La ironía kierkegaardiana
Una forma de comunicación
En la obra de Kierkegaard el concepto de ironía tiene un papel destacado, con él comienza, a él consagra una disertación, es el tema de su tesis doctoral, la ironía socrática, la ironía romántica. Obra escrita para académicos, se explaya sobre la ironía recogiendo opiniones filosóficas, contrastando, exponiendo pros y contras, ubicándola en estilo hegeliano en el conjunto de la historia universal. La ironía es una pausa, un momento a ser superado. El autor evalúa, mide, determina su componente de negatividad.
En Sócrates la ironía no logra alcanzar la idea, de nada le vale para relacionarse con el mundo, no enriquece su experiencia. Aparece la imagen de las nubes, inestables, difusas, las que adoptan todas las formas posibles pero no se estabilizan en ninguna. El ironista siempre está de viaje, su reclamo es que siempre se le repita la oportunidad, la libertad de recomenzar, se quiere negativamente libre, su entusiasmo destructivo supone aniquilar la realidad a la vez que su propia realidad.1
Una forma de comunicación
En la obra de Kierkegaard el concepto de ironía tiene un papel destacado, con él comienza, a él consagra una disertación, es el tema de su tesis doctoral, la ironía socrática, la ironía romántica. Obra escrita para académicos, se explaya sobre la ironía recogiendo opiniones filosóficas, contrastando, exponiendo pros y contras, ubicándola en estilo hegeliano en el conjunto de la historia universal. La ironía es una pausa, un momento a ser superado. El autor evalúa, mide, determina su componente de negatividad.
En Sócrates la ironía no logra alcanzar la idea, de nada le vale para relacionarse con el mundo, no enriquece su experiencia. Aparece la imagen de las nubes, inestables, difusas, las que adoptan todas las formas posibles pero no se estabilizan en ninguna. El ironista siempre está de viaje, su reclamo es que siempre se le repita la oportunidad, la libertad de recomenzar, se quiere negativamente libre, su entusiasmo destructivo supone aniquilar la realidad a la vez que su propia realidad.1
Entre los poetas románticos la ironía quiere operar a nivel del mundo; subjetividad exaltada que se siente omnipotente, niega la realidad histórica para dar lugar a una autoproducida. Su quehacer se resume en la frase: de la constitución de un mundo a la invención de un mundo. Pero es sólo un momento que se desvanece y no deja nada tras de sí, el poeta se pierde en el ensueño.2
Hacia el final de la disertación, aún bajo el signo de Hegel, Kierkegaard se inclinará a esperar que la ironía sea al fin dominada; asoma apenas la figura de Goethe como exponente de esa victoria. Abordaje desde el exterior, energía especulativa, punto de mira hacia el concepto, la obra encierra sin embargo gérmenes de desarrollos posteriores, obsesiones kierkegaardianas: la figura de Sócrates.
Pero en Kierkegaard la ironía es mucho más que un concepto, es una forma de estar en el mundo, una forma de comunicación, una tarea que requiere una actitud atenta, diarios ejercicios de escalas, trabajo de años puesto al servicio de la idea, una misión divina.
Por eso aquí no se tratará de conceptos, esto será un boceto; boceto dice de lo provisorio, de lo inestable, por cuanto lo propio del ironista es ocultarse. Más lo leo y más avanzo en la convicción de que es preciso renunciar a la facilidad. Esa lectura concienzuda, apoyada en notas, manía de estudiante, estupidez de investigador que cree que se trata de una vía de acceso libre de obstáculos hacia la verdad del autor. Me inclino preferentemente hacia las palabras extranjeras recherche, ricerca, research, que conllevan otro sentido, el de “rebuscar”, como quien manotea dentro de cajones llenos de papeles no clasificados y objetos varios, donde encontrar algo supone perder lo anterior, donde es preciso armarse de paciencia pero también de resignación, porque nunca es posible atar todos los cabos y siempre es necesario recomenzar.
Y ya en esto del abordaje comienzan a surgir las palabras claves para la pintura del ironista. “Repetición”, palabra cara a Kierkegaard, tarea a la que se consagra y a la que nos obliga si no queremos pasar por alto las claves del mensaje. Todo pinta como acertijo, la lectura de Kierkegaard es una aventura de la cual expulsaría, por amor al autor, a todo académico que no adhiriera a este seductor sentido de los vocablos extranjeros. “Rebuscar” supone repetir incansablemente la búsqueda, rechazar la lectura ingenua, literal, avanzar por los desvíos, convertirse en espía como el propio autor, mirarlo de reojo, contemplarlo desde atrás: su pasión por los afeites y las máscaras. Allí está nuestro ironista en su camarín, en la tarea del maquillaje.
