algo más: a la indeterminación del número se suma en estos casos el goce demoníaco en la vacilación y la alternancia entre los elementos más marcadamente opuestos. ¿Qué es sino esa inclinación alternativa entre pastor y actor? ¿Y luego la aparición de esa otra vocación de abogado?
Y así se agota el demoníaco en estas mil vueltas que da alrededor de la existencia, porque él no puede elegir. De tanto mostrarse enigmático se ha vuelto enigmático para sí mismo. Si elige será una elección estética como efecto de algo que le viene de afuera, un relámpago, un coup de main, un abracadabra de palabras que le son caras. Pero eso no es elegir porque elegir es elegir eticamente por el bien o por el mal, entonces prefiere abandonarse, espera que todo se derrumbe para volverse triste.Y Kierkegaard advierte, él, que se sabe y define como melancólico, advierte al amigo desconocido que no se entusiasme con la palabra que sin duda le parece simpática. Porque aunque por esos días el ser melancólico daba cierto prestigio, él tiene una idea del todo diferente y adhiere más bien a una vieja doctrina de la iglesia que colocaba a la melancolía entre los pecados capitales. Esto es grave porque trastrueca toda la concepción de la vida del estético, una concepción de la que podría trazarse una breve síntesis diciendo que para el estético no importa si uno elige el bien o el mal, ni aún si elige o no elige, no importa tampoco si la vida es dolor o felicidad, solo cuenta si se es bastante artista para gozar de su espectáculo. Todo es objeto de burla, todo se vuelve risa. Melancolía entonces, según concluye Kierkegaard en páginas de su diario no es más que una forma de frivolidad y cuando habla del aut-aut, el o bien o bien, completa: es el pecado de no querer profunda y sinceramente y por tanto la madre de todos los pecados.
El melancólico no puede elegir, el melancólico no puede amar, no le queda entonces más que desesperar.Y es bueno que desespere porque la desesperación es una de las formas de la vida estética, pero una forma superior, la última, aquella en la que se ha incorporado ya la conciencia de que la base de su vida es inconstante. El espíritu se ha elevado y ha comprendido la vanidad de todas las cosas pero no hace nada y se entrega por momentos al goce para darse cuenta al instante de que todo es efímero y vano y permanece entonces contemplativo dejando que todo pase sin impresionarse con nada. Es bueno desesperar porque es indicio de que ya se está en camino hacia la ética. Pero cuanto mejor es el licor que embriaga más difícil la curación y ésta, la desesperación es la más preciosa embriaguez. Tan atrayente, tan sentadora, da elegancia a todo el cuerpo, a la manera de llevar el sombrero, a la mirada altanera; la fuerza que posee es más fuerte que la fuerza humana. Kierkegaard va así pintando uno a uno los rasgos del melancólico escrutando en los recovecos de su propia alma, y hace eso con sus dotes de fino psicólogo para penetrar a fondo en lo recóndito de ese ser demoníaco, develando todos sus secretos y poniendo de manifiesto todos sus ardides.
Pero Kierkegaard, poeta, transforma ésta, que pretendía ser una crítica de la vida estética, en un canto, una cuasialabanza que hablando de la embriaguez más preciosa embriaga al propio lector a quien contagia esa fascinación que él guarda por los rasgos de su personalidad. Kierkegaard es ante todo poeta, y como poeta permanece y debe ser leído tal como el mismo quiso ser leído, como poeta del cristianismo si es que no lograba por el salto de la fe llegar a ser un verdadero cristiano, Poeta pese a toda su defensa de la vida etica, porque el suyo es un camino de excepción y así se lo dice a sí mismo a través del amigo desconocido. “Te perdono de buen grado, pues tu alma está siempre por demás conmovida y tu estás – según la certera expresión que tu mismo te aplicas – como una parturienta y, cuando se está así, no es extraño que uno sea algo distinto de los demás. (Estetica y ética, p.67)
Su destino es el del abeto solitario o de la boya marina que guía de lejos.Su destino es el del poeta, toda llena el alma de sufrimientos que su canto transforma en una bella música para los oídos de los otros. Ellos piden más de esa hermosa melodía sin darse cuenta que en ella se desangra el artista. Su destino es el de los frutos que se maceran en los márgenes para proteger a los del centro. Su destino es el de todos los seres de excepción que desfilaron por su vida y desfilaron por su obra. Don Juan, Fausto, Sócrates, Cristo, el deseo, la duda, la ironía, el maestro. En páginas del diario del 25 de abril del l949, Kierkegaard dice :”Dios sea loado: El desesperado, el ironista, halla su tarea, halla la idea por la cual quiere vivir, las mil figuras del caleidoscopio coinciden en una sola y única figura: será poeta”.
Bibliografía
Kierkegaard, Soren : Ou bien…ou bien, Paris, Gallimard, l943
- Diario íntimo, Buenos Aires, Santiago Rueda, l955
- Estética y ética, Buenos Aires, Nova, l959
Mesnard, Pierre: Le vraie visage de Kierkegaard, Paris, Beauchesne, l949
Whal, Jean: Etudes Kierkegaardiens, Paris, Librairie Philosophique, l949