Sócrates se defiende ante el tribunal nietzscheano

Paseando por el Hades en busca de conversación, Sócrates se encuentra con Nietzsche, ante quien se defiende de las acusaciones que éste le hace, inspiradas en sus obras El nacimiento de la tragedia y El ocaso de los dioses.

Nietzsche: ¡Eh!, tú, qué haces ahí agazapado entre los escombros, todavía estás ahí, todavía tenemos más Sócrates, más de esta enfermedad, esta decadencia de los instintos. Pensar que vaticiné años atrás que esta enfermedad, que bauticé espíritu científico, terminaría algún día, transformada en serpiente acabaría mordiéndose la propia cola, que surgiría nuevamente la necesidad de arte, que Dionisos, el más excelso de los dioses, retornaría triunfante. Pero aquí estás tú otra vez escondido entre esas mismas ruinas que esparció el hartazgo del hombre teórico. ¿Por qué esta aparición que me hace subir la fiebre y no da descanso a mi espíritu?

Sócrates: No te irrites, no guardo ningún rencor hacia ti y no soy un reaparecido. He estado siempre merodeando por estos lugares, siempre a escondidas porque no eres el único que me ha atacado, he sido condenado al destierro por las mismas fuerzas que crees que yo represento. He bebido la cicuta para escapar a esa condena, pensé que ése era el pasaporte para ingresar en el mundo de los inmortales y lo hice porque creí que de ese modo podría conversar con espíritus más libres como tú. Debí esperar siglos y, después de hacerlo, contemplar con desaliento que también tú me rechazas tomándome por uno de ellos.

N: No quieras engañarme, viejo zorro; tú has sido el asesino de todo aquello que los griegos tenían de más bello, su arte, su tragedia; has matado a Dionisos, lo has desterrado condenándolo a vagar como alma en pena por los siglos.

S: Tú solo te engañas, ya antes de que yo empezara a balbucear, existía un espíritu antidionisíaco, tú lo sabías y lo señalabas ya en alguna página de El nacimiento de la tragedia, entreverado por cierto con las acusaciones que me hacías, aunque ahora simules haberlo olvidado. 

 

Sócrates se defiende anteel tribunal nietzscheano

Paseando por el Hades en busca de conversación, Sócrates se encuentra con Nietzsche, ante quien se defiende de las acusaciones que éste le hace, inspiradas en sus obras El nacimiento de la tragedia y El ocaso de los dioses.

Nietzsche: ¡Eh!, tú, qué haces ahí agazapado entre los escombros, todavía estás ahí, todavía tenemos más Sócrates, más de esta enfermedad, esta decadencia de los instintos. Pensar que vaticiné años atrás que esta enfermedad, que bauticé espíritu científico, terminaría algún día, transformada en serpiente acabaría mordiéndose la propia cola, que surgiría nuevamente la necesidad de arte, que Dionisos, el más excelso de los dioses, retornaría triunfante. Pero aquí estás tú otra vez escondido entre esas mismas ruinas que esparció el hartazgo del hombre teórico. ¿Por qué esta aparición que me hace subir la fiebre y no da descanso a mi espíritu?

Sócrates: No te irrites, no guardo ningún rencor hacia ti y no soy un reaparecido. He estado siempre merodeando por estos lugares, siempre a escondidas porque no eres el único que me ha atacado, he sido condenado al destierro por las mismas fuerzas que crees que yo represento. He bebido la cicuta para escapar a esa condena, pensé que ése era el pasaporte para ingresar en el mundo de los inmortales y lo hice porque creí que de ese modo podría conversar con espíritus más libres como tú. Debí esperar siglos y, después de hacerlo, contemplar con desaliento que también tú me rechazas tomándome por uno de ellos.

N: No quieras engañarme, viejo zorro; tú has sido el asesino de todo aquello que los griegos tenían de más bello, su arte, su tragedia; has matado a Dionisos, lo has desterrado condenándolo a vagar como alma en pena por los siglos.

