Nietzsche Kierkegaard, filósofos estetas
Mi punto de partida es su propio decir: la hora silenciosa, las palabras más silenciosas son las que provocan la tempestad. Pero la voz de Nietzsche es un estruendo, un martillo sobre mis sienes, me rompe los tímpanos. Siempre lo tomé por el costado: El nacimiento de la tragedia, infinitas veces releído, sus obras aforísticas porque invitan siempre a abandonarlas sin escrúpulos. Pero he guardado la sospecha de que abordarlo por la médula era arremeter contra el Zaratustra; hubo en ese sentido ensayos reiterados pero efímeros o parciales, era dada una incompatibilidad de caracteres, su aire profético, su tono amonestador, su exceso afirmativo. Al fin lo he logrado, lo tengo bien leído, pero no lo guardo como un tesoro. He pasado por la bronca, he pasado de la bronca a la risa, de la risa al entusiasmo, la alegría de ver reflejadas mis verdades más antiguas, las felices coincidencias. Ahora me he hecho amiga.
Mi punto de partida es su propio decir: la hora silenciosa, las palabras más silenciosas son las que provocan la tempestad. Pero la voz de Nietzsche es un estruendo, un martillo sobre mis sienes, me rompe los tímpanos. Siempre lo tomé por el costado: El nacimiento de la tragedia, infinitas veces releído, sus obras aforísticas porque invitan siempre a abandonarlas sin escrúpulos. Pero he guardado la sospecha de que abordarlo por la médula era arremeter contra el Zaratustra; hubo en ese sentido ensayos reiterados pero efímeros o parciales, era dada una incompatibilidad de caracteres, su aire profético, su tono amonestador, su exceso afirmativo. Al fin lo he logrado, lo tengo bien leído, pero no lo guardo como un tesoro. He pasado por la bronca, he pasado de la bronca a la risa, de la risa al entusiasmo, la alegría de ver reflejadas mis verdades más antiguas, las felices coincidencias. Ahora me he hecho amiga.
Primera pregunta, la pregunta obligatoria: ¿por qué Nietzsche-Kierkegaard? Respuesta: por las resonancias que existen para mí. Ambos son filósofos musicales, aunque lo de Kierkegaard sea un susurro y lo de Nietzsche un martilleo constante; ambos se saben poetas aun cuando tengan rudas palabras para el poeta. Kierkegaard le reprocha su ironía, el gusto por las máscaras, el dejar que todo se derrumbe para refugiarse en su tristeza o encerrarse en lo demoníaco como rebelión inútil. Zaratustra poeta está cansado de los poetas, los que mienten, adulteran su vino, fabrican mezclas venenosas, son superficiales, gentes de términos medios y componendas; desordenados y sucios, acostumbran revolver sus aguas para darles la apariencia de profundas, viven bajo la ilusión de que la naturaleza se ha enamorado de ellos y se desliza en sus oídos para murmurarles sus secretos. Ambos quieren ir más allá del poeta, hacia el hombre religioso, hacia el superhombre.
Pero éstas son semejanzas derivadas que probablemente desciendan de un tronco común. Ambos son solitarios que en sus parajes desérticos rinden culto al individuo, al único. Todo pretenden sacarlo de sí, no apoyarse en nada. Kierkegaard ante su Dios, Nietzsche cargando su Dios que no sabe dónde enterrar. Toda la vida de ambos la veo como el largo proceso de creación de sí. Hay un cuento de Andersen titulado Los chanclos de la suerte, cuyo personaje papagayo remeda como cantinela el motivo de su compatriota: “Vamos a ser personas”. Por su parte Nietzsche advierte: “No hay que suponer que muchos hombres sean personas, hay quienes son varias personas; los más no son ninguna (...) El desarrollo de la persona supone temprano aislamiento, la obligación de llevar una vida combativa (...) y un poder nada común de distanciamiento y reserva y sobre todo una sugestibilidad mucho menor que la del hombre medio, cuya humanidad se contagia”.1 Toda la vida de ambos es el largo proceso de creación de sí; toda la obra, la comunicación de esa experiencia. Ambos saben que deben sucederse los momentos del hablar y del callar, la propia vida como experimento puesta como cobayo en la mesa de operaciones, abierta, jugada a todas las posibilidades, ejercitándose en todos los peligros.
La dialéctica
Ambos se llevan mal con la dialéctica. Kierkegaard tiene su obsesión: Hegel, y sabe recordar a sus olvidadizos lectores que en la época en que hablar de sistema era la última palabra de la moda su obra seudónima supo dar un fuerte golpe al sistema. Nietzsche lanza sus dardos a múltiples blancos pero no deja de empeñarse contra Hegel, a quien coincidentemente con Kierkegaard ataca en dupla con Goethe como “representantes de un fatalismo casi alborozado que no se rebela ni afloja, buscadores de la razón en todas partes para permitirse la resignación y el conformismo. Voluntad de deificar el Universo y la Vida para hallar en su contemplación y exploración paz y felicidad”.2 ¡Qué me importa la felicidad!, dirá Zaratustra. Hace mucho tiempo que no aspiro a la felicidad, aspiro a mi obra.