Por eso aquí no se tratará de conceptos, el mismo Kierke-gaard advierte: “no esperar revelaciones, en mí todo es dialéctico”.3 Por supuesto no agradece la cortesía que alguien pudiera tener de adjudicarle una opinión, menos aún la cortesía de adoptarla; cada uno —nos dice— sólo puede arriesgar la propia vida; jugarse por una opinión ajena supone que uno no se ha encontrado a sí mismo, por lo tanto, falta de seriedad, motivo de risa.4
Con Kierkegaard nada vale tomar notas alimentando así la ilusión de que uno avanza en la captación de su pensamiento. Kierkegaard nos enseña una nueva manera de leer, de leerlo como si se tratara de alguien que está pensando en voz alta. Tomar notas, creer en su utilidad, no conjuga con la personalidad del autor. Nunca será excesiva la advertencia contra la tentación de sistematizarlo. Lo que de la gruesa disertación con sus 386 páginas y todo su tono académico podamos extraer acerca de la ironía no es más que un tanteo, un templado del instrumento, ejercicios de escala como dice el autor, nada decisivo. Cada obra clava un aguijón que envía a otra y ésta, en su calidad de primera, prehistoria de su pensamiento, a todas las demás; en ella se han sembrado temas y motivos que irán germinando al ritmo de sus mimetizaciones como visiones diversas en razón del ángulo de enfoque.
La escritura para Kierkegaard no es una manera de exponer su pensamiento sino una suerte de experimento cuyo cobayo es la persona del escritor, una manera de ir descubriéndose y dándose forma. “Lo que en el fondo me hace falta —dice— es saber qué debo hacer y no qué debo conocer, descubrir el propio destino, la idea por la cual desearía vivir y morir.”5 Nada pueden aportar las verdades objetivas, descubrirlas, construir con ellas un sistema, hasta ser capaz de enseñarlas a todos. No se trata de una materia enseñable sino del modelaje de un mundo donde poder vivir. Kierkegaard no deja de rehuir la inclinación del pensamiento especulativo de empeñarse en la construcción de edificios palaciegos para finalmente resignarse a habitar en el subsuelo.
Dicta también una propuesta para el lector, no pretender asir su pensamiento para estamparlo en un albúm de recuerdos; a Kierkegaard sólo se lo puede acompañar en sus desvaríos o movimientos dialécticos pero sabiendo que se corre el riesgo de perderse, probablemente sólo porque él habrá girado hacia otro lado. Sus dotes de bailarín hacen que la más leve partenaire le parezca pesada, por eso no baila, teme que la torpeza del otro pueda inmovilizarlo, por eso prefiere ser una boya en el mar que guía de lejos pero que todos esquivan al pasar, o el abeto solitario que no echa sombra.
Si no se trata de conceptos, si con Kierkegaard es imposible proceder a un extracto de pensamiento, sólo nos queda mirarlo, observarlo desde lejos, acompañarlo en su danza. El telón se levanta, el ironista aparece en escena. Como nuestro personaje, nos transformamos en espías. Para el caso es mejor que todo ensayo de investigación. Kierkegaard está convencido de las virtudes de la mímesis, facultad de adoptar el tono, los modales, el ritmo de aquello de que se habla, pero cuando habla del ironista, habla de sí mismo. El autor es el ironista que se muestra y se esconde. Conocerlo supone también conocer la ironía, hay que saber ser espía, colocar bien el ojo, la dificultad mayor es lograr captar aquello cuya esencia consiste en ocultarse. También nosotros nos mimetizamos, el camuflaje es la mejor vía de abordaje. El telón se levanta, pero el autor, nuestro hombre, todavía se halla en el camarín, nosotros miramos de lejos, somos los espías. Sören se halla ocupado en la selección del vestuario, prueba los maquillajes, discute consigo mismo los detalles del rol. Toda su obra puede leerse como una antología de juegos teatrales.
Kierkegaard, que tanto se debatía en la equívoca alternativa de pastor o abogado, abogado o actor, amaba naturalmente las máscaras y los disfraces. Uno a uno se probaba los trajes de esos innumerables personajes que su escritura ponía en escena para contemplar o escuchar desde otros momentos los efectos que producía en sí mismo. Sócrates era sin duda entre esos personajes una obsesión. Adivino que le hubiera gustado usar su nombre como seudónimo si no fuera por lo presuntuoso y carente de hermetismo. Los seudónimos deben cumplir dos condiciones: ser una pura invención, luego moverse en la frontera entre la revelación y el enigma. El nombre de Sócrates es como una mónada cerrada en sí misma, única y mítica, que de una vez lo dice todo.
