La tarea del filósofo

El tema surgió a propósito de una pregunta acerca de la misión de los pensadores y la filosofía hoy,  pero allí mismo en la formulación de la pregunta anida ya un problema: la idea de misión. Me animo, pues, a comenzar con una sugerencia. No hablemos de misión porque el pensador, no carga  con ninguna misión, se trata tan sólo de un quehacer que el mismo ha escogido. Hablar de misión conlleva algunos supuestos que no entonan con lo que entendemos por este quehacer.  En esto no hago diferencia entre filósofo y pensador, asumo que la filosofía es ella misma la tarea del pensar, no una profesión de eruditos que recogen y exponen conforme a ciertas reglas de oficio el pensar de los otros, componiendo en el mejor de los casos el concierto de la historia de la filosofía. Discurrir sobre estos supuestos acaso sea, entonces, un buen comenzar para responder a la pregunta que nos convoca, acaso un mal comienzo porque comienza con un no pero  comienzo al fin.

 

El tema surgió a propósito de una pregunta acerca de la misión de los pensadores y la filosofía hoy,  pero allí mismo en la formulación de la pregunta anida ya un problema: la idea de misión. Me animo, pues, a comenzar con una sugerencia. No hablemos de misión porque el pensador, no carga  con ninguna misión, se trata tan sólo de un quehacer que el mismo ha escogido. Hablar de misión conlleva algunos supuestos que no entonan con lo que entendemos por este quehacer.  En esto no hago diferencia entre filósofo y pensador, asumo que la filosofía es ella misma la tarea del pensar, no una profesión de eruditos que recogen y exponen conforme a ciertas reglas de oficio el pensar de los otros, componiendo en el mejor de los casos el concierto de la historia de la filosofía. Discurrir sobre estos supuestos acaso sea, entonces, un buen comenzar para responder a la pregunta que nos convoca, acaso un mal comienzo porque comienza con un no pero  comienzo al fin.

                        Enfoquemos entonces, en la palabra “misión”, ella trae ecos de una actividad salvífica; nada más alejado de la tarea del filósofo y de lo que de él se pueda esperar. El filósofo no es el depositario de un saber esencial que ha de trasmitir para redimir a una civilización en crisis, el filósofo es un carenciado, un aspirante, que en tanto tal se pone en camino en esa tarea del pensar que es un tematizar, un problematizar, un formular las preguntas, nunca las respuestas. La respuesta si llega debe acogerse como la apertura de un nuevo interrogar. Por eso no es la tarea del pensador ni pontificar ni tomar partido. Dejemos ese proceder para los opinólogos los así llamados “nuestros intelectuales” quienes, siempre prestos, tienen a mano una crítica, una adhesión, un juicio cuando no un prejuicio, cuando no una solución. De sus discursos vacíos de tan compactos porque siempre responden a uno de dos posibles esquemas ya saturados, el  del catálogo de los no, siempre insatisfecho, instalado en el lamento, o el de las rápidas adhesiones, presuroso en justificar lo dado porque ha perdido la capacidad del paso atrás para percibir la distancia entre lo que es y lo posible, resultan dos actitudes tan inocuas como frecuentes. O una mirada apocalíptica y desesperanzada o un divagar embriagado con los espejismos de una tardo modernidad  enamorada de sí misma. En ambos caso se clausura el pensar y se pierde el sentido originario del filosofar. Mejor atengámonos a la etimología de la palabra donde ya va inscripta como marca ese modo de estar siempre en camino, tarea sin fin porque avanza impulsada por el deseo, filosofía como, aspiración que nunca se consuma.

El verdadero pensador permanece en la pregunta, alterna la palabra con el silencio, este funciona como la pausa y respiración necesaria para reanudar el pensar, eso que para los griegos era la más alta praxis, una experiencia hecha de andar y recolectar esperando escuchar el titilar de una pregunta. De Sócrates, el preguntón, me quedo con la frase que pone en su boca Aristófanes en Las Nubes “No concentres siempre el pensamiento en ti mismo sino suelta tu mente hacia el aire como un escarabajo atado al hilo de una pata”. Un  buen ejercicio para el pensador en acecho, con la cabeza alerta y libre pero capaz a su vez de dejar el pensamiento suspendido en el aire. La tarea del filósofo semeja la del bricoleur, un coleccionismo de fenómenos extraños o cotidianos que trata de sopesar y transformar en interrogantes. La consigna es escuchar la historia, barrenar la ola del propio tiempo, transformarse en antena receptora con ojos y oídos nuevos.