Es la común pasión por el único, el singular que los induce a arremeter contra la dialéctica. Para ambos la vida es cosa seria, sólo el bufón salta por encima del hombre, dice Zaratustra en un indiscutible tono kierkegaardiano. A la confirmación de lo mismo a través del lento proceso de negación y superación dialéctica le opone el pluralismo, la realidad como combate, guerra; la sabiduría, que es mujer, sólo ama a los guerreros. Zaratustra aconseja a sus discípulos no consagrarse al trabajo donde la paciencia del orfebre va descubriendo la gema necesaria, sino a la lucha de la que siempre resulta como un trueno la afirmación de un querer; sólo ella sabe liberarnos de la servidumbre de la necesidad permitiéndonos una pieza en el baile de las casualidades divinas. No se trata de un desenvolver para encontrarse con la deriva de lo mismo, sino de plantar la novedad, y decir sí, no, yo, o hacer de la necesidad un querer, del “así fue” un “así lo quise”. La afirmación de la diferencia supone también terminar con la idea de superación. No se trata de superar sino de ir hacia otra cosa; la idea del hombre como tránsito, puente, da cuenta de este modo de ver nietzscheano donde el trabajo del concepto, que él considera como una huida y olvido del yo, deja lugar al goce y alegría del sí y del no, donde la pesadez de la dialéctica es desplazada por la ligereza de la danza.
Las mismas metáforas para designar casi las mismas cosas, Kierkegaard también hablará de danza, salto, pirueta para evocar las artes que combaten la mediación. El movimiento hegeliano que avanza de posiciones y contradicciones hacia una síntesis superior se transforma en dialéctica del salto, movimiento de riesgo hacia una locura superior. A su base se halla la noción de contraste, ésta no existe para el pensamiento sino para la libertad que la excluye. ¿Qué hace el filósofo? Para el filósofo la historia del mundo ha terminado y él hace la mediación. Sabe jugar con las fuerzas titánicas de la historia, está lleno de grandes conceptos para grandes acontecimientos, los mismos que Nietzsche trivializa calificando de puro estruendo; pero no saben decir nada de la vida ni para los otros ni para ellos mismos, sólo son sabios en el arte de esquivarla, se sientan y envejecen “escuchando los cantos del pasado y las armonías de la mediación”.3
Estos personajes son los mismos que Zaratustra encuentra en el país de la civilización, también sentados con el rostro y los miembros pintarrajeados, embadurnados con los signos del pasado, le provocan una risa incontenible, estos seres de cartón, esqueletos vivos. “Todos los tiempos y todos los pueblos lanzan a través de vuestros velos una mirada confusa”, les dice. “Todas las costumbres y todas las creencias hablan confusamente a través de vuestras posturas.”4
Para ambos estos personajes evocan las nubes, nubes de paso dirá Zaratustra, mediadoras, enredadoras, seres híbridos e indecisos que no saben ni bendecir ni maldecir con toda su alma. Ellas todo lo oscurecen, todo lo cubren de una pátina turbia, es la eterna araña, la telaraña de la razón, la que neutraliza todas las afirmaciones, todos los sí y los no se confunden en este reposo de gatos vacilantes, enturbian el cielo transparente que hace de escenario al baile de las casualidades, la mesa divina donde los dioses juegan a los dados, la vida, alma de Zaratustra.
Para Kierkegaard, el filósofo que se pierde en ese oficio de la mediación desconoce la vida feliz de la libertad. Podrá conquistar el mundo entero, pero se pierde a sí mismo. El filósofo sólo se interesa por el acto exterior que se ha incorporado a la historia y pertenece al mundo de la necesidad; de ahí se deriva el espíritu conciliador con que mira a la historia y sus héroes. Ejemplo de ello es la misma dupla de Nietzsche, Hegel-Goethe, quienes emprenden como tarea —dice Kierkegaard— el satisfacer a su época, ellos anteponen la raza y la especie al individuo, deteniéndose satisfechos ante la comprobación de que el mundo es bueno y la raza es la verdad.5 El filósofo es falto de seriedad; al igual que el bufón, salta por encima de la vida, pero la vida también tiene sus exigencias; el filósofo nada sabe del contraste, del instante de la elección, el aut-aut, se le escapa lo más importante, aquello que confiere al hombre, ese individuo, una dignidad y solemnidad que ya nunca podrá perder. Lo importante no es qué cosa se elija sino elegir, la energía, la seriedad, la pasión puesta en ese acto supremo de creación por el cual el que elige se hunde en la elección, llega a ser sí mismo, deviene “esa persona”.
Cuando Kierkegaard habla de dignidad y solemnidad, viene a la mente la imagen del noble, el personaje que concentra las preferencias nietzscheanas, el slös, el que es, el que puede crear; cuando habla de nobles habla de los dioses, mejor muchos nobles que uno solo, preferible muchos dioses a uno solo. La elección que pone fin a la eterna vacilación del “o bien o bien” kierkegaardiano es la afirmación nietzscheana, el saber decir sí, no, yo. De esta coincidencia en la afirmación del yo, una forma de redimir el pasado creando lo que fue, según Nietzsche, se derivan otras.
