La ironía socrática
Para Marcelo, Eleana y Manuela interesados en la figura del maestro.
Un modo de estar en el mundo
Cómo acercarnos a Sócrates, Sócrates el ironista, no el filósofo, cómo tocarle el hombro para que se dé vuelta y evitar la carcajada del ironista. Dice Nietzsche que “un extranjero que entendía de rostros, pasando por Atenas le dijo a Sócrates en su cara que era un monstruo, que abrigaba dentro de sí todos los peores vicios e inclinaciones. Y Sócrates se limitó a responder: ‘Me conoces bien, señor’”. La fealdad irrumpiendo en medio de la bella aristocracia griega, perdón, digo la bella eticidad griega, lo grotesco, lo deforme, el desaliño. Cuenta Platón que hubo de lavarse los pies para asistir al banquete.2 Su figura, ella misma el chiste, la extravagancia, la ironía, la tempestad en medio de la serenidad helénica, una ruptura, un torpedo.
Para Marcelo, Eleana y Manuela interesados en la figura del maestro.
Un modo de estar en el mundo
Cómo acercarnos a Sócrates, Sócrates el ironista, no el filósofo, cómo tocarle el hombro para que se dé vuelta y evitar la carcajada del ironista. Dice Nietzsche que “un extranjero que entendía de rostros, pasando por Atenas le dijo a Sócrates en su cara que era un monstruo, que abrigaba dentro de sí todos los peores vicios e inclinaciones. Y Sócrates se limitó a responder: ‘Me conoces bien, señor’”. La fealdad irrumpiendo en medio de la bella aristocracia griega, perdón, digo la bella eticidad griega, lo grotesco, lo deforme, el desaliño. Cuenta Platón que hubo de lavarse los pies para asistir al banquete.2 Su figura, ella misma el chiste, la extravagancia, la ironía, la tempestad en medio de la serenidad helénica, una ruptura, un torpedo.
Dice el diccionario que nace en el -470, en Atenas, hijo de un padre escultor, artesano, en fin pura plebe, y una madre partera cuyo arte y oficio él dice heredar pero aplicado a las mentes y para extraerles las ideas, por lo que tal habilidad fue transformada y patentada bajo el nombre de mayéutica intelectual. Dice también el diccionario, lo que es confirmado por Alcibíades en su famosa confesión, que se destacó por su valor en las batallas. Este último agrega que entre los compañeros de armas se destacaba también por ser más resistente a las fatigas y por arreglárselas descalzo y sin abrigo en las más bajas temperaturas, actitud que interpretaban como una muestra de desprecio hacia ellos. Horas y horas permanecía inmóvil desde un amanecer hasta otro en busca de una idea olvidada o perdida. Allí se lo divisa a lo lejos, según las palabras de Aristófanes, colgado en un cesto para poder contemplar a los dioses desde su mismo plano y evitar al mismo tiempo que la tierra que todo lo chupa le robe el elemento húmedo del pensamiento.
En algo todos coinciden: con un poco de imaginación y fe en la letra escrita es posible verlo caminar por las calles de Atenas, en el ágora, “pavoneándose y lanzando la mirada a los lados”, dice Aristófanes, y Alcibíades consiente, deteniendo a los bellos mancebos para interrogarlos. Pequeña farsa del ironista, que promete dotar de plasticidad el pensamiento para alcanzar la zona luminosa de las ideas pero nunca llega más allá de sus umbrales la zona oscura del desconcierto y la vergüenza.
Dícese de él que murió en el -399 condenado por los jueces atenienses a beber la cicuta; los cargos fueron impiedad y corrupción de las costumbres. Parece también decirse que murió en ese año de un ataque de ironía después de que los jueces, como más antiguos Pilatos, temerosos de estar condenando a un inocente, delegaran a su propia persona la defensa y el veredicto, y Sócrates, en un último alarde de retórica sofista, para salvar la razón que en vida había desahuciado y salvar la vida que la razón había despreciado tuvo que optar por la cicuta.
