La voz en el teléfono

Quién diría que esa llamada sería el comienzo del tornado. -¿Vos reconoces esta voz? -Sí. Neuronas trabajando, más bien recuerdos de estímulos sensoriales, por lo que la voz llega por los oídos, no?- Pero él ya estaba, contestándose –luego explicaría por ansiedad, y por cierto faltaba algo a la explicación. – Ernesto. ...y ella rápida a pesar de los 26 años pasados, el tiempo y la distancia, encimó y completó Ernesto Moral. Entonces comenzaron, previa emoción recíproca por la voz reconocida, todos los reconocimientos, mezcla de reclamos y de declaraciones de amor que siempre van juntos. Sí, supe que estuviste en Baires, tantos años esperando ¿por qué no llamaste? Por miedo, otra explicación incompleta pero que resultó suficiente porque a Ari le pasaba lo mismo. Cuando regresé de Perú, nueve años de exilio a los que se sumaban otros dos separados por breve lapso, no quise ver a nadie de los viejos amigos, en realidad no los busqué porque sí quería verlos, pero lo dejé librado a la casualidad, la que esquivó mi recorrido durante varios años hasta que al fin concluí que se había pasado al otro bando.

Quién diría que esa llamada sería el comienzo del tornado . -¿Vos reconoces esta voz? -Sí. Neuronas trabajando, más bien recuerdos de estímulos sensoriales, por lo que la voz llega por los oídos, no?- Pero él ya estaba, contestándose –luego explicaría por ansiedad, y por cierto faltaba algo a la explicación. – Ernesto. ...y ella rápida a pesar de los 26 años pasados, el tiempo y la distancia, encimó y completó Ernesto Moral. Entonces comenzaron, previa emoción recíproca por la voz reconocida, todos los reconocimientos, mezcla de reclamos y de declaraciones de amor que siempre van juntos. Sí, supe que estuviste en Baires, tantos años esperando ¿por qué no llamaste? Por miedo, otra explicación incompleta pero que resultó suficiente porque a Ari le pasaba lo mismo. Cuando regresé de Perú, nueve años de exilio a los que se sumaban otros dos separados por breve lapso, no quise ver a nadie de los viejos amigos, en realidad no los busqué porque sí quería verlos, pero lo dejé librado a la casualidad, la que esquivó mi recorrido durante varios años hasta que al fin concluí que se había pasado al otro bando. Dieciseis años sin un solo encuentro fortuito es un hecho verdaderamente casual, máxime por cuanto de otros tiempos y otros lares estos eran superabundantes. Por presencia o por ausencia, casualidad al fin, que por cierto no me había abandonado. Pero este no era el tema, el tema era el miedo. Ariadna podía comprender el miedo de Ernesto porque sufría del mismo mal. -Sí me encontré con alguien te acordás de Ricardo Colombres me lo encontré un día, al poco tiempo de mi regreso en un bar de Corrientes, estaba loco o lo había estado según me contó, a esa se sumó otras historias de locura, cuando no era locura eran desapariciones, locura y muerte me rondaban y yo las esquivaba como la casualidad de presencia me esquivaba a mí. Nunca se sabrá si los miedos recíprocos se defínían de la misma forma porque Ernes no se explayó, porque este, sí por fin encuentro, pero no casual estuvo signado por la velocidad. Teníamos una semana que se calificó con un record de cinco encuentros semanales. Ernesto que padecía de verborragia y estaba más verborrágico que nunca obsesionado por el inmenso tamaño del tiempo que pasó y de la brevedad del tiempo que le restaba en Baires, ahora que era español y la madre tierra lo esperaba, quería ponerse al día de los 26 años transcurridos, no tanto indagando en mí sino contando de sí. Me pregunntaba yo porque tanto apremio para narrarse. Primer encuentro: ¿te parece que podemos perder tiempo buscando cigarrillos? y en verdad no podíamos, teníamos apenas media hora antes de la larga sesión de las “Jornadas de un siglo de pensadores argentinos” y acaso un par de horas después. Segundo encuentro: una