Ambos profesan la misma incredulidad respecto de las capacidades de estos encandilados con el pasado para procrear nada. “Sois estériles: por eso carecéis de fe. Pero el que debía crear poseía siempre sus sueños y sus estrellas... ¡Y tenía fe en la fe!”6 les dice Zaratustra. A su vez Kierkegaard advierte que es una circunstancia inquietante que una filosofía sea estéril, es una deshonra para ella, así como en Oriente se considera que la esterilidad es una vergüenza. Para ambos el filósofo sale siempre al atardecer, pero no para levantar vuelo como el buho de Minerva sino que se desliza cavilosamente como lobo en busca de su presa para enredarla en las argucias de la mediación y devorarla entera en una síntesis superior; tras sus pasos sólo resta un esqueleto.
El instante
Ambos están de pie proyectados hacia el porvenir, ambos sustituyen el estado de encantamiento con los cantos del pasado por la exaltación del instante. Cuando agobiado por su enano, el espíritu de la pesadez, Zaratustra lo expulsa de su camino y éste cae por tierra, ambos se encuentran frente a un pórtico y Zaratustra tiene una de sus revelaciones. Ese pórtico se llama “instante”, y es una invitación a olvidar, regresar a la inocencia del niño, darse al juego y esperar que el flujo de las olas nos devuelva nuestros juguetes. “Dejad que la casualidad venga a mí —dice Zaratustra—, ella también es inocente como un niño.”7 Así, el lanzamiento de los dados es la forma simbólica de la vida y lo terrestre y la expresión “tener fe en la fe” hay que entenderla en este sentido de estar abierto a todas las posibilidades, bajo el convencimiento de que la eternidad es dable en cada instante como ruptura y afirmación a la vez del devenir y como negación de todo trasmundo, sea entendido como el mundo celestial y salvífico del cristianismo, sea como el laico trasmundo de la realización de una naturaleza humana, punto de arribo de la vida de la especie.
En el instante que es ruptura del continuum, se afirma la vida de lo singular que se eleva en el querer la tierra y el devenir como el repetirse de las infinitas ocasiones de la autocreación en cada sí y en cada no. La invitación a la mesa divina donde se juega el lanzamiento de los dados se dirige a los aventureros, los amantes del peligro, los ebrios de enigmas, los que pudiendo adivinar aborrecen el deducir, a los que habiendo apostado a la vida marchan armados de la fe en sí mismos y la fe en la fe, la fe en que la eternidad ha de dárseles como un concentrado superior de pasado, presente y futuro. El instante, momento de revelación, nos redime del pasado y nos proyecta hacia el porvenir, las patrias natales que buscan los aventureros, allí hacia donde deben enrumbar sus velas los desterrados de todas las tierras de los antepasados, hacia el país de nuestros hijos.
El instante nos revela la verdad no como fragmento, no como momento fugaz que se anula en el continuum dialéctico sino como vida del único en su presente infinito. Contra la actitud contemplativa de los sabios que ven la historia desplegándose en el espacio, Zaratustra canta su himno al instante, el no lugar donde se realiza el acto creador, recreación de sí o transfiguración que rompe con la cadena de las causas. Entonces el transfigurado ríe y ríe como jamás ríe hombre alguno, con la risa que le da la victoria sobre sí mismo y sobre todos sus demonios de la pesadez, los que vertían plomo en los oídos, en el cerebro, en los miembros todos para que nada levantara vuelo.
Cuando en sus Migajas filosóficas Kierkegaard va a hablar del instante, comienza con un avant propos a su vez encabezado por un epígrafe que es cita de Shakespeare: “Más vale bien colgado que mal casado”.8 Dice Kierkegaard que eso no es más que un bosquejo sin ninguna pretensión de participar en cruzadas científicas donde uno generalmente es legitimado en tanto que pasaje, transición, precursor, continuador, héroe, o al menos héroe relativo, o por fin trompeta absoluta. Y luego reconoce: la realización es sin embargo proporcionada a mis aptitudes, yo que me abstengo de servir al sistema ya que soy un ocioso por indolencia. Kierkegaard no quiere que lo confundan con aquellos que gustan de vociferar en canto alternativo con antiestrofa era, época, era, época, sistema, cada vez que alguien les hace creer que es ahora el comienzo de una nueva época. Pide al cielo que lo proteja y libre de estos idiotas vocingleros que podrían atribuir a su bosquejo, que él ha querido expresamente silencioso, una importancia histórica mundial que pudiera disuadir a un lector bien intencionado de buscar en él algo que le sea útil.
Esta advertencia preliminar es ya la clave que ilumina el sentido de la exposición de lo que Kierkegaard llama no casualmente “proyecto” en lugar de “pensamiento”. Los lectores ya sabemos con quién no quiere casarse. Comienza con la cuestión socrática: ¿La verdad puede aprenderse?, y consiste en el rechazo del punto de vista socrático. Para Sócrates el discípulo posee ya la verdad y el maestro es como el cochero para el caballo, no lleva el fardo pero ayuda. El maestro es la ocasión para despertar el recuerdo, luego debe desaparecer y Sócrates desaparece, lo cual está bien, ésta es la magnanimidad de Sócrates que Kierkegaard le reconoce. También él sabrá desaparecer, sus estrategias del hablar y del callar, como Cristo, como Zaratustra, que cuando oye que no lo oyen se retira a las montañas a esperar la hora. El maestro debe desaparecer porque todo ya es, el conocimiento no es más que reconocimiento. Por lo demás, sus demonios —decía Sócrates— le tenían prohibido crear, ya que esto es propio sólo del dios, y apenas le dejaban la mayéutica como recurso superior de hombre a hombre.
