La culpa de la rata
Aquel día venía caminando unas quince cuadras porque entonces que vivía provisoriamente en el centro aprovechaba las cercanías, la de los lugares cercanos –aquellos a que sin duda se refería su amigo Gastón, cuando vacilando entre los barrios de Florida o San Telmo siempre terminaba inclinándose por este donde le quedaba todo más cerca. Pero ¿más cerca de qué? Esa era la cuestión que a veces los enfrascaba en una discusión inútil. Claro ejemplo de relativismo individual porque por cierto cada uno tiene sus cercanías y lo que es cerca para uno es lejos para otro como bien entendían ya los griegos desde tiempos ultraremotos. Con su amigo Gastón siempre estaban en esas; nunca coincidían, al menos en eso de definir distancias. En todo caso ella quería ahora aprovechar estas cercanías momentáneas, diferentes de las habituales; como que la ciudad se le había invertido y ahora todo era al revés de antes.
Aquel día venía caminando unas quince cuadras porque entonces que vivía provisoriamente en el centro aprovechaba las cercanías, la de los lugares cercanos –aquellos a que sin duda se refería su amigo Gastón, cuando vacilando entre los barrios de Florida o San Telmo siempre terminaba inclinándose por este donde le quedaba todo más cerca. Pero ¿más cerca de qué? Esa era la cuestión que a veces los enfrascaba en una discusión inútil. Claro ejemplo de relativismo individual porque por cierto cada uno tiene sus cercanías y lo que es cerca para uno es lejos para otro como bien entendían ya los griegos desde tiempos ultraremotos. Con su amigo Gastón siempre estaban en esas; nunca coincidían, al menos en eso de definir distancias. En todo caso ella quería ahora aprovechar estas cercanías momentáneas, diferentes de las habituales; como que la ciudad se le había invertido y ahora todo era al revés de antes.
Ya estaba por llegar, en la esquina estaba el café de Los poetas donde la esperaba Ernesto que vivía por ahí y con quien no se veían desde aquel episodio de la rata que se avecinó y no se pudo otra que dividir la casa en dos y Ernes se quedó del otro lado que no sin casa pero sin computadora, y tan sordo de alma como era no pudo comprender y se enojó tanto, rojo e hinchado de ira... Ella lo vio tal cual, realmente violento, como él mismo se autocalificadaba y ella no le creía; lo sentía blando, con esa mirada suplicante, sus contorsiones casi femeninas. Ahora lo comprobaba: en todo ese despliegue de energía negativa, agresividad, rencor, había algo de incontrolable. En aquel momento fue imposible recomponer, acaso –pensó- pasados meses, años, el tiempo que salva pondría su manto y a otra cosa. Y precisamente eso era lo esperado ahora del encuentro, ¿reconciliación? o acaso ni tanto, acaso tan sólo tender el manto, aprovechar la oportunidad del vecinaje, sin ruido, sin casi palabras..
¿Qué quién era Ernesto? Un amigo, un amigo de toda la vida, que se había exilado en España, y ya en democracia pero no enseguida sino pasados unos años se le ocurrió volver ¿por qué habrá sido? No me lo pregunté, bueno se suponía, porque se vino con un amorío. En España había dejado a su última esposa y una hija pequeña, él las tenía por varios países y aquí vino a instalarse en casa de esta mujer con quien se había enganchado desde su función de periodista ya en una época en que las relaciones se armaban en la red. Ella tenía un piso en Barrio norte y allá fue a parar. La relación no carecía de turbulencias, él me contaba algunos episodios ¿para recabar mi opinión? No sé, en realidad el no tenía necesidad de opiniones, vivía en el círculo impermeble de su ego, él contaba por contar no más, él contaba todo, una tras otra las historias de su vida, él sufría diarrea verbal. Y así turbulencia tras turbulencia un día estalló y ella seguramente lo dejó en la calle porque así con sus bártulos al hombro se apareció en la casa de Daniela, su hija mayor con la cual algunos conflictos tenía por eso de los abandonos pero ella al fin después de tanto tiempo sin padre decidió aceptar, o acaso no tuvo más remedio, a ese ser que ya se había convertido en un casi desconocido después de veinticuatro años de ausencia. Difícil la convivencia, más entre padre e hija, más todavía con un personaje como Ernesto. Pasaron unas semanas, yo agradecía la buena disposición de Daniela pero temblaba, temía que no durara porque mi casa demasiado grande para las pocas -Mila y yo- que habíamos quedado, con muchos cuartos vacíos, instigaba a la ocupa. Y por su parte Daniela en situación de permanente colisión con el viejo, sufriente de su carácter invasivo y en estado de casa tomada, no paraba de insinuarle que mejor estaría en mi casa que era más grande y vaya a saber que otras cosas le decía que Ernesto no me contaba. Por suerte él amaba el centro y la cercanía de todas las cosas, el ruido ciudadano y esas vainas, a más que tenía su affair -que todavía lo soportaba siempre que se tratara de encuentros esporádicos- en el mismo corazón de la ciudad; yo por mi parte engordaba sus preferencias inventando inconvenientes de la vida en los suburbios. Pero el estallido no tardó en producirse. Daniela que también tenía su carácter, le dio el raje y una vez más Ernesto cargó sus bártulos al hombro y se apareció en la mismísima puerta de mi propia casa. ¿Qué decirle? Nada a Ernesto no se le podía decir no, entró y se instaló. Desde entonces comenzamos a sufrirlo, mi hija y yo, bueno yo, sobretodo porque no sólo la casa sino la computadora y no sólo su cuarto sino toda su persona deambulando por la casa toda no respetando intimidad ni propiedad privada, siempre con su cigarrillo en la mano al que siempre se le estaba por caer la ceniza, y ya era todo un tema el pedido de uso de cenicero, porque para él todo era una agresión y te miraba con esa mirada de pobrecito, a mí que nadie me comprende.