S: Tú solo te engañas, ya antes de que yo empezara a balbucear, existía un espíritu antidionisíaco, tú lo sabías y lo señalabas ya en alguna página de El nacimiento de la tragedia, entreverado por cierto con las acusaciones que me hacías, aunque ahora simules haberlo olvidado. Mi discípulo Platón dejó también testimonio de ello. Yo le decía a Fedro que no me tentara con ese gusto decadente de la época en que yo andaba entre los mortales, de hacer razonables los mitos, de hacerlos verosímiles; ésa era por entonces la más común enfermedad, un invento de los sofistas, hacerlo todo hueco y vacío. Yo aduje en esa oportunidad la falta de tiempo, mi deseo de ocuparme en primer lugar de mi persona, el famoso “Conócete a ti mismo”, que todos han asociado con el nombre de Sócrates. Pero en realidad primaba mi repugnancia por ese afán de claridad, de arremeter contra todo misterio. Amaba la belleza del mito y el misterio que encerraba, por eso recurría a ellos con frecuencia cuando me hastiaba el tedioso ir y venir de la dialéctica y sobrevenían los momentos de mayor entusiasmo, los momentos de verdadero éxtasis.

N: Mira, nosotros que leímos a tu discípulo pensamos que tus palabras a Fedro eran una prueba más de tu conocido desprecio por los mitos, de tu sentimiento de que ellos no merecían que les dedicaras tu tiempo. Te diré cómo te veo, cómo siempre te vi, y perdona si me repito, si recurro a mis propias citas, después de todo también tú a través de tu discípulo te citas de algún modo. Yo decía que hallaba en ti el modelo de un tipo humano desconocido hasta entonces: el tipo del hombre teórico. ¿Y quién es este hombre teórico? Te lo explicaré con una comparación para hacértelo más claro. Si el artista, ante la manifestación de una nueva verdad, se desvía de la claridad hacia lo que aún permanece en las tinieblas, el hombre teórico se sacia en el espectáculo de la oscuridad vencida, es el típico hombre de ciencia que blandiendo la dialéctica, esa arma rastrera que tú llevaste a su máxima expresión, crea una nueva forma de esgrima, un nuevo agón cuyo resultado es una suerte de panacea universal que todo lo resuelve, no sólo la cuestión del conocimiento sino también la reforma misma de la existencia. Tú creías que habías resuelto todo, que tenías todo en tus manos, que una nueva era se abría que habría de sepultar todas las oscuridades. ¿No creías acaso que todo pertenecía al dominio de la dialéctica y que con ella todo era enseñable; que ella podía ser la llave que abriera todas las puertas, la de la verdad como la de la perfección de sí; que hasta la calma, la serenidad, la moderación, ese estado del alma tan difícil de alcanzar y tan preciado por tus coetáneos, era posiblemente un logro de la dialéctica?

S: Bien conocido es a través de varios testimonios mi disgusto por los largos discursos. Yo le comentaba a Protágoras y a Gorgias que a raíz de mi escasa memoria se me hacía muy dificultoso seguirlos. Por eso siempre aprecié tu estilo aforístico. Pero debo confesarte que ahora me parece que no has procedido conforme a tu estilo, por lo tanto te pido que tratemos de poner algo de orden en tu discurso. Y esto lo digo aun bajo riesgo de ser tildado una vez más de superlógico.

N: ¡Ya vamos!, me adivinaste el pensamiento.

S: Verás tú que esa demanda de brevedad no es una vana exigencia sino una necesidad muy íntima para luchar contra esos mismos vicios que tú combates. La dialéctica, por ejemplo, que dices que yo inventé, era una costumbre ancestral entre los griegos. Todo era debate, discusión, ya desde las asambleas de los guerreros todo debía ponerse en el medio para repartir y ahí se iban en palabras grandilocuentes que sólo el que las pronunciaba lograba escuchar; luego llegaron los sofistas, que pensaban haber hecho de esa costumbre un arte y se vanagloriaban de ello. Ellos eran quienes pensaban que todo era enseñable, inclusive la virtud. Al respecto tuve una ardua discusión con el más venerado de ellos, Protágoras, quien llegó incluso a recurrir a la autoridad de los mitos para apoyar su opinión de que todo, hasta la virtud, podía enseñarse, mientras yo sostenía lo contrario. Si bien lo piensas, acordarás conmigo en que yo no hacía más que frenar con la dialéctica los arrebatos de la dialéctica.