hora ininterrumpida de su historia de vida. Para en seco. Bueno ahora cuenten ustedes. No sé que pasó, debemos haber sido demasiado lentos para su ritmo pues recomenzó por otra hora y media sin parar. Luego se despidió no sin antes asegurarse otro encuentro. Pero todo estaba bien para Ari, lo de la verborragia del otro tenía sus derechos, por lo de que cada cual a su papel histórico, ella la eterna escucha, porque aquella la de Ernes sí que eran vidas, llena de peripecias mientras que ella rebuscaba y rebuscaba para nunca encontrar, vida plana inerranable, aunque en eso, en verdad,  erraba porque en esta escena del mundo en que todos somos actores, todo transcurrir es una vida, y toda vida pasible de ser narrada y aquí está como prueba mi roca que como pedestal me sostiene. No es acaso esta novela, que por ahora no es más que un proyecto, desde la hora del proyecto mismo, la prueba irrefutable de la narrabilidad de todo transcurrir y aún más, de que la vida comienza a ser una vida cuando se la cuenta  y así se la comparte como dice Hannah. Actuar, sí, pero luego recordar para poder sostener sobre la memoria  la pregunta incesante por el sentido y entonces narrar. O como dice Borges, las cosas ocurren porque se las cuenta, o los hechos y los hombre existen porque se los nombra, las memorias porque se las memora y así todo, como el gaucho que existe porque en un tórrida mañana de enero en el cuarto de un hotel un tal Henández pensó y dijo sobre un Martín y mucho más atrás en el tiempo, un tal Homero, que no el de nuestra Malena que canta el tango como ninguna y también existe porque se la canta, sino el otro, el de Ulises también dijo y con ello memoró y dio existencia a dioses y diosas, a un guerrero invulnerable, el del talón, a una belleza sin par, la de Troya, a una mujer que siempre espera, la eterna Penélope, y a su amo y señor de la comarca, el primero entre nosotros que supo con la astucia –sí el primero en valerse de la puta razón, entre nosotros de la “viveza criolla”- conjurar a las deidades míticas y a todas las fuerzas de la naturaleza; aunque no nos engañemos, después –claro- de la compasión de los propios dioses que dijeron "Basta ya con el pobre Ulises, que vuelva por fin a casa". Difícil es de interpretar esta cuestión de la modernidad porque los hombres que inventaron los dioses también debieron inventarse el permiso de los dioses para rebelarse ante los dioses. Con Ulises tenemos la inteligencia, la astucia, en verdad don otorgado por gracia divina, pero fue necesaria previa asamblea de los dioses para asentir todos ellos en la posibilidad, que el don divino pueda ser utilizado, para que pueda también en razón de su legitimidad ser razonablemente eficaz. Más tarde dirá Kant que si Dios dio al hombre la razón, por algo será, para que la use, y –digamos- no para que la entierre como aquel hijo bíblico que escondió la moneda para no perderla, que la avaricia es mala pero cuando se trata de la inteligencia es idiotez. Con Descartes tenemos el método, sabiamente pensado por el hombre René pero es preciso todavía el okey del señor, es porque Dios es perfecto que no nos puede engañar y por magnánima generosidad nos permite emplear ese instrumento también perfecto siempre por decreto humanísimo, del hombre puesto de acuerdo con el Dios, del Dios a regañadientes puesto de acuerdo con el hombre por lo de que "Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios". Pacto que se consumó con posterioridad, porque no era así en tiempos del pobre Adán, que sufría sus prohibiciones y sino fuera por Eva todavía estaría preguntándose si es posible servirse de la manzana, digo, de la sabiduría. Oh, grande Eva. Te adoramos, oh Dios, pero seanos permitido hacer uso de nuestros instrumentos para competir contigo en la creación como en la destrucción nuestra de cada día, ahora y en la hora de todos los tiempos del humano transcurrir.