Esta historia puede ser escrita mil veces, mil veces recomen-zada desde los infinitos pliegues del personaje. La ironía socrática comienza allí mismo donde se contraponen las opiniones sobre su persona de sus contemporáneos mismos y crece allí donde la posteridad provee su cuota de disenso a lo controvertido de la figura. Por eso, hablar de Sócrates es entrar en el orden del mito, mito que trasunta de las variadas versiones, cercanas, lejanas, parciales, interesadas, preten-didamente objetivas, anacrónicas, amistosas, punzantes, mito que se da sin embargo nuevamente virgen y gratuito, ávido de repetición. No que neguemos la existencia de Sócrates, sólo afirmamos que en su persona realidad e interpretación se confunden, el texto es la versión, la verdad es la distorsión, su ser es la mirada del otro. No hay sustancia Sócrates. Como reflejos de reflejos, espejos sobre espejos se suceden las miradas, glosas sobre glosas, cebollas y más cebollas.
Y Diógenes Laercio, quien vive en una época en que la profesión de recopilador no está cargada de menosprecio, reconoce sin vergüenza la precariedad de sus fuertes y así construye su retrato del montaje más o menos inteligente de las palabras de los otros, una sucesión de citas directas o indirectas de los contemporáneos de Sócrates. Una de las maneras de hablar del ironista aunque bajo riesgo de incongruencia; la otra es la opción, la elección arbitraria de una versión o combinación de varias.
Se comienza entonces por el descarte, ésta sí, ésta no. Comenzamos por Jenofonte, la menos interesante. Se pueden recorrer páginas y páginas sin descubrir la presencia de Sócrates. Jenofonte lo pone en positivo pero Sócrates es lo negativo. Bien pudo ser su abogado para salvarlo de la cicuta pero nada nos dice de la persona real. Nos habla de un hombre virtuoso y práctico, prudente y precavido, que siempre tiene un consejo ejemplar para toda clase de personas y ambiciones. Hace del personaje un hombre común cuando en realidad es una excepción, Jenofonte pulveriza a Sócrates, mata en él al ironista y eso equivale a matar a Sócrates. Quiere llenar todos los vacíos pero él es un puro vacío, una pura huida, por lo cual su personaje resulta irreconocible. Bien mereció haber sido su abogado y, en el fondo, éste era su designio, demostrar la injusticia de los jueces, designio que como dice Kierkegaard era superfluo y onerosamente superfluo porque lo llevó no sólo a demostrar su inocencia sino a transformarlo en un personaje totalmente inofensivo, designio que nos lleva a preguntarnos: ¿por qué tanto alboroto, atenienses, por qué tanta memoria malgastada durante siglos por un predicador del buen sentido y de la prudencia, por un repartidor de consejos prácticos?
Algo nos queda claro: Sócrates no es eso que nos pinta Jenofonte en un estilo por lo demás tan llano y prosaico como los contenidos que envuelve. ¿Qué es, entonces? La primera dificultad para abordar la figura del ironista es abordarla. ¿Cómo hacer para que nos mire de frente, fijar su mirada esquiva, inmovilizarlo en algún punto, territorializarlo, impedirle que huya, que desaparezca para aparecer por otro lado? Imposible, todo ello es propio del ironista. La mejor metáfora: la de Las nubes. La comedia de Aristófanes es la expresión condensada de los atributos socráticos. El medio, el más adecuado, ya que la visión de lo fluctuante, de lo que no se define, de lo que sabe enmascararse adoptando todas las formas, obcecado en su eterna disolución, la visión de esa nada no deriva en lo trágico sino desemboca en lo cómico: es la ironía misma. Lejos, sin embargo, de ver en la comedia de Aristófanes una caricatura; por el contrario, es una pieza sugerente llena de sutilezas que cumple con la extraña, escasa virtud de dejar tras de sí ecos encontrados. Nada puede afortunadamente decirse acerca de cuál sea el bando del autor, probablemente ninguno, y eso contribuye a hacer de su relato una obra maestra; juega el mismo juego de su personaje y así le devuelve la ambigüedad y la indefinición que él merece.