Pero si el instante debe tener una importancia decisiva, dice Kierkegaard, el discípulo debe carecer de la verdad, es preciso que algo acontezca. Debe ocurrir un pasaje del no ser al ser, un renacimiento por el cual deviene otro hombre, un hombre nuevo. Es el transfigurado de Zaratustra. Kierkegaard habla de renacimiento, de conversión. La del papa jubilado, la del poeta, también son conversiones aunque fragmentarias e incompletas. Zaratustra habla de ir más allá del hombre hacia el país de los hijos.
Kierkegaard pone aquí a Dios, que es la condición para que se dé la recreación, pero lo soslayo caprichosamente un poco para forzar la semejanza con Nietzsche, pero en el fondo porque lo considero inútil. Dios para Kierkegaard es una figura, también lo es para Nietzsche, espejo de sí mismo, un testigo, o padre al cual hay que rendir cuentas del don recibido, la vida que cada cual se juega y arriesga sólo ante Dios. Así como en la vida la aparición del Dios es la condición para devenir individuo, en el pensamiento la categoría de Dios es fundante de la idea de individuo. Si Kierkegaard introduce aquí la idea de Dios como condición es para mejor alejarse de la posición socrática para la cual el instante no vale nada. Es porque Dios se hace presente él mismo y no manda su chambelán, que nosotros ganamos el instante. Y si el instante ha de tener una importancia decisiva debe haber algo que del no ser pase al ser, un nacimiento, no se trata de un saber, de un quitar el velo, un desolvidar, sino de un acontecer, es el advenimiento de algo otro, la novedad cristiana.
Así, para ambos el instante es acto, punto de decisión, una forma de escapar a la necesidad ejercitándose en el peligro de lo imposible. Finalmente, un relámpago que proclama la victoria de lo singular sobre la generalidad, y victoria gloriosa que así recupera el todo y la eternidad. Contra los historicismos de variados matices que transforman la historia en espectáculo destinado a la contemplación, tanto Kierkegaard como Nietzsche opondrán el instante, plenitud de los tiempos donde la historia titila, centellea, inapresable, eternamente. Para ambos el instante, que el advenimiento de lo nuevo eterniza, rompe con el esquema argumentativo sobre las cosas pasadas.
Así, la filosofía que ambos rechazan en sus términos tradicionales echa raíces en la vida y a su vez se transfigura y se hace baile y aprende a volar. En Nietzsche, que frente a los eruditos, los espectadores, los que hilan, tejen, anudan, compone sus himnos al baile y vota por que todo se vuelva ligero y aprenda a volar. En Kierkegaard, siempre en combate con Hegel, de quien se lamenta de que en lugar de tomar la vida por asalto la escale a fuerza de silogismos. El también elogia las dotes del bailarín, de aquel que sabe saltar por encima de la ética y caer bien parado, y busca su bailarina, la más ligera, y guarda su entendimiento secreto con la risa, el estado superior del transfigurado de Zaratustra, porque la risa —dice Kierkegaard— tiene un poder supremo: hace darse cuenta.
La filosofía deviene cuestión de vida, un modo de estar parados, una tarea para la cual se ofrecen como cobayos ahondando en sus propios cuerpos y en sus estados de alma. ¿Qué es la tarea? Un ir conociéndose a sí mismo a la vez que la tarea. La escritura no es un acto post res sino el mismo experimento de hacerse el que se es. Zaratustra como personaje en busca de autor todavía no será sí mismo sino cuando se consume la escritura; sólo porque todavía no sabe qué cosa ha de devenir puede llorar amargamente cuando advierte que aún no es escuchado, que aún no ha llegado su hora. Sólo porque aún no conoce el final puede temer caer en la tentación de la piedad, el último pecado, cuando sus amigos lo provocan.
Uno y otro se saben seres de excepción, extrañados de lo general, inclinados a probar su capacidad de maniobra en los confines de la moral, en el punto inestable más allá del bien y del mal. Ambos se saben elegidos por el dolor. Kierkegaard con su aguijón en la carne, su incurable melancolía. Nietzsche con su enfermedad que le abre visiones infinitas, fuente inagotable de sabiduría, estimulante natural para su espíritu creador. Todo obstáculo es un don divino, todo agujón es una gracia, en lugar de desanimarlos les infunde mayor fuerza para el cumplimiento de su obra, esa escritura de sí que ambos ensayan probándose todas las máscaras, observando cómo les sientan, descartándolas, volviendo a recogerlas. Kierkegaard con sus seudónimos y personajes: el tendero, el seductor, el esteta, los caballeros de distinto rango. Zaratustra y sus amigos, los hombres superiores, sus animales. Se trata de un juego riesgoso que se compromete con todos los extremos. Ambos están seguros de que es preferible cualquier pecado a la pequeña virtud de la moderación. No se llevan bien con los tibios, prefieren los volatineros, los trapecistas, los que se mueven en las alturas y no temen al abismo, los que planean en las esferas celestes más allá del bien y del mal, en la epojé de la ética.
