Los tantos compartimentos.

 

Voluntariamente fragmentario porque sólo en lo fragmentario reside la esperanza, sólo en lo fragmentario se encuentra la interessa de la vida. Elías Canetti.

Ariadna llevaba su diario que no era registro de acontecimientos sino de puras frases propias o ajenas que ella sin embargo no entendía como hurto sino como recuperación de pensamientos propios que otros le habrían robado o bien habrían tenido la suerte de expresar antes que ella. Ellos habrían de servir de disparadores de futuros desarrollos. Ahora viene a tema el primero de aquellos pensamientos que ella no había citado textualmente sino según su memoria le dictaba y cuando se puso a corroborar decidió dejarlo abandonado a su involuntaria distorsión. Dice el Adriano de Margarita "Ciertas porciones de mi vida se semejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero". Ella había recordado escuetamente "La vida cono una casa demasiado amplia cuyo amo no puede ocupar todos los compartimentos" 

 

 

 

 

Voluntariamente fragmentario porque sólo en lo fragmentario reside la esperanza, sólo en lo fragmentario se encuentra la interessa de la vida. Elías Canetti.

Ariadna llevaba su diario que no era registro de acontecimientos sino de puras frases propias o ajenas que ella sin embargo no entendía como hurto sino como recuperación de pensamientos propios que otros le habrían robado o bien habrían tenido la suerte de expresar antes que ella. Ellos habrían de servir de disparadores de futuros desarrollos. Ahora viene a tema el primero de aquellos pensamientos que ella no había citado textualmente sino según su memoria le dictaba y cuando se puso a corroborar decidió dejarlo abandonado a su involuntaria distorsión. Dice el Adriano de Margarita "Ciertas porciones de mi vida se semejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero". Ella había recordado escuetamente "La vida cono una casa demasiado amplia cuyo amo no puede ocupar todos los compartimentos" Esa era la sensación que arreciaba cuando se sentaba voluntariosa a componer este proyecto de memorias, sentía como debe hasta ahora sentir el lector que la memoria era perezosa y que el esfuerzo se había alojado hasta ahora en  la habitación más cercana y no podía hacia atrás avanzar gran cosa. Es cierto, hubo un acontecimiento, un hecho desencadenante; aquella voz del otro lado del teléfono que no se dejó reconocer sino a medias por ansiedad hasta ahora inexplicada, que tenía que servir de disparador como la madalena proustiana, en esos juegos de los olores y los sabores, en este caso, sensaciones del orden de lo auditivo, la voz humana, singularísima de Ernesto que había probado ser por siempre reconocible, que había llegado con su persona como tornado y la había dejado a ella como remolino dando vueltas un poco aún sobre las mismas baldosas de ese cuarto cercano pero con incursiones instantáneas por otros cuartos más apartados, prueba de que el tiempo, nuestra duración, no es lineal y sucesivo sino circular y simultáneo por eso de que intermitentemente está presente pero se esconde el pasado detrás del mero presente que se impone como refugio y se resiste al escarbar y a lo que tal escarbar pueda develar.

     Pero pese al hecho desencadenante Ariadna seguía sintiéndose como un avión que carretea por una pista infinita sin poder levantar vuelo. La memoria se le representaba como un conglomerado de círculos concéntricos que comunicaban entre sí por pasadizos transversales, la comunicación se establecía y el ingreso a las otras latitudes se hacía posible cuando como resultado del movimiento de ruleta, dos de aquellos pasadizos terminaban coincidiendo. Este podía ser el mecanismo de la facultad de asociación: el resultado de un hacer girar la ruleta, lanzar los dados, barajar de vuelta, mecanismo similar al de los juegos de azar pero aún más azaroso porque no mediaba proyecto ni voluntad, era el puro azar activándose por sí mismo. Eran los que ella llamaba flashes, podía estar en el jardín de su casa rastrillando el césped recién cortado y ser sujeto paciente de una imagen remota, esquina de Lima-Perú, exilio y algo más, y el letrero con su estilo de color y grafía, Helados D Onofrio, esquina donde sin embargo no se instala ninguna escena y permanece almacenada la imagen después de ese imperceptible centellar del extrañamiento. Pero hay otros recuerdos algo más voluntarios que no nos tienen como sujetos meramente pacientes sino que nos hacen sujetos, nos hacen alma. Porque no es la memoria una operación que entre otras desempeña nuestra alma sino nuestra alma misma en tanto recuerda, dice San Agustín. Es ella la que nos da continuidad como personas, aglutina los fragmentos dispersos y nos hace narrables, pasibles de ser convertidos en protagonistas. Pero esa memoria que reúne que aglutina, que hace ser uno mismo se le escapaba de las manos como pez en el agua, era sin duda por el voto de espontaneidad, de dejar que las palabras fluyan como agua del manantial y para el caso, que se aprecie, voto de fidelidad también a las metáforas más vulgares, las mejores, las únicas. Sin embargo esa espontaneidad era tramposa o bien, concedamos, bastante limitada en sí misma como toda espontaneidad que siempre avanza por los caminos despejados, esquiva los escollos, discurre sólo por espacios abiertos, Mientras que ese pasado remoto que habría de ser desbrozado por ese hecho desencadenante, la voz del otro lado del teléfono, está bajo cerrojo, no Marcel, no es cierto que el sabor de una madalena sea suficiente para activar los cerrojos que abran todos los cuartos de esa gran mansión desmantelada y así escribir los siete volúmenes de una historia de vida. ¿Cuántas, cuántas madalenas Marcel tendremos que ensopar en la cucharita del té? "Un minuto de inspiración y años de transpiración" decía ¿Goethe? Pero más que sudor, sudor y lágrimas era necesario una toma de decisión, salir del hermetismo tanto para los otros como para sí mismo, comenzar por sí mismo, salir de lo privado donde todos los gatos son negros para ponerse a la luz, hacerse público. Ari. pensó en la sabiduría antigua, la de la vieja inscripción en el oráculo de Delfos "Conócete a ti mismo" que sobre todo apuntaba al conocimiento de los propios límites, inmensa sabiduría la de los propios límites.