Comencemos entonces con los dioses; el juego se inicia con la pregunta. Dime quiénes son tus dioses y te diré quién eres. Sócrates los nombra y dice de sus atributos: “El Aire, ser inconmensurable que mantiene la Tierra suspendida en el espacio, el luminoso Eter, el Caos y las venerables diosas las Nubes”, éstas son las preferidas, diosas de los hombres ociosos, los charlatanes que engañan discurriendo sobre cosas elevadas, los que componen cantos, ellos procuran las ideas, la invención de lo exraordinario, el arte de conversar, la verbosidad, la argucia. Ellas son como magas que pueden convertirse en todo lo que desean, poseen todas las máscaras y las usan a su antojo, ellas son todas las cosas y no son nada. Aparecen los motivos de la fe, lo semejante llama a lo semejante, estos dioses subrayan el valor de lo aerífero, de lo que es capaz de quedar suspendido, de lo informe porque se agota en movilidad, fluir ininterrumpido de sus contornos. Eso son las nubes, éste es el ironista.
Aristófanes descubre sus naipes, él usa las mismas artimañas que su protagonista. El juego de analogías del que Sócrates en la pieza hace uso y abuso en todos sus razonamientos es aplicado por el autor a la relación del propio Sócrates con sus dioses. Primer esbozo del ironista. Podemos imaginarlo suspendido en el aire con la ayuda de un cesto o algún aparato semejante, o bien conversando atareado en el ágora, imagen del caminante, peregrino, el que nunca se detiene, un blanco móvil inaprensible, la imagen también del que aparece de improviso donde nadie lo imagina. Así reza la queja de Alcibíades: “¡Otra vez esperándome al acecho, sentado aquí, mostrándote de repente como acostumbras!”, la aparición repentina es el atributo del mago.
La ironía socrática es un modo de estar en el mundo, una relación con el conocimiento y una música que lo acompaña en el momento de la muerte; son las tres caras de la misma moneda, tres aspectos distintos de un solo ser irónicamente.
De la primera veníamos hablando, la comedia de Aristófanes supo condensar en un par de metáforas los rasgos más sobresalientes. La lectura de los diálogos de Platón va dejando huellas que ayudan a completar sugerentemente el retrato de esta figura casi mítica. En El banquete las palabras de Alcibíades, destacado mártir de su ironía, logran evocar un cuadro vivo del modo en que se mueve en la ciudad y entre los atenienses, testimonio vivo de cómo la ironía era vivida en la carne de sus semejantes. Pero Sócrates no tiene semejantes, Alcibíades nos dice que él era distinto de todos y a ninguno semejante. Es la excepción, la presencia irreverente de lo otro.
Con Alcibíades aparece otro discurso: el Sócrates cercano, la punzada de la ironía sobre la piel. Sócrates es para él una fuerza que lo impulsa a hablar, siente que es él quien tiene más cosas que decir y el que tiene más derecho para decirlas. Comienza recordando todas las situaciones en que se ha mostrado diferente de los demás, un ser que no siente frío, hambre, fatiga, ninguna de las humanas necesidades. Admira y ensalza sus virtudes. Sin embargo, ellas son sentidas como una insolencia, un exceso, un dardo en la carne de los otros, son los motivos que le permiten mirar a los otros desde arriba; ya Aristófanes nos había recordado su voluntad de contemplar a los dioses desde su misma altura.
Luego Alcíbiades tratará de desenmascarar la simulación de Sócrates, es el que siempre se muestra como amante siendo en realidad el amado. El engaña a todos, esto es lo que Alcibíades trata de advertir, y lo seguirá haciendo a uno tras otro siendo éste el turno de Agatón. En el fondo quiere develar el secreto, lo oculto tras la imagen aparente que siempre esconde lo contrario. Alcibíades elige bien las metáforas cuando lo compara al sileno, una estatuilla, barro por fuera y oro por dentro pleno de dioses; porque Sócrates es el contraste y la simulación, pliegues tras pliegues de anversos y reversos. Feo por fuera como el sileno, demonio que tañera la cítara mejor que los dioses, Sócrates también equiparándose a los dioses, inigualable en ese arte de pulsar las cuerdas del pensamiento y la palabra.
Pero Alcibíades vuelve a ser derrotado porque la ironía no se desenmascara, ella es la máscara, detrás no hay rostro, sólo el vacío, la contradicción, y una vez más Sócrates realiza la inversión, revierte la dirección de la acción y la localización de los efectos. Es Alcibíades quien resulta desenmascarado, todo fue a causa de los celos, dice Sócrates... Y allí queda otra vez Alcibíades burlado, desnudo y con vergüenza.