El cristianismo
Hay otra coincidencia visceral: el cristianismo. Aunque uno quiera reducirlo a cenizas para crecer en su desierto, y el otro lo tenga como idea inalcanzable para su persona, ambos se educaron en el cristianismo. Kierkegaard en el del Cristo ensangrentado, Nietzsche en un cristianismo que —según sus propias palabras— cuadraba perfectamente con su vida interior, era para él como una “piel sana”. Ambos escriben con la Biblia en la mano, no puede ser otra la razón de tantas resonancias similares que provocan en nosotros dos pensadores que también coinciden en no haberse leído y Nietzsche apenas sabido de la existencia de Kierkegaard a través de su admirador danés Brandes, que por algo le recomendaba la lectura de su compatriota. A sus oídos ambos compartían la misma agudeza psicológica, “esa excitabilidad del sentido de limpieza” que según Nietzsche le permitía palpar y descubrir todo secreto, sus antenas psicológicas de las que no deja de hacer alarde.
Este común tronco cristiano va a teñir muchos aspectos de la obra, la tarea, como ambos coinciden en llamarla tanto en lo que respecta a la construcción del sí como en cuanto a la comunicación de esa experiencia; pero hay también una comunidad de concepción del acontecimiento mismo del cristianismo. Comienza con la diferencia entre cristianismo y cristiandad, la buena y la mala nueva. Hay una común manera de entender la persona de Jesús. Pero cedamos a uno y otro la palabra. Dice Nietzsche que Jesús, que era un espíritu libre, rechazaba todo lo dogmático. “Jesús sólo habla de luz, vida, verdad, no conoce cultura, Estado, por tanto no puede contradecir, es una simple prueba de fuerza. La suya no es una nueva fe, sino un obrar, sobre todo un no hacer muchas cosas, un ser de otro modo, que toma como verdades sólo las verdades interiores, por lo tanto no se encoleriza, ni censura ni se defiende, ni empuña la espada, ni sospecha que podría dividir a los hombres, no hace diferencia entre extranjero y conciudadano, entre hebreo y no hebreo, no se resiste al mal, lo ama. La fe no es una fe conquistada, existe desde un principio, no se demuestra ni promete milagros, ella es la promesa, ella es el premio, la demostración, ella vive.”9
Y ésta es la buena nueva, la que anuncia que se ha llegado, se ha hallado la verdadera vida, la vida eterna está entre nosotros, no como promesa sino como algo que ya es, como un vivir en el amor sin exclusión ni distancia, en la certeza de que cada uno de nosotros es hijo de Dios. Esta es la buena nueva, la que anuncia que ya no hay contradicción, que el reino de Dios pertenece a los niños, no más abismo, no más distancia, tampoco pecado. El reino de Dios no es un Dios que adviene a la Tierra ni un más allá después de la muerte. Esto es un puñetazo en los evangelios —dice Nietzsche—, el reino de Dios es un estado del corazón, el cristiano sabe que es la práctica de la vida la que hace que el hombre se sienta divino. Jesús no viene a redimir sino a mostrar, obrando, cómo se debe vivir, y no atribuye responsabilidades, ni censura; es la alteza de alma, una probidad transformada en instinto y pasión que hace la guerra a la santa mentira, a la realidad en su calidad de lo fijo, a las costumbres, a las instituciones, a la Iglesia, con sus buenos y sus justos, sus jerarcas, las castas, los privilegios, el orden; es por sobre todo un no al teólogo y al sacerdote.
Hasta aquí la buena nueva en la cual ambos coinciden. También para Kierkegaard el cristianismo no es una doctrina sino una forma de existencia. “Cristo no ha presentado doctrina sino que ha actuado, no ha enseñado que hay para los hombres una redención sino, simplemente, los ha redimido. (...) asegurarse el perdón de los pecados y de nuestra comunidad con Cristo no es una recompensa sino el don de la gracia. (…)La teología debe cuidarse de introducirse en el cristianismo por el discurso en lugar de introducirse por la vida.”10
Para ambos, entonces, el cristianismo es un acontecimiento, es la abolición de la distancia entre lo temporal y lo eterno, una presencia que lo transforma todo, que vive e instaura lo divino en el hombre sin discursos, sin promesas, sin rendimiento de cuentas, sin más allá, un aquí y ahora para todos en su calidad de hijos de Dios.
Hasta aquí la buena nueva, pero ésta es breve como el instante porque la palabra “cristiano” es un equívoco, dice Nietzsche. Sólo hubo un cristiano y éste murió en la cruz. Desde entonces el cristianismo no es más que la historia de un error, el Evangelio se transforma en lo contrario, la mala nueva, un Dysvangelio, y el cristianismo una religión plagada de errores que envenena la vida haciendo prevalecer lo menos evangélico, la venganza, el juicio, la represalia, el rencor.
Esta historia de errores fue creciendo a medida que el cristianismo se difundió entre masas aun más vastas y más rudas, y hubo necesidad de vulgarizar y barbarizar absorbiendo doctrinas y ritos de todos los cultos subterráneos y los absurdos de todas las imaginaciones enfermizas, haciéndose entonces tan bajo y vulgar como las necesidades que pretendía satisfacer. Luego viene la Iglesia, símbolo del poder, que se levanta contra toda alteza de alma, toda probidad, toda buena humanidad, y con ella llega también la formación de los rebaños.
