Modernidad líquida, la de sin grandes relatos
Ariadna se aburre o acaso se impacienta porque está superexcitada con la visita de Ernesto, un poco ansiosa, hay que ponerse al día con todas esas historias. Pero en realidad no le interesan tanto las historias, solamente la posibilidad de traer, así nomás con la presencia y algunas palabras entrecortadas un pedazo de pasado, de aquellos otros tiempos cuando todavía estaba todo el tiempo por delante y por detrás apenas proyectos mal esbozados, un corte en el presente, un encaje del antiguo, entretenerse con alguien que compartiera alguna nostalgia, la de los bares desaparecidos tras el vidrio, el Moderno, el Farolito, sí, porque precisamente en la casa de Oswald, la noche de la despedida se evocaron algunos nombres y había códigos compartidos.
Ariadna se aburre o acaso se impacienta porque está superexcitada con la visita de Ernesto, un poco ansiosa, hay que ponerse al día con todas esas historias. Pero en realidad no le interesan tanto las historias, solamente la posibilidad de traer, así nomás con la presencia y algunas palabras entrecortadas un pedazo de pasado, de aquellos otros tiempos cuando todavía estaba todo el tiempo por delante y por detrás apenas proyectos mal esbozados, un corte en el presente, un encaje del antiguo, entretenerse con alguien que compartiera alguna nostalgia, la de los bares desaparecidos tras el vidrio, el Moderno, el Farolito, sí, porque precisamente en la casa de Oswald, la noche de la despedida se evocaron algunos nombres y había códigos compartidos. Pero finalmente todo se pudrió porque con los nombres y la nostalgia se colaron los personajes, la reiteración de situaciones y la presencia de personalidades detenidas en el tiempo, el grado alcohólico de Oswald iba in crescendo a medida que la noche primero crecía y luego iba diluyéndose rumbo al día; la charla trasnochada quedó instalada con todas las consabidas proformas. Posiciones encontradas: de un lado purismo en política, esa que en los sesenta se escribía con mayúsculas y hoy se escribe con m de m.., perdón, de minúscula; del otro decepción, desazón disfrazada de realismo, en el fondo purismo, también. Defienden una posición más conciliadora pero se sienten basura, nada de esa espontaneidad inocente que caracteriza el gesto de la otra generación, los jóvenes de hoy, los hijos nuestros, libres del síndrome revolucionario de los sesenta; en el fondo aquéllos cargan con resabios del antiguo maniqueísmo, todo modo de vida pasado fue mejor, no mejor sino la verdad verdadera, la única, la auténtica. Ariadna entendía que gran parte de sus amigos y de la gente que la rodeaba, conocidos o desconocidos pero que rondaban cierta edad, la suya, adolecían de esa elasticidad mental, -la misma que Sócrates buscaba y por eso se dirigía particularmente a los jóvenes que en su época como en la nuestra concentraban la mirada reprobatoria de los mayores,- pensaba que ellos adolecían de esa materia maleable que permite ir asimilando los cambios, ¿con espíritu abierto, con entereza? o al menos –aceptemos – con tono de interrogación. Ella misma no estaba segura, pero al menos pensaba que su duda podía redimirla. Ellos en cambio carecían de duda, tan aferrados estaban a su antigua verdad como a una piedra atada a los zapatos en el momento de lanzarse al agua.