Este es el relato del Sócrates viviente, el eterno burlador, la figura evanescente e inapresable. Al momento de su muerte no hay esclarecimiento, sobrevive el acertijo. ¿Qué decir de su muerte?, otro signo a descifrar, ¿injusticia de los jueces atenienses? Dice Nietzsche que fue el primero en no sólo vivir sino morir en nombre de ese instinto de la ciencia, y por eso la imagen de Sócrates el moribundo, el hombre emancipado por el saber y la razón del miedo a la muerte es el escudo de armas suspendido en el pórtico de la ciencia. Esta es la versión más aceptada; Sócrates moriría como todo mártir por no querer renegar de su ideal, en este caso la razón. La versión del mismo Sócrates no coincide, es su saber del no saber lo que le hace la muerte indiferente. Sócrates insiste en su ironía, aduce motivos oblicuos, el no saber nada malo de la muerte, el poder pensarla como una probable continuidad de la vida, un simplemente otro lugar donde seguir interrogando, repitiendo su viejo ritual. Pero hay más, como buen ironista está fuera de la comunidad, para el momento de beber la cicuta ya está en otro lado. Volátil y huidizo como es, nunca está ni permanece en algún sitio; en su relación a la polis, a la vida de lo general, el atributo que más se le acomoda es el de desertor. Por eso no es posible interpretar que se lo condenó por transgresor o subversivo, ellos están y actúan contra el sistema; Sócrates está fuera del sistema. ¿Por qué se lo condenó entonces? Por figura enigmática, indescriptible, indescifrable, dice Nietzsche y en esto tiene razón. Sócrates muere de ironía, por la obcecada voluntad de repetirse, de ocultarse una vez más.
Dialéctica disolvente, casi un ritual
El tema de Sócrates es de difícil abordaje. Una tras otra se suman las versiones, prueba de que nos es cercano. Extraña figura marcada por el signo de lo extravagante, que no sabe alejarse, obstinadamente presente por la paradójica razón de que profesa a la perfección el arte del ocultamiento. Hay un problema socrático, casi una obsesión que se expresa en la pregunta: ¿cómo catalogarlo? Se ha dicho de él el creador de la filosofía especulativa, inventor de la definición, se lo ha comparado con Cristo, se lo ha proclamado el fundador de la moral, se lo ha acusado de lógico, asesino de lo dionisíaco, se lo ha defendido en tanto hombre práctico y virtuoso predicador de la prudencia y de la moderación, se lo ha pintado como una pura bruma. Todas estas interpretaciones deben poder ser escuchadas, ya que vivimos en una época de desfondamiento donde cada una vale por el mero hecho de haber sido dada, de este modo memoramos a Sócrates, quien en la suya supo iniciar esta ardua tarea de desfondar.
El motivo de tantas interpretaciones disímiles y hasta contradictorias se creyó hallarlo en el hecho de que Sócrates no dejó nada escrito. Retrocediendo en la cadena de las causas quizás esto no sea más que el efecto exterior de un motivo muy íntimo. Sócrates no quería que su pensamiento quedara cristalizado en la palabra escrita. Platón le hace hablar en el Fedro sobre esta aversión a ver su pensamienro paralizado en el dibujo de la escritura, palabra muerta que siempre dice lo mismo y es incapaz de responder.
No podemos reconstruir lo que no ha sido construido, el problema socrático no puede consistir en la posibilidad o imposibilidad de reconstruir su pensamiento, el problema reside en la persona de Sócrates, la ironía como recurso para impedir la cosificación, la ironía como precavida resistencia a la acción inmovilizante de los catálogos en que pudiera alojarlo la posteridad.
El legado socrático debe ser entendido en términos no de contenidos sino de método: la dialéctica o ironía entendida como arte de la interrogación. Se dijo de Sócrates que era un charlatán, un buscador incansable de oportunidades para conversar. El supo reconocer esta pasión suya, pero solía establecer diferencias precisas con lo que él llamaba el “hablar” de los sofistas, ese discurrir embriagados de sus propias palabras. Sócrates practicaba otro estilo cuyas características pueden extraerse de las condiciones que él mismo imponía para consentir en dialogar.