Kierkegaard, como los niños, adopta las mañas de los personajes con que juega. Sócrates lo obsesiona desde la juventud, a él dedica su tesis doctoral, pero se trata de una mirada profesoral. Joven aspirante a doctor que debe cumplir expectativas académicas, todavía demasiado hegeliano, asoma apenas un tímido Kierkegaard que no obstante concentra aquí nudos de desarrollos posteriores. Pero no se disfraza de Sócrates, sólo lo observa y lo estudia según normas académicas. Más tarde se dará cuenta, entonces vestirá sus ropas para salir a la calle y pavonearse por la plaza para imitar sus gestos, o en los momentos de intimidad y recogimiento cuando se evocan los espíritus familiares y se habla en voz baja, entoces adoptará su tono y su voz. “Pero pienso que por este camino no adelantaré contigo y además mi cabeza es, si quieres, demasiado débil para soportar un continuo deslumbramiento ante los ojos, o como creen, demasido sólida para encontrar placer en ello. Abordaré pues la cuestión por otro lado.”6
Como Sócrates, teme marearse con los vaivenes de la dialéctica; como Sócrates, busca recomenzar, repetir infinitamente el acto iniciático, arrojar mil veces los dados para abismarse y regocijarse en cada transfiguración. La mayéutica como método no para dar a luz las ideas sino para alumbrar la experiencia única y singular, dialéctica cualitativa del instante la llama, la del salto. Pero “abismarse” es en verdad sin fundamento, ungrundlich, en alemán; y Kierkegaard dice que por la elección la personalidad se hunde en lo que ha elegido, pero entonces debe hundirse hasta el fondo de los fondos, como la Alicia del cuento, sin tregua, sin fin, en una caída infinita.
Hay una duda que atraviesa la persona de Kierkegaard. Abogado, actor o pastor, el seductor o el esposo, todas se resumen en una duda superior: estético o religioso. Es la duda de Kierkegaard o nuestra duda forzada por el ansia de fijarlo en categorías. Kierkegaard aporta su aclaración. Por supuesto no es tan tonto para creer que un escritor pueda explicar su propia obra. Pero entonces qué es Mi punto de vista. Acaso una manera de crear más confusión en el asunto, o quizás una manera de alertar acerca de las dificultades: “No es tan fácil la tarea de lector”.7 Kierkegaard alerta contra las soluciones fáciles. Una solución fácil, asidua tentación de eruditos ávidos de sistema, es emprolijar los tiempos. Kierkegaard sería un esteta que deviene un religioso, su obra el testimonio de ese desenvolvimiento y el desarrollo mismo. La otra, hacer una división bipartita entre la obra bajo seudónimo y la obra firmada: sólo ésta sería auténtica. Pero Kierkegaard, que nos habla de muchos autores, habla también de un solo autor y advierte: el estético y el religioso están desde el comienzo hasta el final. No hay derecho a cometer reduccionismo. La obra de Kierkegaard debe leerse a la vez literal y alegóricamente, digo, irónicamente.
Importa el subrayado, desde el comienzo hasta el final porque el mismo ironista aporta en el debate de aquellos que quieren catalogarlo: ¿estético o religioso? Responde que la ambigüedad se da desde el inicio sin solución de continuidad. No hay el poeta que deviene hombre de fe. Hay un deseo, salvaguardar las tierras del señor y desde esa tarea toda búsqueda se vuelve estilo. Sócrates, el despertador de las almas, también buscaba su estilo. Sócrates fue su obsesión también desde el comienzo hasta el fin. Nosotros, los espías, lo vemos frente al espejo, vistiendo sus trajes, ensayando sus gestos, adoptando su lenguaje, corrigiendo aquí y allá, discutiendo algunos detalles del rol. Kierkegaard prepara su próxima representación. Esta vez hará de Sócrates: remeda el tono de su voz, sus gestos, sus posturas. Nada le parece suficiente para las dimensiones de su personaje, todo debe recomenzar. Su consigna es trabajar en el arte de hacerlo todo difícil. El ironista tiene un padre que se llama desafío pero una madre que se llama ambigüedad y como tal es resistencia, aquella que no se deja atrapar en la cuadrícula de los catálogos; en posesión de una movilidad demoníaca hace de su existencia una huida infinita.
Kierkegaard insiste en que la duplicidad es consciente, es la distinción dialéctica del autor. Reacio a las explicaciones en términos de un proceso progresivo, advierte que el cambio es simultáneo con el principio, nada hay semejante a un desenvolvimiento paulatino. Ello podría hacer pensar que la religión y el cristianismo son cosas a las que se recurre cuando se envejece. Tal ilusión se desvanece cuando se considera la consecución simultánea de las obras estéticas y religiosas. El esteta está allí para garantizar la juventud, pero no olvida que lo que ha de salir adelante es lo religioso.
Entonces se comprende que lo estético es un modo de comunicación. Por una parte, está el aporte del maestro: la mayeútica. Por otra, el sello propiamente kierkegaardiano: la comunicación indirecta. El escritor reconoce que en las obras estéticas hay un componente de mistificación o engaño pero sólo como medio de evitar un malentendido o entendimiento apresurado; tomado como fin en sí supone una falta de seriedad. Kierkegaard explica porque el comienzo debe ser estético. La cristiandad es una prodigiosa ilusión y a partir de una ilusión nada puede construirse; es preciso dar un paso atrás, acercarse en silencio, no vociferar declarándose cristiano y arremetiendo contra los demás. De ese modo se corre el riesgo de ser tildado de fanático, de que su cristianismo sea tomado como una exageración y, por lo tanto, de no ser escuchado.