     Pero dejemos estas volteretas o abanicos proustianos no sólo del fraseo sino ahora también de los temas que se amontonan como racimos y se deshojan como cebollas y retomemos el hilo de la historia, el tema de lo narrable. Es que la poeta puede dar existencia a la mujer Ariadna que aún no sabemos como se para en el mundo, así como Homero al nombrar da existencia a Ulises que se para y sostiene con la astucia. No es la primera vez que se me ocurre como queda asentado en mis notas del año 93, voluntad, idea que retorna, presuntuosa ocurrencia de imitar a Joyce, idiota, ¿cómo podría?, presiento este fracaso; cómo componer una Penelopeseada, la palabra carece de sonoridad, y por añadidura, triste suerte de ser mujer y llevar el pene en el nombre. Y sin embargo, la figura, albricias, mi imaginación practica la simetría pues no me vino el nombre de pensar la contraparte de Ulises, sino del pensar con que figura mítica me identifico o quiero identificar a la Ariadna de mi historia, Penélope a pesar de Antígona con quien vengo teniendo tratos recurrentes. Sentada frente al telar, imagen de un tiempo eterno, circular, sin rupturas ni desvíos, eterno retorno de lo mismo, vida donde siempre hay lana porque nada se consuma y cada noche renace de su propia deconstrucción. Hay que saber vivir así, ella lleva las cuentas de cada día donde se urde una aventura interior. No se trata de neutralizar o conjurar sirenas o combatir brujas y cíclopes realmente existentes sino de vérselas con sus fantasmas que como los afortunados de los cuentos sólo ella puede ver, sólo ella puede percibir la diferencia de sus días iguales y gemelos para los ojos de quienes la acosan. Ella urde cada día una trama diferente, bajo una máscara de sumisión ella practica la ironía femenina esa falsa fidelidad a la ley, esa pura simulación, tono equívoco de pasividad y obediencia que por su misma impenetrabilidad vence en anular la ley de los hombres que pretende gobernarla. Su vida, una larga espera, un eterno recomenzar, cualidad de lo circular, confirmación de lo cíclico, tejido que paradójicamente se arma avanzando y retrocediendo, ella posee, el silencio que la hace bella. La literatura que es masculina interpreta el gesto de Penélope como una prueba de su fidelidad a Ulises. El mito que cuanto más arcaico más feminista, por lo de que Gea, recordemos, la madre tierra, era la primera que por largo tiempo gobernaba y sucesivamente triunfaba sobre Urano y sobre Cronos, interpretaba sin duda de otro modo. Penélope no teje infinitamente, no teje y desteje para guardar las tierras y la mujer de su señor sino para guardar y afirmar su yo que quiere hallar el centro en sí mismo pero se ve y se adivina siempre avasallada por los buitres. Finalmente la literatura que es de los hombres, interpretación interesada e iluminista de la historia venció sobre el mito, vaga creación de seres mixtos y de género indefinido y torció la historia de los orígenes, aún en aquello que es de sentido común: lo más razonable, aquello de que la madre que es tierra, es lo primero e imperecedero y siempre fértil origen de todas las cosas, porque tierra somos y en tierra nos convertiremos. Y sin embargo los primeros filósofos cómo se engañaron, cómo se perdieron divagando por el aire, por el agua sin darse cuenta que esos principios no eran más que partes del principio de todos los principios, salud, oh, madre de todos los hijos, madre mía que estás en la tierra, que eres la tierra.

     Y sin embargo, qué difícil, qué imposibilidad, qué inmenso el esfuerzo, no puedo poner en movimiento personajes femeninos. Mi imaginación traiciona su género. "no colocar los personajes en la situación sino instalar la situación en los personajes" dice Morelli, Pero me suena más, aquella otra del ritmo, la de Pavese. La creación no se deja llevar por los temas ni por los personajes vistos desde un punto de vista psicológico; la creación se desarrolla arrastrada por un ritmo que se impone y que todo lo invade haciéndose tema, personaje, desenlace. Crear entonces es andar en pos de un ritmo ¿y vivir, no será también andar en pos de un ritmo? Se diluye entonces la cuestión del tema, acordamos en que todo el mundo tiene un qué decir, sea la ruda cotidianeidad o los itinerarios más elevados del espíritu; la cuestión es el cómo, o bien digamos en términos equivalentes, el contenido es el continente, el significante unido en forma no arbitraria sino absolutamente necesaria a su significado. Debe existir una fuerza indomable que empuja, que obliga, que arrasa más allá de toda voluntad. Me impongo la consigna: "las palabras deben brotar como agua del manantial", que las palabras corran con toda su insoportable levedad, un flujo intermitente, aunque no a borbotones, ningún exceso. Me he prometido no cometer autocensura, ninguna resistencia, ni a las metáforas más vulgares, "las mejores, las únicas verdaderas" –decía Borges-. El niño que sale con toda la suciedad, el abandono del parto, me pregunto si eso es la felicidad, la sensación del místico en el momento de la iluminación, todos los cables desconectados, el mundo en otra parte, yo con yo, necesidad de un trabajo de retorno, otro punto difícil. Todo esto es tan artificioso, tal la costumbre de vivir en masculino, los varones también nos roban las imágenes del parto, de los flujos.