Se trata casi de un juego con reglas preestablecidas, construidas en su mayor parte como crítica de los discursos precedentes, él se sabe otro y defiende su derecho a la diferencia. En el Lacques exige que se trate de un diálogo y no de una colección de respuestas, que se comience además precisando de qué se está hablando; en el Protágoras exige intervenciones breves que no demanden a su persona una memoria de la que carece, en El banquete su discurso sobre el amor es precedido de una crítica mordaz de la forma maniquea y aduladora del encomio de Agatón.
Puestas las condiciones comienza el diálogo desde la esfera empírica desde donde parten los interrogados —nunca es Sócrates el que comienza a hablar—, hacia el terreno de las esencias donde trata de conducirlo Sócrates en la convicción de que los hechos no prueban nada. Su objetivo es poner en evidencia el carácter contradictorio de la doxa, desconstruir las convenciones del hombre autosatisfecho que no sabe dialogar y se contenta con el sordo palabrerío de bagatelas verbales. El diálogo concluye cuando se logra desnudar al contrincante, demostrar la superficialidad de su pensamiento y abandonarlo a la vergüenza de su ignorancia. Porque tras el movimiento de destrucción nada se construye. Sócrates, que se quería heredero del arte de su madre, la comadrona, reconoce su incapacidad de procrear. “Ya que también soy estéril... de sapiencia y el reproche que ya tantos me han hecho, que interrogo a los otros pero que nunca manifiesto mi pensamiento acerca de ninguna cuestión, ignorante como soy, es un acertado reproche.”
Sócrates no afirma nada, no llega a la idea, la dialéctica se agota en esta pura forma dialogal siempre presta a recomenzar con tal de no quedar fijada a ningún preconcepto. Aquí la figura del ironista evoca la del mago, el que siempre esconde la cosa en la otra mano, el que siempre desaparece para aparecer por otro lado.
Sin duda Platón es un gran poeta, porque los diálogos so-cráticos recreados por su pluma producen en el lector la misma sensación de mareo y confusión que Sócrates producía en sus interlocutores. Repetición, eterno retorno, la figura del arabesco, las líneas que regresan. Sabemos que a Sócrates le gustaba confundir a sus discípulos, los mareaba, los impacientaba, y esa sensación retorna a nuestros cuerpos con la lectura de Platón. Mago, jugador incansable de malabares, si cumple una lógica no es la de la línea y el progreso sino la de la curva y el desvío. Sócrates advierte contra la impaciencia y apela al esfuerzo serio de su contrincante para empeñarse juntos en una tarea que, prometiendo llegar a la idea, desemboca no obstante en la burla de la disolución.
¿Simulacro del ironista o argucias del método? Sócrates sabe y aconseja no desesperar. Aristófanes pinta bien esta facultad del ironista poniendo en su boca el consejo: “No concentres siempre tu pensamiento en ti mismo sino suelta tu mente hacia el aire como un escarabajo al hilo de una pata”. El es leve y maleable como el aire, por eso es más forma que contenido, más música que palabra. Su mente imita a las nubes en la infatigable aceptación de la mudanza. En él se desenvuelve la duda no como punto de partida al modo cartesiano, sino como ámbito en el que se puede permanecer a condición de dominar las urgencias. En ese terreno puede crecer lo posible que Sócrates parece prometer sólo a quien pueda soportar la antesala de la duda. Pero lo posible no es más que el retorno infinito del arabesco que se vuelve sobre sí mismo y no llega a ningún lado, porque aceptar la duda como punto de llegada es resignar la verdad.
El ironista descree de la objetividad y del progreso. Si la dialéctica analítica separa para luego unir, y la dialéctica hegeliana pone y contrapone para superar, la dialéctica del ironista se agota en la yuxtaposición o desenvolvimiento de todas las posibilidades para no quedarse con ninguna, no cumple ni promete ninguna conciliación porque no es su fin salvar nuestra familiaridad con las cosas sino desestabilizar, devolver a las conciencias su elasticidad originaria. Si Sócrates prefiere los jóvenes no es por su inclinación pederasta sino porque sus almas son terreno más dócil, menos anquilosado para desbrozar. Si rehúsa abocarse a la tarea del sistema, si frente a la posibilidad de reencontrarse con lo objetivo prefiere encaminarse por el desvío o recomenzar de cero, no es por mero juego de ironista que guste permanecer en los niveles de la superficialidad. La ironía no es más que la emergencia visible de una experiencia trágica: la experiencia de lo infinito, de lo inconmensurable, de algo que es del orden de lo inefable.