La misma diferencia es enunciada por Kierkegaard, el cristianismo como acontecimiento puntual, un relámpago. La diferencia entre su elemento histórico eterno cuyo tiempo es el instante y la historia del cristianismo como historia de su decadencia. Nosotros no estamos más lejos de Cristo que sus contemporáneos. Kierkegaard establece una diferencia radical entre el cristianismo y la cristiandad, una historia de sucesivas acomodaciones y arreglo de verosimilitudes que hace de la vida doctrina y argumentación para aconsejar la cobardía. En esto el cristiano se parece al filósofo, que en la antigüedad era una fuerza ética, un carácter, y ahora es corrompido por el sistema que le paga para que se transforme en profesor. El cristiano es como el profesor, un castrado que ha perdido su virilidad no por el reino de Dios sino por acomodarse mejor en este mundo sin carácter. Del cristianismo auténtico que quería revolucionarlo y transformarlo todo se ha hecho un orden chato, un justo medio, una pura trivialidad carente de grandeza, reducido a símbolo, un puro gesto.
El verdadero cristianismo para Kierkegaard nada tiene que ver con esa seguridad mezquina; es un movimiento continuo, un juego de riesgo, un permanente desafío. “¿Qué cosa desprecio más en este mundo? —se pregunta Nietzsche—. El hombre moderno, el hombre de hoy, ahí comienza mi náusea, por lo que hay en él de cobarde, de espíritu satisfecho, su impura respiración me ahoga.”11 “¿Qué es lo que me provoca más hastío? —se pregunta Kierkegaard—. La mediocridad, el justo medio, la victoria del espíritu pequeñoburgués que todo lo nivela, el optimismo chato, la premura con la que se busca inventar un cristianismo al uso de todos. Esto que es una tarea personal de cada uno frente a Dios es transformado en charlatanería, en un burdo regateo de virtudes pequeñas por indulgencias. ¿Qué es lo que más odio?: la mediocridad autosatisfecha y distinguida, antes que esto valdría pecar, seducir jovencitas, matar hombres, hacerse ladrón de caminos.”12 Kierkegaard se asfixia en las oscuridades de ese medio chato que es la cristiandad, donde se camina como sobre una estepa, es el desierto, ninguna sombra destaca.
Coincide con Nietzsche en catalogar a esta época edad del resentimiento, del rencor, donde todo apesta, nivela, impide sobresalir, obra de enanos, cristianos temerosos, incapaces de confrontar, refugiados en la escucha de un único acorde, se sientan en las asambleas felices de “haber levantado una infranqueable muralla contra los bárbaros”.13 En todas las relaciones políticas, religiosas y aun en los detalles de la vida cotidiana Kierkegaard ve formarse un justo medio que él llamaría neutro, que tiene que ver con la especie de hombres más fastidiosa, son verdaderos hermafroditas. “Cuando observo la vida de muchos cristianos —dice—, tengo la impresión de que el cristianismo en vez de infundirles fuerza... más bien tales individuos, al ser confrontados con los paganos, parecen haber sido esterilizados por el cristianismo y me producen el mismo efecto que el caballo castrado comparado con el padrillo.”14
Ambos coinciden en denunciar lo débil y enfermo del cristianismo, ambos coinciden en denunciar las atrocidades de una imaginación deforme y perversa aplicada a la institución de la culpa y el castigo. “El más allá de los cristianos —dice Kierkegaard— está poblado de castigos, destrucción y ruinas, suplicios y tormentos eternos; a medida que su fantasía desborda y desvaría al imaginar ese mundo se torna pobre para describir la beatitud de los creyentes y de los elegidos a quienes representan como a rígidas figuras con ojos mortecinos y fijos, la pupila inmóvil y la mirada tan húmeda que estorba la libre visión. Nada hace pensar en una fuerte vida espiritual en la contemplación directa de Dios, en la comprensión superior opuesta a esa estrecha visual con sus visiones especulares y sus oscuros discursos.” Y en otro sitio dice: “Si el fin de Cristo hubiese sido establecer tal Iglesia, qué habría de más ridículo que la vida de Cristo”.15
La comunicación
Hay otra semejanza quizá mucho más radical, más profunda, la que posiblemente ha provocado en mí esas resonancias del orden de lo inargumentable, se llame a esto estilo, forma, todo lo que es habitualmente desplazado a segundo término por insustancial. Yo entiendo, sin embargo, que lo del estilo, como diría Kierkegaard, es cosa seria. De paso recordar que ambos coinciden en afirmar que es en las superficies donde se debe buscar lo más profundo. Ambos juegan con los antónimos profundo-superficial para resignificarlos, vaciarlos, invertir sus contenidos, para aplicarlos luego indistintamente, o quizá según sus estados de ánimo, a la mujer. Ambos confiesan estar más interesados en pasar una noche entre viejas que se cuentan chismes que en conversar con hombres sensatos, sobre todo si son académicos.
Lo del estilo es cosa seria, en todo caso creo que el cuidado del estilo es un derivado necesario del pensamiento mismo, y puesto que se trata de hombres de acción antes que de pensamiento, el derivado de un modo común de estar parado, del culto casi idolátrico del individuo. Ambos profesan la idea de que los hombres no son iguales, y esto que es idea se hace carne en un estilo, algo que es mucho más que la construcción de la frase, un modo de llegar, la necesidad de construir una forma nueva de comunicación, un nuevo destinatario, esto también es la novedad. La proliferación de las metáforas y además una comunidad de metáforas, metáforas que, dice Nietzsche, se oyen, no se buscan, se nos imponen, vienen hacia nosotros. El gusto por las parábolas, la inserción de lo narrativo dentro del texto, el cuidado de las tonalidades, Nietzsche aguza el oído para escucharse a sí mismo en las más imperceptibles variaciones de tono. Todas estas novedades apoyadas sobre el convencimiento mutuo de que la verdad vive y se nos revela más intensamente en la danza ágil de lo singular que en la pesada marcha de los conceptos.