     Ariadna. se levantó de la mesa donde escribía y comenzó a caminar por las salas vacías de la casa real, espaciosa, pero no tanto como aquélla de la imaginación, el calor arreciaba en esa noche de enero, (el ordenador le recordaba cada vez que escribía un mes que ese mes era "del 2000", le recordaba el reciente cambio de milenio y por añadidura aquel remotísimo momento de su vida joven cuando se había preguntado ¿llegaré al 2000? y en efecto había llegado y aquí estaba) y ese movimiento le parecía poder refrescar el cuerpo y las ideas. ¿Era acaso la memoria como un fuego que al ventilarlo se reaviva, era acaso ese remotísimo momento un posible disparador?, ¿pero cuando se había hecho esa pregunta por primera vez?

     Era en la casa de Juan, después de una fiesta, cuando todos los que sólo circulaban ya habían circulado y quedaban sólo los íntimos, entretenidos en charlas metafísicas y esperando el alba que llegaba con el desayuno para reestablecer los lazos con el mundo realísimo, era la época en que para todos nosotros, veinteañeros, el tiempo tenía la forma de la línea extendida hacia delante. A Juan le gustaba lanzar sus preguntas como acertijos semejantes a los del dios Apolo a la vez inocentes y peligrosos. "¿Es el tiempo como un río o como una naranja? El acertijo aparentemente juguetón derivó en honduras inesperadas. ¿Tenía razón Heráclito, o en el fondo de los fondos habría que darle la razón a Parménides no tanto porque el ser sea inmóvil y esté atado por los Hados, sino porque a la larga es uno y redondo pues no hace más que repetirse a sí mismo. Se armaron bandos y sub-bandos, algunos indecisos como Ariadna permanecieron en el filo de la ambigüedad y el debate derivó hacia la pregunta ¿llegaremos al 2000? (ahora el ordenador me recuerda solamente que es enero), no tanto por confirmar que el tiempo sea río o naranja sino por saber no más si llegaremos, ¡qué lejos lo teníamos¡. Y la pregunta no era vana, porque de hecho algunos no llegamos, pero los que llegamos... Sería interesante otra reunión como aquélla, una repetición, respetando los espacios vacíos, que cada uno escarbe en su mente la diferencia, pese a los ordenadores que responden y recuerdan más allá de nuestras preguntas, pese a la ciudad que se ha vuelto transparente y sin refugio, pese a los ausentes y nuestras marcas del tiempo en el cuerpo y en el alma, cuanta semejanza, cuán similares en nuestros límites, en nuestra repetición. ¿Somos nosotros los mismos de aquellos días?

     Ariadna se imaginó, ella con todos sus amigos de los sesenta, los que estaban aquella noche en lo de Juan, íntimos y episódicos, haciendo una cola considerable detrás de un telescopio del tiempo. En ese preciso momento era Juan quien miraba por el ojo y Ariadna concentraba sus poderes perceptivos para ver lo que él veía, Juan era uno de aquellos personajes de otros tiempos que A sí había visto un par de veces a su regreso del extranjero y que había dejado de ver después de comprobar que todas las marcas personales subsistían acentuadas por los años, ¿es eso la madurez? La consolidación de todas las manías ... Es cierto que las aguas cambian, pero el río se nombra siempre con el mismo nombre. ¿Qué es lo que muda y qué es lo que permanece? ¿Es posible ser otro; o bien no ser otro, sino hacerse otro?