Ese es el saber de Sócrates, el que el oráculo de Delfos por boca de la Pitia le reconoce, el saber que no se sabe como única certeza, el motivo también de que Sócrates haya resignado el conocimiento de la naturaleza para volcarse al conocimiento de sí mismo, único terreno donde es posible colocar algunas piedras fundantes. Es su experiencia de ese algo irreductible, inconmensurable, lo que lo lleva a una posición negativa respecto de la posibilidad de escrutar los secretos de la naturaleza.
La ironía socrática no se define entonces como una simulación de que se sabe, una falsa modestia o una sutileza de la jactancia, como la definiera Aristóteles. La ironía socrática como ese eterno recomenzar en que consiste su dialéctica sólo disimula, por generosidad hacia su interlocutor y por una voluntad incansable de despertador de conciencia, la posesión de esa experiencia trágica que busca provocar. En su calidad de pedagogo Sócrates rehace el camino una y otra vez como aquella primera y única: “No se trata de que yo esté seguro y siembre dudas en las cabezas de los demás, sino por estar yo más lleno de dudas que cualquiera, hago dudar también a los demás”.
La experiencia trágica debe ser transmitida, de ahí que el ironista aparezca como un charlatán, como una persona que tiene una necesidad irrefrenable de hablar. Y así lo vemos a Sócrates en el ágora, en el gimnasio, en la calle, interpelar a uno y a otro sin distinción de oficio o condición social. Platón nos da un fiel testimonio de esta necesidad del ironista cuando hace decir a Fedro: “Querido Agatón, si respondes a Sócrates ya no le interesará nada de lo de aquí, suceda lo que suceda y del modo que sea, con tal de tener alguien con quien dialogar, especialmente si es un bello mancebo”.
Pero la experiencia trágica se consuma en el dialógo como un ritual, un acto infinitamente repetido que siempre lleva al mismo resultado, la perplejidad, el aturdimiento. Kierkegaard, acordando con la concepción hegeliana de la dialéctica socrática como dialéctica de resultado negativo, establece una distinción con la que él considera una dialéctica sin resultado. Mientras ésta podría ser un paso hacia otra cosa, un momento de un movimiento pasible de resolución posterior, aquélla terminaría en ese punto de inestabilidad que, carente de un impulso hacia otra cosa, se detiene en la contemplación satisfecha de su autoaniquilamiento. Y es en relación a este resultado negativo —agrega Kierkegaard— que la ironía se vuelve cómica.
Es pues la presencia de la nada sin adornos ni afeites lo que mueve a risa, lo que trae a escena lo cómico como la cara visible de una experiencia trágica, inefable, que en tanto no se puede expresar en palabras sólo se puede revivir. La unidad de lo trágico y lo cómico se consuma en la ironía como conciencia de la falla que busca redimirse en el absurdo y en el ridículo y recurre a la repetición del acto iniciático, la perplejidad, como modo de purificación.
Esta búsqueda es lo que da a la figura de Sócrates ese aire de seriedad y escrupulosidad que se hace manifiesto cuando en ocasiones no poco frecuentes lo escuchamos demandando paciencia a sus interlocutores para llevar a buen término los pasos del método: “Y dime, Gorgias, ¿tendrías inconveniente en seguir esta conversación tal y cual la hemos comenzado, es decir por medio de preguntas y respuestas, dejando para otra ocasión los discursos grandilocuentes...? Si es así, has de mantenerte luego firme en la promesa que vas a hacer, y tendrás que responder a mis preguntas con brevedad”. La exigencia de brevedad, de atenerse a la forma del diálogo, de no explayarse en largos discursos y de responder con exactitud a sus preguntas, puede razonablemente interpretarse como esa atención minuciosa del mago por el cumplimiento de los detalles del ritual.
El método se ha convertido en ritual, esto es lo que explica que no busque ni espere llegar a la idea; la dialéctica es el ejercicio de esa desesperanza, la repetición de la experiencia trágica de no poder alcanzarla. De ahí el renunciamiento de Sócrates a abocarse al estudio de la naturaleza. Si el camino hacia adelante en dirección a las ideas se ha mostrado lleno de obstáculos, sólo queda el camino de retroceso, rememoración. Sócrates conduce el diálogo con pequeños movimientos de avance y retroceso, giros y recomienzos; sólo queda por explorar los pliegues y recovecos del alma, dialéctica desconstructora que se retuerce sobre sí misma y no sale de sí.