Ambos son filósofos poetas, filósofos músicos. Es solamente anecdótico que ambos hayan dedicado no pocas páginas a la estética musical, sus Wagner, sus Mozart. Lo más hondo es una cuestión de oído, instinto del ritmo lo llama Nietzsche. Todas las grandes transformaciones espirituales van asociadas a un cambio de tono. Nietzsche hurga en estas meta-morfosis cuando en su Ecce homo hace el repaso autocrítico de su obra. “¿Qué es el Zaratustra?: hay que remontarse meses atrás para hallar su signo precursor; una transformación repentina, profunda, de mis gustos sobre todo en música.”17 Y luego recomienda: póngase mi Zaratustra bajo el epígrafe música. Tanto en el autor como a posteriori en el lector se exige una previa “regeneración del arte de escuchar”. Nietzsche confiesa que hubiera preferido ser músico. Kierkegaard no lo dice, pero es plausible conjeturar que, como con la risa, se lleva bien con la música. Su obra es sustancialmente melodía y sabe de la capacidad exclusiva de la música, al menos si es la ópera de Mozart, para expresar una idea. Con no falsa modestia dice deberle todo a Mozart y, despreciando por superfluas las artes del crítico de las cuales no carece, confiesa que para hablar de Mozart le basta con decir que lo oye.
Yo decía que ambos eran músicos. Pero cómo llamar música a ese martilleo constante. ¿Cuándo es que al ritmo se le agrega el melos? En la tragedia es con la aparición del coro, al cual advendrá, luego su desgajamiento. La música in crescendo va a dar lugar a la aparición de los personajes, se inicia la danza de las máscaras, la filosofía del martillo se hace drama musical. Ahí viene Zaratustra rodeado de sus animales, su volatinero, sus reyes, sus papas últimos, sus sanguijuelas, cabecitas de sanguijuelas, todas son máscaras de Zaratustra. La melodía se hace más espaciosa en los momentos de mayor dramatismo: la hora más silenciosa, cuando el ruido se hace murmullo, entonces fluye el llanto de Zaratustra como la más sublime de las músicas.
La música es posible en Kierkegaard y en Nietzsche cuando los personajes entran en escena, es lo universal encarnado; ellos no saben hablarnos de ética, estética, religión, lo divino, la razón; ellos se colocan las máscaras y salen a la escena. Entonces es Eduardo, el seductor, el consejero Guillermo, el estudiante, Fausto, Don Juan, el papa, el adivino, el poeta, el hombre más feo, el penitente del espíritu, el Dios de Nietzsche que es un individuo como tantos otros, pasible de ser asesinado, con una vida singular y única. No hay lugar para abstracciones, todo es de aquí, terrestre, humano, tangible, nada deviene en su opuesto por una ley externa de obligada continuidad orientada hacia la conciliación. Sólo el cuidado de sí, la puesta en marcha de la creación como apertura a las posibilidades múltiples, puede provocar el salto, la transfiguración; sólo el instante tiene una duración eterna, tiempo sin lugar donde la risa y el llanto se transforman en melodía.
El gusto por las máscaras y los disfraces hace de sus filosofías, si ambos tienen la bondad de perdonarme la palabra, una puesta a prueba a la vez vacilante y convencida de los detalles de la creación, y en relación con el oyente un rodeo engañoso pero no gratuito. Aquí hay que hacer una pausa porque la música también tiene sus silencios que hay que saber escuchar, los músicos se retiran a afinar los instrumentos. Estos a quienes llamo filósofos a pesar de ellos mismos, y sólo por dar otra oportunidad a la filosofía, son maestros en el arte de la comunicación.
Ambos son a la vez contradictoriamente solitarios y apasionados de la comunicación, quieren edificar y tienen sus modelos, Sócrates, Cristo. De ellos han aprendido el fino arte de la simulación, mostrarse y desaparecer. Por supuesto no se dirigen a la masa sino al individuo. “El comunicador de la vida sólo puede ser un individuo, lo mismo que el que la recibe.”18 La multitud —dice Kierkegaard— es una abstracción, no tiene manos, es una mentira. Cristo, que se dirigía a todos, no quería sin embargo tratos con la multitud. Kierkegaard anhela que su obra sea leída y comprendida por todos, pero sabe que es imposible educar a la multitud, así como es imposible enamorarse en masa. Si habla para todos es sólo con la esperanza de que uno que otro salga de ese ayuntamiento y se transforme en individuo. A propósito puede recordarse la dedicatoria del Zaratustra: “Para todos y para nadie”. A la inversa de su maestro Sócrates, que fue el primero en introducir la categoría de individuo para disolver el paganismo, Kierkegaard quiere servirse de ella para convertir al cristianismo. Entre todas las tiranías, la que más odia es la del número; la única igualdad que reconoce es la capacidad de todo hombre de devenir individuo.
