Memorias de Ariadna, o ¿Cuántas madalenas Marcel?

Ariadna, yo con este nombre extraño completamente circunstancial, construido por oposición masculino-femenino, devenido luego en Ariadna y así sea desde ahora, doy comienzo a estas memorias un día por el que declina agosto. Llueve son las seis de la tarde, mientras transito en el vehículo más plebeyo. Siglos me separan de la voluntad de marcar la diferencia por las señales de sangre, -léase a causa de mi propia pertenencia a un bajo rango o bien de la necesidad de ocultarla por una cuestión de status-. Es la libertad que concede el carecer. Y sin embargo me seduce la imagen de los espacios nobles para estas actividades del buceo en el recuerdo.

 

Ariadna en la ciudad

Ariadna, yo con este nombre extraño completamente circunstancial, construido por oposición masculino-femenino, devenido luego en Ariadna y así sea desde ahora, doy comienzo a estas memorias un día por el que declina agosto. Llueve son las seis de la tarde, mientras transito en el vehículo más plebeyo. Siglos me separan de la voluntad de marcar la diferencia por las señales de sangre, -léase a causa de mi propia pertenencia a un bajo rango o bien de la necesidad de ocultarla por una cuestión de status-. Es la libertad que concede el carecer. Y sin embargo me seduce la imagen de los espacios nobles para estas actividades del buceo en el recuerdo. Cuánto contraste entre unas memorias engendradas en el "bondi" y aquellas nacidas en el marco de un interior burgués, decimoctavo o décimonono, ya familiar por don abundante del siglo del cinematógrafo. Desde mis alturas, alturas de la autopista montada sobre el paisaje de las azoteas porteñas,  veo la ciudad que tiene sus dignidades pero no se me escapan sus desperdicios. “Antropología de la basura”, sabia ciencia recientemente inventada, aportará acaso notas claras y distintas para una reflexión sobre la vida en sí o sobre estos seres vivos, tan terrestres y tan humanos, con todos sus usos y costumbres, la civilización del plástico, de la “siempre libre”, ¿a qué se ha reducido el tema de la libertad? A una disponibilidad para actuar nuestra programación, el santo instante de la decisión, el “o bien o bien” reducido a una elección  de marca. Pero... ¿a qué hablar de libertad que no es un tema poético?, ya lo decía el noble Goethe, aunque él se refería a esa libertad con que se inflamaban los espíritus revolucionarios de su época, misma inflamación de nuestros sesenta, setenta, en las canciones de protesta saturadas de sangre y de fusiles, sobretodo los fusiles. Y sin embargo el carácter poético no es algo que se pueda atribuir a los temas, libertad puede decirse de mil maneras, lo no poético es el tono, la inflamación, la falta de aliento.

Y vuelvo a mis alturas, las del ómnibus, que ya le mudé la palabra, por afán de percisión porque no se trata exactamente de bondi, por repulsa de lo excesivamente contrastado, por estética, desde aquí, desde donde se ve la ciudad desde arriba, me ataca el sabor agridulce del recuerdo, porque el ómnibus se contornea por las calles de la adolescente Ariadna, que ya tampoco son las calles sino los espacios abiertos, las autopistas. Ariadna piensa en Haussman, recuerda que tuvo que regresar a Paris y mirarla con esos ojos nuevos, después de la lectura de Benjamin, y toda esa literatura nostálgica para comprender por propia vivencia la sensación aplastante, abrumadora de los espacios despejados, de las aberturas. Estar solo en la multitud, el descobijo, hacerlo todo visible, disolver todos los recovecos, todas las barricadas naturales, el despojo total, sin armaduras, sin escudos, sin los pliegues ni los rincones donde la ciudad se esconde, donde es posible disimularse. Frente a las fuerzas represoras en tiempos de guerra, época de revueltas y comuneros -por hablar solamente de Paris, que desde aquí también nos comprendemos por eso de lo no dicho que también se dice; frente a la igualación, homogenización igualmente represora en tiempos de paz. Pero sobretodo en tiempos de paz, en tiempos del común, protegerse del clima, del verano, del sol que pega incompasivo, sin tregua. Esa es la manera en que Haussman ataca hoy, sol de agosto en Paris, así sin querer, al turista ingenuo, es la manera en que la modernización es sentida en el dorso del caminante, e imagino, por la multitud misma nacional o radicada, un árbol, aquí, por favor, un himno al árbol.