Eso también es falto de seriedad, porque estando al servicio de la idea debe procurarse por todos los medios que los demás lo oigan, es necesario llamar la atención. El actor aparece en escena, es preciso comenzar con el silencio, no hacer gran alboroto diciendo “aquí estoy yo”, el ironista debe acercarse en puntas de pie, si es posible desde atrás, dirigirse a la ortodoxia bajo el supuesto de que ellos son los auténticos cristianos. El método indirecto lo resuelve todo dialécticamente, luego se retira porque el actor es siempre tímido. Es además el secreto del arte de ayudar a los demás, encontrar el lugar del otro y comenzar desde allí, ante todo entender lo que el otro entiende. Crear una atmósfera de confianza que le haga pensar que es él quien tiene algo que aprender; hacer de aprendiz, el asombrado oyente.
El aire de familia con el maestro es sorprendente. Sócrates también sabía avanzar desde atrás, desde el supuesto de que eran los sofistas quienes tenían la verdad; nunca se lo escuchó hacer mucho alboroto acerca de su saber, nunca tenía tampoco opiniones que verter, sólo una tarea: hacer que el otro se diera cuenta. No puedo obligar a una persona —dice Kierkegaard— a aceptar una opinión, pero sí puedo conducirla a que se dé cuenta, sobre todo inducirla a juzgar, que es la condición antecedente para aceptar una creencia. Como Sócrates, detesta los copiones; como el maestro, que prefería escabullirse antes de obligarse al triste espectáculo de que alguien adoptara su opinión, Kierkegaard prefiere ser la boya marina que guía de lejos pero que los navegantes deben saber esquivar.
Aquí no se trata de contenidos, el cristianismo no es un contenido, Cristo no trajo filosofía, Cristo es un modo de vida. Kierkegaard llama ciencia a eso cuyo meollo es la frase: el método debe ser indirecto. Se trata de una tarea, casi una artesanía, que requiere una atención alerta de años, a cada hora del día; la práctica diaria de las escalas, un paciente ejercicio de dedos en la dialéctica, adaptar permanentemente la táctica a la lucha contra una ilusión, y en todo esto un constante temor y temblor.
El autor admite que en la estética se encierra un engaño, de ahí los seudónimos, el gusto por las máscaras y los disfraces, la puesta en escena de los personajes, la comunicación indirecta a través de relatos, ese arabesco del narrar que no avanza por afirmaciones sino por proposiciones hipotéticas. Como el maestro, arriba a destino para retornar y recomenzar de cero. Se agolpan versiones y reversiones, escritura fragmentaria que busca confundir, Kierkegaard lo confiesa refiriéndose al autor de La repetición: —“él mismo vuelve a ocultar lo que ha descubierto, revistiendo el concepto con la representación correspondiente y dedicándose a jugar con ésta. Lo que le ha movido a hacer esto es difícil de explicar, o más bien, difícil de comprender, pues él mismo dice que escribe así a fin de que no puedan entenderlo los herejes”8.
Sin embargo, no hay que engañarse con el tema del engaño, todo es dialéctico. En esto también comparte las manías del maestro: la necesidad de comenzar de cero; también las mismas preferencias: el hombre de pueblo antes que los sofistas, un simple tendero antes que un académico o un pastor. El autor alerta sobre la diferencia entre el hombre ignorante y el hombre bajo ilusión. Con éste hay que empezar negativamente con una tarea de borrado, usar el líquido cáustico, y ello no se logra con palabras sino con silencios, un llamado de atención, una mirada desde lejos, un gesto mudo. Nuevamente el actor ha llegado a la escena, Kierkegaard prepara su próxima representación. Desde los pasillos crece el murmullo de los aplausos, el actor se debe a su público. Esto debe ser admitido si se acepta la hipótesis de la ambigüedad permanente, pese a las declaraciones del autor, pese al objetivo religioso, pese a la centralidad de la categoría de individuo.
Kierkegaard insiste en señalar que el ironista es un individuo y se dirige al individuo, no se puede ser irónico en masa. Pero la devoción hacia su público se expresa en el oído atento que presta a la recepción de su obra. A ella se refiere en un lenguaje más cercano al utilizado en el ámbito del arte dramático que al empleado en el espacio académico. Kierkegaard habla de éxito, favor del público, evalúa su representación frente a las reacciones del auditorio: “el traje era correcto”. En el fondo es un seductor que quiere subyugar, aunque declare que en los mayores éxitos sobrevino la ruptura. Kierkegaard nos cuenta una anécdota.9
Copenhague, 1845, invade la moda de la ironía de la mano de un periódico: El corsario; todos se hacen irónicos, había ironía de un extremo a otro. Si la cosa no fuera tan seria, sería lo más cómico del mundo. La gente no se daba cuenta porque la ironía no puede darse en la multitud, es esencialmente antisocial. Kierkegaard trae como testimonio a Aristóteles, quien decía que “el hombre irónico lo hace todo en atención a él mismo”.10 Nada más ridículo que una ironía en masa, ya que ésta implica aislamiento y una cultura intelectual específica, algo muy raro de hallar en cualquier generación.