Por eso no se trata tampoco de una obra para elegidos sino para los que se eligen a sí mismos, para los de oídos atentos, para los despiertos, para aquellos que puedan entender de lejos a quienes sea posible hablarles en silencio. Por lo tanto no vociferar, no armar mucho alboroto, acercarse por detrás, encontrar a cada uno donde esté y empezar de allí. Luego retirarse tímidamente, sobre todo mucha paciencia. Kierkegaard tiene algunos secretos para revelar al buen maestro, título que descarta para sí mismo. Se presenta como alguien que no lleva doctrina ni carga con opiniones, y advierte a los lectores contra el equívoco de atribuirle una o pretender adoptarla, “cada cual —dice— sólo puede arriesgar su propia vida”.
Nietzsche a su vez no muestra menos desprecio por las multitudes, la masa, el populacho, son los fariseos acomodados en el acatamiento burocrático de la ley, los enamorados de su propia fatiga, la vida les parece un desierto y se dejan cargar arrodillados como los camellos, abrazados a una pequeña felicidad y entregados a la resignación; hombres de virtudes pequeñas, cultivan un solo deseo: que nadie les haga daño. Son las moscas de la plaza pública donde se alborotan los histriones. Todo allí habla, cacarea, todo habla y nada se oye. Los misterios y secretos de las almas profundas son divulgados por estas trompetas callejeras. Para qué hablar cuando nadie tiene mis oídos, se lamenta Zaratustra. Ahora busca otros escuchas, abandona la plaza y se retira a la montaña; ya no quiere cargar cadáveres, tiene necesidad de compañeros vivos, los que sepan crear, los que celebren fiestas, ya no quiere tratos con la turba, busca a los de oídos delicados. La voz de la belleza habla quedamente, les dice.
Como Kierkegaard, amante también de los enigmas y de los secretos, advierte que el amigo debe saber disimular, ser maestro de la adivinación y del silencio; todo lo que es profundo ama el disfraz. Por momentos se siente cansado de las viejas lenguas y ruega que le sea dado el poder callar. Pero si el maestro debe saber desaparecer, los discípulos deben saber cuidarse de los maestros. “Guardaos de Zaratustra.” Negadlo tres veces si fuese necesario. “Porque es preciso que me perdáis para que os encontréis, sólo cuando hayáis renegado de mí volveré para quedarme entre vosotros.”19 Tal vez el largo silencio —piensa— sea una buena cosa juguetona.
Termino donde empecé, la hora silenciosa: las palabras más silenciosas son las que provocan la tempestad. Y ya que confesé haberme hecho amiga, explico. De Nietzsche amo no sus estruendos sino sus bailes, sus risas, sus llantos y sus silencios. Pero ser amiga, ser amiga es poder decir que lo oigo.
Epílogo
Si me hallara ante la tentación del último pecado, la tentación de catalogarlos, lo haría bajo las categorías kierkegaardianas. Pero entonces se presentaría el problema de explicarlas y, como diría Kierkegaard, no quiero explicar más allá de lo que entiendo. Sin embargo me aventuro por este mar inseguro tanto sea como un ejercicio de dedos, tanteos.
Primera aproximación: para mí son estéticos.
Porque repudian la ética y no llegan a lo religioso. Coinciden en rechazar la ética por lo que hay en ella de positivo, y hay en ello reminiscencias hegelianas; cuando Hegel se refiere no a la ética sino a la religión positiva, Hegel también introduce allí el tema de la vida. Y esto hay que reconocerle a Hegel, el joven Hegel, el de El espíritu del cristianismo y su destino, pese a toda la crítica con que ambos arremeten para reducirlo al esqueleto dialéctico. En el fondo ambos estarían de acuerdo en preservar cierta ética siempre y cuando ésta fuera una construcción del sí y para sí. Nada de negocios con lo establecido, la Iglesia y sus sacerdotes, el Estado y los superfluos, los mediocres y sus pequeñas virtudes.
Segunda aproximación: son más bien estéticos anfibios, entre estéticos y religiosos; estéticos por carácter y religiosos por vocación o más bien místicos por vocación.
En lo primero les va el gusto por las máscaras, los juegos de aparecidos, el refugio en la melancolía, los remedos, la risa, el goce casi perverso con los rasgos de su propia personalidad, el cuidado del estilo, la manera de concebir la ética en términos de arte, pretensiones y dotes de seductor.
Con respecto a lo religioso, no en el sentido etimológico de la palabra religare (que refiere a alguien que está en comunión, unido a una comunidad), sino en un sentido místico, por su sed de infinito, de eternidad. Místicos por su inclinación al aislamiento, el gusto por la soledad, la tendencia a moverse siempre entre las alturas y los abismos, la fascinación por los extremos. La fe en el instante como momento en que se realiza lo excepcional, lo perfecto, aparición fugaz del superhombre, o de Dios, instante de revelación, que además conecta con la eternidad.
Notas
1 Nietzsche, F.: La voluntad de poder, Buenos Aires, Poseidón, 1947.
2 Nietzsche, F.: op. cit.
3 Kierkegaard, S.: Ou bien… ou bien, op. cit.
4 Nietzsche, F.: Así hablaba Zaratustra, Madrid, Alianza Editorial, 1994.
5 Kierkegaard, S.: Mi punto de vista, op. cit.
6 Nietzsche, F.: Así hablaba Zaratustra, op. cit.
7 Idem.