Pero no se trata del laborioso trabajo del concepto, ese trabajo del animal de presa que al tiempo que cree conocer, inmoviliza, sino de entrenar la percepción para pensar lo no pensado, operar con un ojo para lo igual y un ojo para lo diferente. En una era posmetafísica, marcada por la pérdida de fundamento: necesidad de una estrategia abierta para habérselas con los rasgos de la época. “Desencanto”, no es sólo pérdida de lo sacro, alejamiento de los dioses;  supone también descreimiento de la objetividad, la historia se vuelve fábula,  el pensar deviene andenken que no es trabajo del concepto, sino memoria de lo ausente, de lo que ha sido y de lo que no ha sido. Y aquí hace entrada el filósofo como narrador. No para hacer historia de los errores ni de los momentos necesarios de la verdad al modo hegeliano, sino como recorrido de los hechos bajo el lema: entre lo necesario como legalidad insobornable y lo posible como ideal irrealizable, me quedo con lo real, ese humano demasiado humano que es lo único que tenemos.

Esta forma del narrar llama a una atención devota por lo limitado, ese amor que se profesa a lo viviente y sus huellas, a lo  que arrastra como herencia y puede llegar a iluminar el presente. Para ello es necesario una toma de distancia, despegarse de las cosas y del negocio que con ellas mantenemos según fines de supervivencia, abstenerse de todo telos; ser coleccionista de las pequeñas cosas, especie de trapero de la filosofía.

La tarea debe mantenerse en el punto equidistante entre el impulso constructivo, ejercicio de libertad absoluta de una razón que se abalanza contra las cosas para apresarlas en su dominio y la actitud pasivo-receptora que sólo amontona datos y experiencias con espíritu de fatalidad. Ni pura libertad entonces, ni pasividad inerte, el equilibrio reside en  un estado de disponibilidad, un estado de abierto que libera de la cárcel de la subjetividad y vincula al mundo y a las cosas.

Este estado de abierto es atributo del hermeneuta: que asume el pensar no como una operación constructiva presurosa por las síntesis, sino, como ese mirar sobre las cosas y la historia colocándose a la escucha y a la espera del evento dialógico. El hermeneuta, no busca ni tiene nunca la última palabra; su habla es un permanente hacerse y deshacerse, un tejido sin fin como el de Penélope, un diálogo hecho de preguntas y respuestas siempre presto a recomenzar. Juega con su material como con una masa siempre removible.

Pero este deshacer y remocionar, es operación un tanto diferente de la que practica el crítico, el académico educado en el canon iluminista, siempre colocado en el papel de “contra”, hurgando en las contradicciones, elaborando su personal catálogo de errores. Esta modalidad supone que sea el cuerpo el que piense cuando la mente está demasiado mareada con los vaivenes de la argumentación. Así la filosofía se hace más retórica que lógica, más metáfora que silogismo, en suma, más poesía. El filósofo no quiere argumentar, está cansado de los forcejeos del concepto, de la perseverante persecución de las contradicciones, del vano inventario de los errores, de la obsesión de los cierres. El no quiere demostrar nada, no quiere ganar ninguna batalla. La fuerza de las cosas le señala un sentido como dirección a tomar, éste funciona como imperativo y rehusa toda fundamentación, tratarlo discursivamente puede significar obturar el canal por el que el sentido quiere fluir, el de las metáforas impensadas, las conexiones subterráneas, el coleccionismo de las pequeñas cosas reunidas en un montaje personal guiado por el único telos de la autonomía.

La tarea del filósofo comienza cuando las demás voces enmudecen y empieza siempre con un silencio, porque es menester callar para poder escuchar, y es preciso comenzar con un silencio para poder ser escuchados. El pensamiento como la música se compone con sonidos y silencios.

                        Pero la escucha del filósofo no es sólo un cable tendido a la historia y el  mundo desde la caverna de la mónada, es siempre también un ojo y un oído atento al evento dialógico, a la palabra del otro. Pensemos en Platón que prefirió la forma del diálogo para eludir las desventajas de la palabra escrita, palabra muerta que no contesta. Recordar que Heidegger llamaba a sus clases conversaciones. ¿Y por qué conversaciones? Porque allí en el entre de las voces hallamos lo que nos transforma lo que acaso nos pueda hacer despegar de lo ofuscado de nuestra individualidad, no sólo por las coincidencias sino también a través de las objeciones y de los desacuerdos.