Esta moda inundaba cada rincón produciendo un proceso de vulgarización que iba amenazando a la ciudad con una total desintegración moral. El autor adapta la táctica, deja las ropas del estético para vestir el traje de religioso. Sabe que bastaría dirigir unas palabras a ese órgano de ironía, El corsario, para invertir dialécticamente la situación transformándose en blanco de la burla y la mofa de aquellos adeptos a la nueva moda. El, el maestro de la ironía, se expone ahora a la risa de los otros y hay en ello algo de deliberado. “Entre la risa y yo hay un secreto entendimiento”,11 declara. Porque la risa, como el dolor, son vías de conocimiento. El traje era correcto porque el escritor religioso es eo ipso polémico, maniobra siempre entre las zonas de peligro, nunca descansa victoriosamente en el mundo, sólo el ser perseguido y buscado es prueba de que está en la verdad.
Así narra Kierkegaard los entretelones de la ruptura con su público la cual, no se produjo por orgullo o arrogancia de parte del actor, se defiende, sino en razón de una misión divina, quizá la misma que le atribuye a Sócrates, la cultura del sí, salvaguarda de la categoría de individuo, la celosa guardianía de las tierras del señor, ser el caballero de la fe. Pero el vínculo con el público no se rompe porque entonces el actor muere, y el actor no puede morir porque lleva esa misión divina que necesita de la temporalidad. Kierkegaard quiere realizar el cristianismo aquí en la Tierra y entonces todo se vuelve una cuestión de estilo, porque el cristianismo no carga doctrina, es un puro estar el Reino de Dios en la Tierra, una presencia divina, y esto Kierkegaard prefiere hablarlo con quienes sea posible darse a entender de lejos, a quienes sea posible hablar en silencio. Sabe que no todos tienen el oído educado, sólo espera sacar del atolladero a aquellos que puedan darse cuenta. Sabe que como autor debe estar a disposición de todos, hablar a la multitud, pero no con la esperanza de educarla, porque la multitud no tiene vida, es una abstracción, es una mentira. Sólo lo hace con la esperanza de que uno que otro escuche, salga de ese ayuntamiento y se transforme en individuo. El secreto, el silencio y las máscaras son los modos que componen el estilo para llevar a cabo la tarea.
Hablar de estilo siempre suena algo frívolo, como hablar de la búsqueda de un estilo cuando se trata del cumplimiento de una misión religiosa. Y sin embargo descuidarlo puede ser un rasgo de alto grado de superficialidad, pues el estilo es algo más radical que todo artificio técnico. Tiene que ver con ese algo singular, único, irreductible, esa marca propia, algo así como el residuo o sedimento de la propia tarea. Kierkegaard toma la palabra para despertar en sus lectores preguntas que aún se hallan dormidas. A la inversa de Sócrates, que practica la interrogación para extraer de sus interlocutores saberes olvidados, Kierkegaard se expone él mismo para hacer que sus lectores lo imiten, sus compañeros de muerte en vida, todos los que sean capaces de creaciones imperfectas, artificialmente póstumas, criaturas libres aún en vida del autor. Kierkegaard toma la palabra para rodear el silencio. Sus héroes y heroínas son todos poseídos por algún secreto; tiene pasión por estas figuras de excepción extrañadas de lo general, los elegidos para el dolor, con quienes comete la infidelidad de revelar sus secretos. Pero en esta infidelidad se teje su propia confesión; mascaradas de sí mismo, estos héroes y heroínas no son más que el pretexto para el aprendizaje de sí.
Desenvolver lo que se halla anudado, atar los cabos sueltos de la personal historia, para ello no vacila en desconstruir historias ajenas a fin de encontrar no lo que previamente se había ocultado sino lo aún inconcebido dentro de la gama de los posibles, lo que aún no ha sido realizado; todo se vuelve simultáneamente un hacer y un narrar, la escritura como un descubrimiento y creación de sí.
Pero nada termina revelándose, discurso que se quiere inacabado, fragmentario, multívoco. “Léase en voz alta”, reclama Kierkegaard, a sabiendas de que los sentidos y los matices se multiplican con las propiedades de lo audible. Estilo musical, una filosofía para ser escuchada, para ser leída en voz alta una y otra vez, convocada a la repetición que es el destino de toda música. El discurso fragmentario, como el aforismo, comparten con la música ese destino de repetición cuyo signo es ese entregarse maleable a la imaginación y atención de sus intérpretes, de los que sepan escuchar lo oculto y crear lo impensable; preserva tanto el misterio que enmascara como la libertad del oyente.
Un modo de estar en el mundo, casi desesperación
Hasta aquí la ironía como forma de comunicación. Pero la ironía es también una forma de estar en el mundo. Se impone entonces la pregunta: ¿quién es el que de esta manera se comunica, quién necesita del ocultamiento para hacerse presente? Pesa sobre él el ser una excepción, como otrora en la persona del maestro Sócrates: feo en medio del esplendor de la belleza griega, plebeyo como una mancha oscura destacando entre el brillo aristocrático, y por tanto único.