Por momentos pensaba que no era espíritu abierto, ni entereza, ni siquiera duda lo que se necesitaba sino un poco de amor, ¿acaso no eran los propios hijos quienes debían habitar el purgatorio de esta modernidad? Modernidad light, evanescente, líquida, superficial, la de lo siempre efímero, la de la falta de utopías, la sin grandes relatos que enmarquen la fútil vida que se desliza, la de la lengua que nos habla y la de la mirada que nos mira, la del sujeto como un X tirada a un costado, un interrogante, una duda al fin como un paso en retroceso al recorrido cartesiano, un no pasar por la duda sino permanecer en la duda, ¿existo yo, puedo acaso afirmar mi existencia por el sólo hecho de que dudo? He aquí el purgatorio sino el infierno, atravesar tanta magnitud en espacio y en tiempo sin poder llegar a la certeza de ese mismo atravesar. Pero era de todas maneras un tema grosso para ser dirimido en charla trasnochada vino mediante y abundante materia lacrimógena explícita o no por eso del reencuentro-despedida. Ari quiso acotar una opinión, balbuceó algunas ideas pero por entonces ya todos hablaban juntos, los ánimos estaban alterados, algunos comentarios se habían tomado como alusiones personales, sintió eso que se ha de parecer a la nausea, sensación de repetición, eterno retorno, que no hay que entenderlo como burdamente lo entiende Tomi que entrampado en su racionalismo casi pueril, no quiere aceptar que Nietzsche haya siquiera pensado en semejante posibilidad salvo ya perdido en la locura. Tomi lo entiende un poco obsecadamente como la imposible repetición exacta en el tiempo y en el espacio del mismo suceso actuado por las mismas personas singulares. "No, Tomi, no se trata de que de aquí a un siglo nosotros mismos reunidos alrededor de esta mesa un jueves por la noche digamos las mismas pavadas con el mismo aire de estar haciendo agudas observaciones, no se trata tampoco de eso que se ha dado en llamar deja vecú, como sensación de que un instante en el tiempo ya ha tenido lugar; se trata de algo más simple de la vivencia de la repetición de los mismas circunstancias con los mismos personajes y los mismos desenlaces, vivencia que nos agobia en la forma de nausea, hartazgo y que no tiene nada de particular o extraño salvo su absoluta probabilidad." ¿Cuántos tipos humanos podemos distinguir entre la multiplicidad de los casos conocidos? ¿cuántas circunstancias diferentes sirven de esqueleto a esas charlas que antes eran de café y ahora se alojan en el living de matrimonio tipo con hijos? Ariadna pensaba esto contando con disimulo los dedos de la mano y le sobraban. Algunos tipos están ligados a profesiones, médicos y periodistas, por ejemplo, se semejan por la piel curtida e impermeable a todo acontecer, la pérdida del asombro, de la pena, de la indignación, de la sensibilidad misma ¿de qué dura caparazón han debido armarse para sobrevivir, para sobrellevar sin sucumbir, la cotidiana muerte, la enfermedad, la tragedia, la corrupción, que traiciona la buena fe que ya no es fe, apenas rendición al mundo de lo posible? Unos, los médicos, anestesiados frente a la muerte y la enfermedad, los otros, los periodistas, sencillamente frente a la realidad toda, con todas sus lacras, incluida la propia práctica periodística que sólo logra sostenerse sobre el cadáver de sus víctimas. Y precisamente los amigos de Ernesto reunidos en esa velada, sus viejos camaradas, eran todos periodistas, por eso el sabor agrio en la boca que se mezclaba al dejo del vino cuando el sabor se marchita y que se expandía por la boca de todos los presentes como una nausea.
Y ellos sin embargo hablaban de la juventud y se lamentaban de la juventud, tan perdida ella en esta levedad insoportable de la modernidad. Ariadna recordó entonces ese programa televisivo donde la plana en pleno de los adultos famosos alineados en la seriedad política y comprometida, arrinconaban en el banquillo de los acusados a unos tantos jóvenes anónimos y apolíticos que reivindicaban su derecho a no votar, eran los 501. Cínicos ellos que ahora exigen a los indiferentes un compromiso con aquello que en otros tiempos les valió de parte de estos mismos jueces, el mote de subversivos cuando no la muerte y la desaparición. ¿Qué es el apoliticismo sino una forma como tantas de resistencia, derecho intangible de la masa silenciosa que sólo puede matar por la indiferencia? Y pienso ahora, 2011, 11 años después, leyendo esto, agrego, esos mismos adultos alineados en la seriedad política, hoy, nuevamente, rueda del tiempo, eterno retorno, vuelven a denostar a los jóvenes, ahora, por politizados.