“La respuesta es una respuesta filosofante, -dice Heidegger en ¿Qué es eso de filosofía?- sólo cuando entablamos conversación con los filósofos. Este discutir punto por punto uno con otro, es  el hablar como diálogo. Una cosa es establecer y describir opiniones de filósofos y otra distinta discutir punto con punto con ellos. La respuesta a la pregunta por la filosofía la hallaremos en conversación con lo que por tradición se nos ha trasmitido”.

                        Pero conversar no es discutir, no ese vano tironeo de la palabra cosificada. Conversar supone ponerse en el lugar del otro nunca en su contra, ser incluso el abogado del diablo para extraer de allí todas las consecuencias enriquecedoras. Lo otro es quedarse en la crítica de lo obvio, en el abc como extracto de lo que ha quedado de la disputa histórica. En la conversación con un positivista no puede el hermeneuta o el filósofo de la teoría crítica quedarse dando vueltas en torno a la corta acusación de la estrechez de su visión que sólo atisba lo existente y se niega a lo posible. No se llega a lo hondo si uno no abandona sus pieles. Conversar es siempre mucho más escuchar que hablar, lo otro es la charlatanería, o bien decir su cosa como una forma de afirmación del yo que camina siempre torpe con sus rigideces y  endurecimientos. Se trata de un pensamiento esclerosado que ha perdido su elasticidad originaria. Recordemos a Sócrates quien decía preferir a los jóvenes porque eran materia más maleable.

                        El pensamiento se construye en diálogo, en conversación, siempre con otro. ¿Por eso será que Heidegger habla de su afinidad con la amistad? Aún en la más solitaria de las soledades, conversa el lector con el autor, el filósofo con la tradición. Todo pensamiento se hace en un entre, en un entramado fecundado desde todas las direcciones. Pensar entonces es entrar en diálogo y dejarse fecundar por la palabra del otro. Pensar comienza por tener buen oído y saber aprovechar los vientos favorables para colocarse en una posición más cerca al despegue.

                        ¿Y qué entre nosotros, ahora y aquí América Latina? Todo esto que venimos diciendo, filosofía de la escucha, acaso se trate de una nueva noción de poder vinculado  a la capacidad de poner el oído a la historia, a los hechos y las voces del entorno. Y este proceder resulta paradójicamente más vinculado al rol del líder que surge y se legitima por aclamación, que al parlamentarismo de una democracia formal. El líder es líder no porque sepa mandar sino porque supo escuchar.

                        Ahora, aquí, más que nunca, emprender la tarea del pensar. Pero nunca apremiados por la praxis, no al menos en ese malentendido cuando se la confunde con  recetas. Praxis, sí, en tanto  quehacer con el lenguaje que a veces encontramos gastado, sentimos que ya no nos sirve y que lo que llamamos teoría está viciado por el hábito de colocar la realidad en categorías o esquemas perimidos. Otras veces, las más, no sólo lo hallamos gastado sino cargado de connotaciones, toda una constelación de significaciones que evoca nuestras cargas ideológicas y lo hace estéril para expresar lo nuevo. Urge por tanto renovar las formas; las maneras de ver y de escuchar, las maneras también de interrogar a los hechos. Y  con esto no es que vamos a procurarnos soluciones acaso ni siquiera respuestas provisorias porque al pensar le es consustancial, como decíamos que la pregunta quede suspendida, que estemos a la escucha, atentos y abiertos a la palabra del otro y a los hechos mismos. Muchas cosas nuevas están ocurriendo que con justicia rechazan los viejos rótulos y las viejas categorías. Empeñémonos entonces en el trazado de nuevas nociones pero cuidemos que no se inmovilicen, que no se transformen en pesos muertos, fósiles que traban el aleteo del pensamiento, nos dominan y agotan nuestra energía.

Pensar, entonces, como ese ponerse en camino de formular la pregunta y en el límite acoger el silencio. La filosofía en tanto arte del preguntar y de deconstruir  las sedimentaciones de sentido es tarea que bordea lo abismal y se codea con el peligro. Pensémonos entonces sin el apremio por la respuesta. La filosofía no tiene nunca como meta  servirnos de abrigo o de protección La filosofía, es abismo y es peligro. Para Nietzsche es Vivir voluntariamente en el frío y las altas montañas; Para Heidegger ni  la roca ni la montaña  sobre la que cabe construir la casa y la granja,  sólo el  viento fuerte que sopla alrededor.

Aventurémonos entonces en esas montañas en ese frío de los hielos, en esos bosques donde no hay morada y construyamos nuestras preguntas que ya puede ser un gran paso en los pasillos del laberinto.

Pues  donde hay peligro..., allí crece también lo salvador.