     Ese era el ideal de Federico que un buen día se fue de la casa sin rumbo definido pero con una muy acotada utopía, hacerse otro, para ello era necesario alejarse de todo lo que lo circundaba como un cálido nido, las paredes a las que se tenía acostumbrado, los objetos sobre los que podía posar un ojo familiar, las personas con que lo ligaban sus afectos, sólo quedaba en pie el anhelo que lo movía, cortar todos los lazos con el pasado, su propia identidad, su historia personal, rehacerlo todo, hacerse otro. Esa tarde en que Fede regresó para anunciar su verdadera partida, -pero qué había sido la otra y la de más allá, hacía tiempo que ella ya lo sentía lejano y presentía que la distancia interpuesta acabaría por romper ese cordón ya muy adelgazado y lanzar a Fede por los aires, ella lo sentía, lo percibía, cada vez más ingrávido, inmaterial, etéreo, inaprensible- Esa tarde A escuchó electrizada, embriagándose con las palabras, con la utopía, con lo que ella llamó el experimento nada más que para esquivar el dolor. Paradójicamente esa tarde estaría más cercano, había algo de utopía compartida, expresarse en idioma extranjero como decía Kierkegaard para romper con una de las más estimadas casas, la del lenguaje, mudar la piel para dar comienzo como decía Nietzsche a la única guerra que merece ser emprendida, la guerra contra uno mismo, ser su propio adversario para estar siempre a prueba, el guerrero que no reposa, el estar siempre alerta. Esa tarde no lloraría porque la energía que despedía el cuerpo del hijo era una atmósfera envolvente, una salud contagiosa que le producía un estado de embriaguez lúcida que postergaba la angustia. Las lágrimas esperaban otra hora, aquel día a cabo de diez días, el del rudo adiós que cada uno atajó a su manera según rasgos personalísimos que entonces se volvieron transparentes: simulada y nerviosa indiferencia un poco disfrazada de comprensión, de un estar más allá de todo sentimentalismo, engañosa entereza del que no quiere ser obstáculo, o llanto al fin, ruidoso desgarramiento. Fede avanzó hacia la reja sin mirar hacia atrás como está escrito debe procederse en estos casos. La vida de los otros simuló sin convencimiento, harto desprolijamente, seguir su curso, consagrado por la santa costumbre.

     Pero quién dijo que la costumbre era algo deleznable, quien no se solaza en la repetición. El mismo Kierkegaard que quería ensayar un idioma extranjero, cuantos kilómetros hubo de viajar hasta Berlín para repetir una vivencia y cuanto esfuerzo literario para escrutar los misterios de la repetición y consagrarle un entero libro. De Nietzsche, recordemos tan sólo la parábola circular, su vida hecha obra y su obra espejo de su vida; después de lanzar sus loas a Voltaire y sumergirse en el racionalismo más obcecado, en el rudo positivismo, regresa a los brazos de su buen Dionisos, se embriaga de cielos y divinidades, acaso se trata de dialéctica hegeliana, ponerse primero para negarse después y vuelta a ponerse, por último pero en forma superada, la ansiada síntesis por elevación. No Tomi no es necesario volverse loco para embriagarse de dioses.

     Fede regresó al año, luego al otro año. En cada una de estas incursiones Ari comprobó, -tal como Mike desde su fanatismo cientificista había presagiado "no cambiará, no sabe que la personalidad es una combinatoria química"-, que nada había mudado en él, sólo los rasgos se habían acentuado, hermetismo, parquedad, ese lenguaje casi monosilábico que había nacido con la adolescencia acaso circunstancialmente por la escasez de palabras y ahora se había establecido como marca personal y voluntaria, y esa distancia interpuesta entre los cuerpos que decía no preguntar, no tocar y que señalaba la hora de la separación y el extrañamiento. "No son nuestros hijos, son hijos de la vida", solía repetir Edu para apaciguar vaya uno a saber que sentimiento secreto, inconfesado. La vida hizo sonar su campana y un ciclo se cerró tras los ecos casi imperceptibles.

     Volvamos al juego de Ari. Qué pudo espiar en su imaginación mientras Juan miraba por el ojo del telescopio. Sabemos que estos juegos más que los sueños los maneja la propia mente del sujeto. Eran los mismos rasgos, un poco más débiles, que había comprobado acentuados a su regreso del extranjero. Pero qué vio cuando le tocó su turno, algo más extraño todavía: era la misma imagen de sí que en estos tiempos presentes alternaba sin pudor con otra más actualizada y comprobó entonces que en soledad, sin espejos que actualicen el rostro y el cuerpo gastados por los años, sin hijos a los costados que jueguen de parámetros de comparación o movilicen la conciencia en el juego de los roles, su imagen de sí carecía de edad o bien tenía la edad indeterminada del recuerdo. Y así debía ocurrirle a los otros, pensó en Manuel tantas veces actuando como hijo, disputando como hermano con la hija, recordó a su madre, ya señora mayor en actitudes de niña, pensó en Ernesto quien después de tantos años, a pesar de su frondosa barba cana seguía siendo aquél mismo adolescente de mirada melancólica y mendicante. Y era precisamente eso lo que la atraía ese aire de augusta desolación y de eterno interrogante que postergaba cualquier forma de resolución y dejaba siempre la llama encendida. Ari se preguntaba si él también habría fijado su imagen en aquel momento remoto del tiempo y fuera entonces posible, a pesar de todas las trágicas historias que como aluvión le arrojó en los escasos cinco momentos del reencuentro, jugar fuera del tiempo.