Más allá de la situación de clase se piensa desde una situación familiar, madre con hijos era la suya. Uno comienza en la infancia por esforzarse en trasmitir valores, creencias, un gusto también, sobretodo un gusto. Acercarles libros, incitarlos a leer, que no se lo perdieran, que no se engañaran, que no era lo mismo leer un libro que engancharse con una telenovela; más allá de su valor artístico el libro, la lectura construye una relación más íntima, arma una complicidad perdurable. Esto les sugería cuando ya podían entenderlo, pero por entonces entrada la adolescencia tampoco podían entenderlo porque ya era el reino de lo efímero y de lo público y en su caso como buena parte de las madres y de los padres, que no todos porque algunos pueden atravesar toda la larga vida invulnerables, comenzó a entender que era ella misma quien debía ponerse en cuestión, no para ser moderna que en realidad no quería, sino para no quedar afuera disparada a los márgenes de ese movimiento de inversión por el cual los padres del lugar del saber pasan al lugar de la ignorancia, del no poder enfocar, del estar desfasado y entonces mirar un poco con los ojos de ellos, adoptando sus valores, sus puntos de vista, sus gustos, reconocer la propia ignorancia pero saber a veces disimularla, volverse un poco artista y hasta aprender a mirar con los ojos asombrados.
Otra era la situación de Nené, solterona ella, por siempre hija, estaba condenada a tenerse por centro de su pensamiento y de su sentir, los ojos dirigidos al ombligo, obstinada en reafirmarse permanentemente en su manera de estar parada, infantil por momentos, caprichosa por carecer de competencia generacional, libre de enfurruñarse en sus resentimientos. El tratamiento mismo de la angustia era diferente en razón de este status familiar. Nené solía decir " la angustia para mí es cosa del pasado, la padecía en la adolescencia, ahora se disipa con un café con leche con medias lunas" A Ariadna en cambio la angustia se le dormía con el llanto de Marina a la hora de tomar el biberón, ese era su recuerdo remoto, ahora que la niña había crecido y armado sus propios sinsabores era la angustia de Marina la que la absorbía y chupaba su propia angustia para transformarla en preocupación.
Acaso entonces la angustia es sólo un tema adolescente, pues el adulto habría aprendido sus estrategias de combate; o bien son los trajines de lo cotidiano los que la disuelven sin esfuerzos; o bien simplemente la angustia cambia de nombre y es la tal “preocupación” que siempre enfoca más bien hacia el otro. Ariadna recordó que su padre discutiendo con las concepciones existencialistas más conocidas había instado a sustituir el concepto de angustia por el de inquietud y ella al leerlo, -¡qué pena! haberlo leído tantos años después de su muerte, en razón probablemente de lo precoz de la muerte del padre y lo no tan precoz de la vocación filosófica de la hija- había acordado y más que acordado había sentido una sensación de alivio porque ella misma poco había sentido, de ese algo que imaginaba debía de ser la angustia y acaso ello fuera un impedimento para ser verdaderamente un espíritu filosófico. Por cierto la inquietud le era más familiar, algo tenía sin duda que ver con esos estados de ánimo que no tenían palabra; inquietud, que como la palabra lo dice no deja tregua, en tanto ansia de vida, “ansiedad”, esa era en realidad la palabra del padre. Acaso la angustia se vincule con la muerte y la ansiedad con la vida, hay que ver que es lo que uno tiene por más cercano y compañero, o acaso vida y muerte sean la misma cosa y tengan razón aquellos primerísimos filósofos, cuando decían que erraban aquellos que las nombraban con distintas palabras, pues separación o retorno a la madre de todas las madres, primer principio o magma primordial, no son más que momentos de un mismo movimiento. En los modos de esta apreciación, de la vida como vida, que es una carrera por la individuación, -porque en verdad la separación tenga su eficacia y deje algún rastro antes del obligado retorno-; y de la muerte como retorno y fin del ciclo y de las posibilidades que nos fueron tácitamente asignadas, también es posible distinguir tipos humanos: los depresivos y los ansiosos quienes a pesar de las diferencias tienen en realidad la misma preocupación.