Esto aparece ya en el pequeño Sören, educado entre doctores, bajo el signo de un Cristo ensangrentado, la imagen sombría de un niño sin infancia cuyo único juego y única alegría consistía en poder disimular su triste melancolía. Niño que no ha gozado de ninguna inmediatez, desde el comienzo desdoblado, desde el comienzo pura reflexión. Este será siempre su aguijón, el no poder vivir nada desde la inocencia, a la manera del común. También desde el comienzo la ambigüedad, la ambivalencia de criterios para juzgar estas marcas del sí: ¿se trata de una condena o de una donación divina? ¿Y si yo hubiese tenido otro padre...?, se pregunta. Kierkegaard advierte contra los graves errores que pueden cometerse en la educación de los niños: no sembrar en ellos el temor, dejar que todo se desarrolle espontáneamente, cuidarse, sobre todo, de no hacer de un niño un adulto. Respira sin duda la nostalgia de lo no vivido, la añoranza de ser otra cosa.
Por momentos su aguijón será, en cambio, un estímulo para su tarea. Los lectores ensayan desciframientos de los signos. ¿Qué es el aguijón en la carne? Tal vez una anomalía sexual que lo hacía permanecer siempre extraño, que le impedía consumar toda unión. Quizá su melancolía silenciosa, esa marca de familia que teñía la realidad con una pátina de tristeza, de ella quiere salvar a Regina, asoma entre otras justificaciones, insistente, como justificación de su ruptura.
Es acaso la duda, el exceso de subjuntivo que desluce su tarea, o la demasía del espíritu, la reflexión, su pura cabeza. Cuando Kierkegaard se disfraza de seductor no deja de advertir el asombro y la incomodidad de sus víctimas, estarse frente a una personalidad de adelgazado cuerpo y monumental espíritu.
O es acaso como suma de todas estas marcas la ironía, la manera de estar parado con un cuerpo por detrás, sus lunares, sus jorobas, las fallas en la carne, y una manera personal por delante de hacerlas espíritu, el reverso de lo que se entiende por encarnación, el cuerpo hecho carácter, modo de ser que deriva de una táctica. Y hay que vérselas con el mundo, entonces una movilidad permanente, el goce por los vaivenes. Tal vez sea éste el sentido del secreto. Vale la pena recordar: “La ironía es un desarrollo anormal que, como el hígado de las ocas de Estrasburgo, acaba por matar al individuo”.12 Vale la pena subrayar la materia de la que está hecha la metáfora: la carne, las entrañas de la carne; sólo después de mucho atravesar la letra, después de muchos arabescos del mirar, puede uno toparse con este sentido de la ironía, un cáncer, un desorden que termina por engullir todo rastro de normalidad.
Pero quizá sea ocioso entretenerse en consideraciones de este tipo destinadas a optar entre alternativas: ¿es del orden del cuerpo o del alma?; decidir acerca de lo más originario, del lugar donde reside la esencia del aguijón, la sustancia sobre la que se sostiene la excepción. Porque ésta es, sin duda, parte del secreto, un secreto a medias develado como corresponde a todo secreto, porque no se posee un secreto hasta tanto no se hable de él. Sólo hablando de él aunque sea engañosamente se lo saca a la existencia, pero sin embargo éste nunca se devela. Hasta podríamos decir que no es Kierkegaard quien nos engaña sino el secreto que lo engaña a Kierkegaard, algo del orden de la existencia, esa zona oscura irreductible a la razón. Sólo queda, entonces, el recorrido de las sendas por las cuales el ironista ha dejado sus rastros, los personajes con los cuales se ha fascinado y ha construido una fijación, esos que aparecen y reaparecen, por ejemplo Fausto.
Y recordemos: cuando el ironista habla siempre lo hace desde sí, nada que ver con aquellos que hacen teorías y arman estadísticas de las cuales siempre se hallan excluidos no como excepción sino como partícipes de una reducida minoría de excluidos. El ironista sólo puede reposar su mirada fascinada en aquellas almas que se le asemejan, allí donde titila la clave se su secreto. Kierkegaard confiesa: “Lo malo es que apenas uno desarrolla una idea cae en cuenta de que la vive; te participaba el otro día de una idea para componer un Fausto y sólo ahora comprendo que me describía a mí mismo; apenas leo o escucho información sobre una enfermedad, creo que la padezco”.13
Veamos entonces cómo el hipocondríaco describe su enfermedad, cómo el ironista describe su personaje que es siempre su semejante. Fausto está atravesado por la duda. Todos conocemos la leyenda en la versión goetheana: un sabio hastiado de la ciencia quiere probar el aroma de la vida y que la naturaleza le revele sus secretos no como saber sino como espectáculo. ¿Desde dónde presenciar esa mudanza? Kierkegaard no se deja engañar por aquellos que creen decir algo inteligente cuando afirma que al fin Fausto deviene un Don Juan. Esto, que es verdad, nada dice en realidad si no se explica en qué sentido realiza el salto, por qué camino ingresa al estadio estético, y entonces lo que hay que considerar es que lo hace conservando todos los elementos del estadio anterior; su inclinación al mundo de las sensaciones llega después de una decepción, se le ha derrumbado todo un mundo, pero aún conserva la conciencia, la memoria de esas ruinas.