Esto explica también que la misión de Sócrates no sea tanto educativa como iniciática. Es cierto, y en eso no hay ningún disimulo o simulación, que Sócrates no tiene nada que enseñar, por eso tampoco es relevante distinguir en los diálogos platónicos las ideas socráticas de las de su discípulo. Sócrates no tiene ideas, tenerlas sería la paradoja del ironista. Sócrates sólo tiene un método que se parece demasiado a un ritual y una experiencia que transmitir. No es un pedagogo, demasiado marginal para ser pedagogo, demasiado plebeyo para ser sacerdote, demasiado mundano para ser un místico. Sócrates es el ironista, es preciso hacer del ironista un personaje visible, audible, sensorial, un habitante más de la Atenas del siglo V, definir su profesión: desconstructor, mirada un tanto burlona, artimañas de seductor, gran pasión por la conversación, fuertes cuotas de narcisismo. Sócrates busca más que enseñar, contemplarse en el alma de sus seguidores. No es el otro el que le interesa sino la perfección del acto iniciático. Lo escuchamos decir a Gorgias: “No es tu persona lo que considero, sino nuestro discurso mismo que me gustaría ver avanzar de tal manera que quedase perfectamente iluminado el objeto que nos mueve”.
Pasión infinita por el discurso, ese movimiento de virutas repetido sin descanso; la repetición y el tedio como instrumentos para la perfección y el cuidado de sí. El objeto que lo mueve es esa experiencia de falla, todo queda íntimo. Es en ese sentido que puede entenderse la calificación hegeliana del momento socrático como el de la subjetividad infinita: viaje sin fin al interior de la falla y ejercicio de autodestrucción del sí que se contempla en la perplejidad del otro.
Pero hay un momento en que Sócrates abandona la dialéctica y recurre al mito. Se dice que tal recurso en Platón tiene un sentido pedagógico; en el Protágoras éste pregunta a Sócrates si conviene que se exprese con un mito, forma más sencilla y adecuada para dirigirse a los jóvenes. Pero no es éste el sentido que le da Sócrates: para él el mito no es la forma más fácil y más pedagógica sino aquella que requiere el oído más atento. Es el agotamiento de la dialéctica lo que lo lleva al mito como reposo momentáneo, momento de iluminación que opera la memoria para traer a presencia lo inapresable por la razón. El mito como la manía es “divina donación, locura, entusiasmo, el elemento músico de la verdad”, lo que los dioses nos susurran al oído como un don gratuito.
Sócrates ha escuchado al demonio, la señal divina que suele disuadirlo del pecado contra la mitología. Afrodita es una diosa, su esencia no es del orden de lo que se pueda decir con las artimañas de la dialéctica. El ironista es llamado a una nueva forma de purificación, el ironista deviene mántico. En el Fedro la palabra del demonio lo induce a rehacer su discurso en una forma más acorde a la calidad de la idea. Sócrates está avergonzado; se ha dado cuenta, gracias a esa voz interior, de que su discurso ha sido ofensivo para los dioses. La dialéctica es sustituida por la épica, el arte de la narración. La libertad infinita en que se mueve el ironista le permite romper sus propias reglas de juego, descartar las preguntas y respuestas breves y explayarse en largos discursos.
En El banquete se impone la palabra de la sacerdotisa más sabia que ninguno en cuestiones del amor y otras cosas. Su discurso irrumpe como lo otro y definitivo frente a los discursos banales de sus predecesores; de la dialéctica sólo queda un sordo rumor que rememora la experiencia de la falla en un mítico diálogo iniciático.