Pasaron algunos meses, quizás dos, de estoico aguante, cuando llegó el día de la rata, en verdad el día en que la descubrimos, pues ellas siempre están instaladas bastante antes del aciago día en que una las ve… ¡Qué impresión! Me acordé de aquél profesor de secundaria que le había explicado a Mila lo de las ratas, el por qué la gente tanto les teme, un animalito tan pequeño… Decía el profe que era un resabio atábico, trasmitido en los genes, que venía del medioevo, cuando las pestes.., cuando la rata aterrorizaba no por su poder de atacar sino por su poder de trasmitir, y claro por la asociación…, era la imagen de la muerte, la muerte con cara de rata. Me acordé de Mila cuando era niña que un día salió corriendo por ver un ratoncito salir de la chimenea, ella que nunca había visto uno ni sabido de pestes ¿por qué tanto susto? Y me acordé de la película Nosferatu, con tantas ratas pululando en el barco, enjambres, protuberancias de ratas ya hechas amigas y conviviendo, pero claro con marinos aguerridos y en extraños tratos con Drácula. Todos los recuerdos se agolparon para instalar el tema que por semanas ocuparía la primera escena de nuestras vidas. Nosotras -Mila, ahora ya pasando la adolescencia y yo- nosotras, poco expertas en el tratamiento de esos bichos, no sabiendo donde se ubicaba la criatura si en la cocina o en el comedor, para que de la cocina no pasara al comedor o del comedor a la cocina cerramos la puerta con llave, no que la rata supiera abrir la puerta sino que Ernesto no pasara de un lado al otro con su cigarrillo encendido que siempre estaba con la ceniza a punto de caer, y dejara la puerta abierta para solaz de la rata.
La casa quedaría dividida en dos partes equitativas. El no estaría sin alimento pues la cocina quedaba de su lado, claro que nosotras teníamos acceso con la llave. Esa noche perturbada por la eminente presencia del animalejo, al menos gozaría de mi computadora sin las consabidas interrupciones. “Me la prestas unos minutos sólo para un mail.” Ernesto no llegó, seguro había tenido un encuentro esporádico con su amorío pero tampoco pude sentarme tranquila a gozar de la computadora: la rata ocupaba la entera escena de mi vida y en eso me ocupé recabando información sobre trampas, venenos, vida y costumbres de las ratas. El ferretero al fin recomendó una combinación de ambas: un plancha pegajosa sobre la cual colocar la comida envenenada; era una forma de evitar que la rata se metiera en la cueva y la perdieramos de vista, cosa que luego pensé que habría sido lo mejor ya que una vez muerta la rata el tema fuente de conflicto fue el quien se deshacía del cadáver. Esa noche no dormí en paz, soñe con ratas, no una rata, miles de ratas, uds saben como son los sueños de exagerados, y….crueles. Ernesto apareció al día siguiente por la tarde.
Pero el no comprendió, hoy mismo, todavía no sabe de la rata -tanto ego y escasa escucha- y pregunta ¿qué rata? cuando yo le comento, trato de recordarle, a esa mente que ya no recuerda nada. Un día me decía: “a mí se me ocurren ideas brillantes pero no puedo realizarlas, tengo que hablar con un chabón para proponerle mi gran proyecto de un programa de radio pero no lo hago por lo que me pasa en la cabeza”.
- ¿Qué te pasa en la cabeza?
- Las neuronas alteradas, yo no lo llamo por eso al chavón.
- ¿Por las neuronas?
-Sí por las neuronas.
Y ahora ato cabos, las neuronas, son las que no le permiten recordar, porque …no se puede recordar lo que no se pudo comprender; a él nunca le cayó la ficha, él nunca supo de la rata. Yo le vi ese día las venas hinchadas, el sudor en la frente que iba cayendo por las mejillas no provocado por el trabajo sino por la ira, el enojo, la imposibilidad de digerir el hecho simple de una puerta cerrada bloqueando el acceso al resto de la casa entonces dividida en dos a causa de la rata, pero acaso también -deber de reconocerlo- para recuperar cierto grado de intimidad y goce no diferido de mis pertenencias, en fin de mi compu.
Ahora, a veces, retropectivamente, me pregunto: será que las neuronas alteradas de Ernesto habrán captado ese motivo secundario.
Marzo de 2006