No parte de cero y por eso no busca lo sensual por el goce mismo, sino como la deriva necesaria de una búsqueda que lo agobia. Su alma quebrada por la duda no halla un lugar para reposar; entonces se aferra al amor, no porque crea en el amor, sino como solaz en el instante, como un lugar que le permita distraer su atención de la inanidad de la duda. Fausto es un Don Juan, salvo que de él le falta aún la serenidad y el goce.
Lo que busca no es el placer de la voluptuosidad sino algo del orden de lo inmediato. Exhausto, requiere de una fuerza joven que lo reanime y fortalezca, que inocule en su carne seca un poco de savia vital. En la persona de Margarita, joven simple e inocente, busca sin duda esa capacidad de lo inmediato para configurar la esperanza, la confianza y la fe.
¿Y por qué Sören siente que se describe a sí mismo cuando habla de Fausto? Todo no es más que una confesión, basta dar un vistazo a las páginas en que se describe a sí mismo. Desde niño, honda melancolía, pura reflexión, aferrado a sus dotes intelectuales, incapaz de toda inmediatez y de todo goce. Dice en su diario: “Con el alma desgarrada, incapaz de llevar una vida feliz en este mundo (...) por el procedimiento más natural y en la continuidad de la vida doméstica, familiar; ¿es acaso asombroso que presa de exasperada desesperación me haya aferrado únicamente al aspecto intelectual del hombre (...) que la idea de mis dotes intelectuales haya sido mi único consue-lo (...)?14.” Y para explicarlo más plásticamente, una cita del mismo Goethe: Halb Kinderspiele / O halb Gott im Herzen.
Si fuese necesario dar a la idea de Fausto un sentido universal éste sería el de la duda misma, un demonio de la duda así como los griegos tenían una diosa de la nostalgia. Por eso —dice Kierkegaard— es un pecado contra la idea el que Goethe lo haya hecho convertirse. Fausto, como Don Juan, no puede convertirse, esto va contra la sustancia misma del personaje. Cuando va al encuentro con el diablo en busca de iluminación, éste lo engaña y aumenta su duda. Sin embargo no puede dirigirse a Dios porque entonces habría de reconocer que Dios es la verdad y perdería su naturaleza de incrédulo. Fausto queda pues entrampado en su propia esencia, entrampado y aislado, solo con su pacto con el diablo. Como Sócrates separado del Estado, Fausto representa al individuo sustraído a la guía de la Iglesia y abandonado a sí mismo.
Alma desgarrada, todas son mitades, Sören se debate permanentemente entre dos polos. Está su duda vocacional: actor o abogado, abogado o pastor; está la duda acerca de si podrá ser cristiano, pues se juzga para ello demasiado intelectual y reflexivo. Como Fausto, se hunde en la desesperación que es la falta de finitud, aspiración de infinito que no reposa en ninguna positividad; enredado en la duda, se consume en las redes de lo posible. Sören se sabe dotado de una movilidad infinita pero añora cierto grado de sustantividad que le permita unirse de algún modo a lo general, ser algo más del común, no tan absolutamente una excepción.
“Es mi desdicha que toda mi vida sea una interjección; nada está fijo, todo se mueve, nada inmóvil, ningún inmueble”16 —se lamenta—, ¿cómo librarse del modo subjuntivo?, ¿cómo pasarse al bando de los hombres que poseen una fuerza indicativa, sustantiva? Pero en el fondo sabe que es inevitable. Kierkegaard ha descubierto los vínculos que envían del lenguaje al pensamiento y del pensamiento a la realidad que nos figuramos; nuestro lenguaje es el mundo en que queremos vivir. Aquí como en todo, la ambigüedad, porque prefiere la libertad del pájaro en la rama a la jaula del sistema. Como Fausto, prefiere quedarse solo, fiel a su pacto con el diablo antes de ceder y someterse al mundo de pastores y académicos. Como Fausto, buscará en el amor una tabla de salvación, un pie a tierra, la cuota de inmediatez que ventile la atmósfera viciada de la reflexión.
Pero ambos se retirarán con la misma certeza de no poder llevar esa vida fácil, en la espontaneidad de lo cotidiano. Es la desesperación de lo infinito que en Sören se expresa en la pregunta sostenida de si es posible conservar la eternidad del instante. Si Dios, para quien todo es posible, podrá devolverle lo sublime en la forma de lo sublime, si Regina seguirá siendo Regina.
Como Fausto, también Kierkegaard jugará peligrosamente con el pecado; seres solitarios escindidos de lo general, buscan el aislamiento para encontrarse a sí mismos. Encerrados en su desesperación demoníaca, no se dejan vencer sino más bien se afirman en su rebelión, entienden que el perderse es una manera de reencontrarse y por ello van en pos de sí en un eterno peregrinaje. Kierkegaard describe esta forma de desesperación-desafío como la acción de aquel que quiere crearse a sí mismo de la nada, sin reconocer ningún en sí. El desesperado se niega a endosarse su yo y a realizar su tarea desde ese yo, prefiere recomenzar de cero, no reconoce nada sobre sí, ninguna necesidad. Pero es un príncipe sin reino —advierte— pues no gobierna nada y siempre es posible el motín, el recomenzar, y todo depende de su sola arbitrariedad. Son los Fausto, los Sócrates, los Kierkegaard, los seres de excepción.