Sin embargo el contenido del mito reitera, vuelve a traer a escena lo negativo ahora colocado en la interioridad de la idea. El amor es pura ausencia, deseo de lo que se carece, movimiento sin fin. No es el objeto el que mueve el deseo sino el deseo el que crea y aniquila al objeto. En el mito todo se hace uno: método y contenido, amor y filosofía. Lo que Diótima dice del amor Sócrates lo afirma del conocimiento, amor e idea se desvanecen con el encuentro. La esencia del amor, como estructura combinatoria de ausencia y presencia, es expresión en otro lenguaje de la misma experiencia trágica, opera como legitimación de la dialéctica disolvente, esa marcha incesante, obstinada en la repetición para disimular su descreimiento del objeto. Aun bajo la apariencia de un movimiento hacia afuera, todo sigue siendo un juego muy íntimo.
Hegel tiene razón al decir que el tal demonio “no guarda relación con lo verdadero, con lo que es en y para sí en la ciencia y en el arte, ya que esto pertenece más bien al espíritu universal”.16 Sin embargo no hay ningún lugar intermedio donde ubicar ese demonio entre lo externo del oráculo y el lugar puramente interior del espíritu. El de Sócrates no es un estado de catalepsia o sonambulismo como califica Hegel esos momentos testimoniados por sus contemporáneos en que Sócrates permanecía de pie e inmóvil durante toda una noche. Se trata más bien, al decir de esos mismos testigos, de un momento de ensimismamiento y de cavilación en pos de una idea, una idea perdida o una idea aún no hallada; se trata en suma de un acto muy voluntario, voluntad de inteligencia aunque arranque por otras vías, voluntad de ponerse a la escucha de esa palabra apenas susurrada que vuelve a darle un lugar a la música, la misma que en sus últimos días lo induce a componer poesía, ésta es su última palabra, el último giro, la última carcajada del ironista. La pasión de la dialéctica dura hasta el momento mismo en que cesa para dar lugar a otra pasión, son los malabares del mago frente a nuestra última perplejidad.
¿Y por qué otra vez Sócrates tan lejano en el tiempo, por qué nos preocupa la figura de este personaje extravagante, por qué se nos hace cercano? Quizá por haber sido el primero en haber descreído del objeto, el primero en abocarse a esa tarea de desfondamiento que hoy nos inquieta y nos seduce. Sócrates fue el torpedo que faltaba, el que vino a romper la calma de la serenidad helénica; llegó para perturbar, es más, para aturdir, para bien repartir confusión y perplejidad a espíritus demasiado satisfechos. La misión de Sócrates fue complementar en sentido inverso los efectos de la batalla de Maratón. Si ésta dio al espíritu griego el sentimiento de fuerza y seguridad que le faltaba, Sócrates vino a proveerles la cuota de insatisfacción y duda que había devenido necesaria tras el exitismo y los primeros entusiasmos de la victoria. Sócrates les devuelve la duda, la incertidumbre, esa elasticidad del pensamiento que hace posible el retorno del asombro, el encanto y a la vez el terror de lo insondable, todas esas experiencias que el ironista ama compartir.
Hoy las voces posmodernas, acusadas de frivolidad como otrora Sócrates, siguen sus pasos, imitan sus gestos y procuran dar a esta era un poco de esa sabiduría que advierte que la luz con que hemos logrado alumbrar el mundo nos es acaso insuficiente.
Notas:
1 Nietzsche, F.: El ocaso de los ídolos, Buenos Aires, Siglo xx, 1991.
2 Platón: El banquete, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983.
3 Aristófanes: Las nubes, México, Porrúa, 1992.
4 Diógenes Laercio: Vida, opiniones y sentencias de filósofos ilustres, Madrid, Buenos Aires, Biblioteca Clásica Universal, Librería Perlado, 1940.
5 Jenofonte: Vida y doctrina de Sócrates, Chile, Ercilla, 1935.
6 Aristófanes: Las nubes, op. cit.
7 Platón: El banquete, op. cit.
8 Platón: Teeteto, Madrid, Ediciones Ibéricas, 1951.
9 Aristófanes: Las nubes, op. cit.
10 Platón: Menón, Madrid, Ediciones Ibéricas, 1951.
11 Platón: El banquete, op. cit.
12 Kierkegaard, S.: O conceito de ironia, Petropolis, Vozes, 1991.
13 Platón: Gorgias, Madrid, Ed. Ibéricas, 1951.
14 Idem.
15 Platón: Fedro, Buenos Aires, Hyspamérica, 1983.
16 Hegel, G. W. F.: Lecciones sobre la historia de la filosofía, I, México, Fondo de Cultura Económica, 1979.