Y ¿qué de mi ciudad? y casualmente del lugar mismo donde crecí, porque el sitio de mi perspectiva desde donde miro la ciudad cuando el ómnibus, desde la autopista, atraviesa la 9 de julio, es el sitio mismo de mi casa adolescente, donde crecí mis dieci, la que fue expropiada y demolida en aras de la modernidad, por continuar las avenidas, otra vez las aperturas. Pero en verdad me es en parte indiferente, me molesta la idea de vacío, el irrevocable ya no estar para siempre, pero en cambio me place que desde el lugar donde estaba mi casa se vea sin impedimento las agujas de aquella iglesia cuyo nombre ignoré y aún ignoro; todo se torna una cuestión estética. ¿Autopistas? también el tema se reduce en los vaivenes de mi reflexión a la escueta oposición entre utilidad y belleza y por qué no ambas cosas para dirimir la cuestión. Afear la ciudad y por tanto marginar, reducir, empequeñecer no es un precio loable a pagar a la utilidad o la velocidad. Y éticamente hablando, digo, a modo de autocita, "pesa en mí, el alma romántica porque me duele la muerte de los ancianitos Baucis y Filemón", inmolados por Fausto en el santuario de la modernidad para abrir cauce a sus ansias prometeicas, más propiamente digamos, "fáusticas" de la gran acción, los grandes canales para vencer al mar, vencer a la naturaleza, el hombre en lugar de Dios, como el gran constructor, pero entonces también como rey de justicia, legislador supremo sobre la vida y el sacrificio. Porque ellos, los ancianitos, también eran vida más allá de los ardides de la vida, de ese tan goetheano, “venga la muerte para que haya más vida”. Para "el grande hombre" a decir de Napoleón,  poeta y hombre de acción, el gran Goethe, que apuesta después de larga e inexorable duda al "árbol de la vida", la distinción entre formas de vida, la jerarquización de las manifestaciones en que el ser se expresa no es más que una astucia, sólo demasiada humana. Matar la vida para salvar la vida, nada más que un lema iluminista, ¿que lleva en su seno el germen de su destrucción? No. Sólo lleva consigo los signos de su contradicción, o acaso, desauciados, reconozcamos: los principios, las coordenadas de su autoconservación. La bella frase de Goethe "la muerte no es más que un ardid de la vida misma para que haya más vida", habría de seducirnos sólo en tanto se tenga a la naturaleza como legisladora soberana. Hay números en que la cantidad se torna cualidad, 750.000 muertos por año para la construcción del canal de Panamá, y tampoco inmolados a favor de la vida sino de una abstracción llamada "progreso" como máscara acaso de poderes que buscan enseñorearse. Pero qué antigüedad, hoy, hablar del canal de Panamá, habiendo tantos ejemplos, no es más que burda asociación, porque en el Fausto se trataba de canales.  

Y nosotros no tenemos nada que decir, ni siquiera de cómo nos cambian día a día, inconsultamente la ciudad, esta que quiero hacer protagonista, pero que se me escapa, se me enajena, no por ocultamiento, porque por sus rincones nos llevábamos bien sino por su delatora visibilidad, no hablaremos ya de las avenidas de las autopistas, hablemos de las cosas pequeñas, todos los viejos cafés, convertidos en vitrinas, homologados en tamaño, en disposición, en material vidrioso, ¿quién les habrá persuadido de que esos reciclados responden al gusto del público? Recuerdo hace unos años en marchas nostalgiosas por nuestra Corrientes, la que no dormía, cabía todavía la protesta: aquí estaba La comedia, allí el Politeama, uno a uno fueron cayendo sacrificados a la "posmo". Hoy ya no es posible ni ese comentario quejumbroso, todo no más que una masa amorfa de sitios vidriados anónimos e iguales, ¿dónde proximamente estará el Foro, donde La Paz? Dónde el espacio en que colocar el tiempo de ese pasado, o es que acaso el recuerdo no sólo debe ser tiempo sino también espacio almacenado, que no sólo es tiempo el que huye, porque se nos va el espacio, imagino, como ciudad atacada por vendaval. ¿Dónde estarán aquellos los que fueron? o bien, apenas aquéllas, las cosas, los sitios que por ser materia inorgánica, pensaríamos, habrían de perdurar más allá de los tristes cuerpos y sus acompañantes almas? Pero Ariadna no es una nostalgiosa que sólo llora, sabe apreciar los buenos cambios, sólo destesta las máscaras compradas al por mayor que tras el cartón no dejan ni adivinar las huellas de lo que fue. Esta tarea emprendida, la novela que bien podría transformarse en la roca, el pedestal sobre el que se sostiene su transcurrir, no puede apresar a la ciudad que quiere hacer protagonista. Cunde el extrañamiento, Buenos Aires, acaso un puro nombre como conglomerado de espacios vacíos de tiempo, de vivencias que llenaran como contenidos esas puras formas. La vida como una casa demasiado amplia cuyo amo, no puede ocupar todos sus compartimentos- dice  Marguerite.