Luego está Antígona. Con ella el tema es el secreto; pero Antígona es mujer, por lo que, lo que antes fuera fascinación se transforma en pasión. Sören está enamorado, confiesa que ha pasado una noche con ella, pero teme haber abusado de su confianza, que detrás de sí ella se mantenga oculta con un gesto de reproche. Teme que ésta, que es su criatura, viva aún en la indeterminación y en la nebulosa.
Antes nos ha advertido sobre este boceto de Antígona. Se trata de un discurso fragmentario, artificialmente póstumo, imperfecto, no acabado, abierto a modificaciones. Y hay algo más, siendo la criatura una Antígona cuya dote es el secreto, la preocupación se desvanece, toda esta imperfección se transforma en virtud. Porque ella, una Antígona, se precisa en su misterio.
Y así todo el debate acerca de los componentes de libertad y destino que en la figura de la heroína se mantienen en una zona de penumbra se hace superfluo, porque es precisamente esa oscilación entre la culpabilidad y la inocencia lo que hace de ella una existencia viva. Ella hereda una culpa, la de la casa de los Labdacos, es el fruto de la unión incestuosa de Edipo y Yocasta, hasta aquí la versión griega. En la de Kierkegaard, Antígona es además la guardiana de un secreto, la única que sabe del espanto que se esconde detrás de la apariencia de serenidad en que transcurre la vida de Edipo admirado y venerado por todo el pueblo.
Lo que en un principio, durante la infancia, era un sombrío indicio luego se transforma en certidumbre que la precipita en la angustia. Y la angustia —explica Kierkegaard— es reflexión, es el órgano por el cual el sujeto se apropia el sufrimiento. Así compone su versión moderna de Antígona donde el sufrimiento, sentimiento pasivo casi inconsciente que pesa sobre una familia como un destino opaco, se transforma en angustia, energía del movimiento por el cual el sujeto singular se adueña de su dolor. Estamos en el plano de la subjetividad y de lo trágico moderno, el héroe solo con su dolor, encerrado en su aislamiento, recogido en su secreto.
Antígona no puede hablar porque aunque se mueva entre los vivos está un tanto ausente de este mundo, todo se desenvuelve en lo íntimo, en las profundidades de su alma; ella carece de la palabra con que el héroe griego se comunica con el mundo externo y halla en ello reposo y conciliación. Ella sólo descansa en su secreto, es la dama del silencio y en éste se ennoblece, orgullosa de haber sido elegida para el dolor y con ello salvar el honor y la gloria de su progenie.
¿Y por qué Kierkegaard se identifica con su criatura, esta versión modernizada de la mítica Antígona? La clave es el secreto, Sören también tiene su existencia marcada por un secreto: desde niño los indicios, luego la certidumbre. La horrenda confesión del padre que de muy joven, descorazonado por el sufrimiento y el hambre, sube a la colina y maldice a Dios, allá por las tierras de Jutlandia. El también fruto de una unión si no incestuosa, signada por la violencia. Todo esto, lo heredado, el recuerdo, la imagen del padre, la culpa, será ocultado con el mayor celo. Como Antígona, él también se sabe elegido por el dolor y el aislamiento.
Como Sócrates, como Fausto, como Antígona; ellos son los héroes trágicos, los que se maceran en los márgenes del embalaje para proteger las frutas del centro. En cada generación —dice Kierkegaard— hay aquellos que se sacrifican por los otros. Este es el ironista, el que está solo, lleva su tarea y se comunica siempre desde atrás, engañosamente, y sin embargo por la pasión de la verdad. Al igual que el humorista, su rasgo más destacado es la falta de familiaridad con el mundo, la eterna incomodidad; pero mientras éste sabe resignarse, el ironista no cede y persigue el escándalo, lo cual a veces lo hace perecer pero otras lo eleva por encima de todo y entonces logra sonreír.
Notas
1 Kierkegaard, S.: O conceito de ironia, op. cit.
2 Idem.
3 Kierkegaard, S.: Mi punto de vista, Buenos Aires, Aguilar, 1959.
4 Kierkegaard, S.: Miettes philosophiques, París, Ed. du Livre Français, 1950.
5 Kierkegaard, S.: Diario íntimo, 1835, Buenos Aires, Santiago Rueda Editor, 1955.
6 Kierkegaard, S.: Ou bien… ou bien, París, Gallimard, 1973.
7 Kierkegaard, S.: Mi punto de vista, op. cit.
8 Kierkegaard, S.: El concepto de la angustia, Madrid, Revista de Occidente, 1930.
9 Kierkegaard, S.: Mi punto de vista, op. cit.
10 Idem.
11 Idem.
12 Kierkegaard, S.: Diario íntimo, 1837-39, op. cit.
13 Idem.
14 Idem.
15 “A medias en los juegos de la infancia. A medias con Dios en el corazón”, Fausto.
16 Idem.