N: De ningún modo puedo acordar en eso. ¿Acaso niegas que alardeabas de tu herencia materna, tus artes de comadrona, no eres acaso al menos el inventor de la mayéutica, ese arte de dar a luz que te hacía vivir obnubilado con esas verdades que como pájaros sacabas de tu galera?

S: No eran verdades lo que sacaba de la galera, sólo mentiras, engaños, ilusiones. Mi anhelo era devolver a las almas su elasticidad originaria, alivianarlas, quitarles el peso de todos esos saberes congelados. Lo que de otro modo tú expresaste más tarde como metáforas que se ha olvidado que son metáforas, verdades puramente convencionales en las que los hombres acordaron con fines de supervivencia. En algo nos parecemos salvando los siglos que nos separan, deberías reconocerlo, eso sería hacer justicia conmigo y contigo mismo. Creo que eran más sinceros quienes me descalificaron aduciendo que yo nunca afirmaba nada. Bien sabes que del único saber que he alardeado es del saber que no sé nada. Conversando con Teeteto acerca de este punto, yo le reconocía ser estéril de sabiduría y que el reproche que tantos me han hecho de que nunca afirmo nada era un acertado reproche.

N: Pero entonces dime qué enseñabas, algo enseñabas, algo pretendías enseñar, de otro modo no se entiende tu afán por increpar por doquier a los jóvenes mancebos. En esto también todos tus contemporáneos coinciden, en afirmar que era en ti una especie de compulsión irrefrenable esa de conversar y preguntar. Por más que subrayes el hecho de que siempre has reconocido y reafirmado tu ignorancia, cosa que no puedo negar, sabes también que hasta Aristóteles mismo no creía mucho en esa forma de confesión y la calificaba de falsa modestia o hasta como una forma de la jactancia. No me basta por tanto que me recuerdes ese tipo de declaraciones para refutar lo que sostengo sobre tu persona. Te reitero lo que decía hace algunos minutos acerca de cómo te veía: el primer representante del optimista teórico, el hombre de ciencia imbuido de una fe absoluta en el saber, en el conocimiento, en la posibilidad de penetrar en las leyes de la naturaleza. Yo decía: “Investigar las causas y distinguir el verdadero conocimiento del aparente y del erróneo pareció al hombre socrático la vocación más noble, la única digna de la humanidad; y desde Sócrates este mecanismo de los conceptos, juicios y deducciones fue considerado como el más alto favor, el presente más maravilloso de la naturaleza y estimado por sobre todas las demás facultades”. Y yo entendía que las consecuencias más inmediatas de este espíritu científico fue la destrucción del mito y por tanto también la destrucción de la poesía que así fue desposeída de su patria natural y esto no sólo por obra de tu mano. En ello hay también cierta corresponsabilidad de tu estimado Eurípides, ambos se asociaron para dar el golpe mortal al espíritu trágico, ya Aristófanes...

S: Un momento, detengámonos un poco, nuevamente hallo que tu discurso se ha extendido demasiado para lo que puede retener mi escasa memoria; se me hace inclusive algo confuso por cuanto está lleno de juicios y afirmaciones, demasiadas afirmaciones para mi gusto, y me extraña en tu persona que, bien sabías y te lo reconozco, fuiste uno de los primeros en declarar que la realidad no es más que un montón de interpretaciones sedimentadas. Por momentos me figuro que confundes mi pensamiento con el de aquellos que a su modo me interpretaron. Aristóteles, por ejemplo, aunque sin mala intención, lo reconozco, atribuye a mi persona sus propios afanes. El inventor de la definición me ha llamado, pero en realidad ésa fue su pasión; a mí, llegar a la definición me dejaba indiferente, mi pasión era la desconstrucción, el deshacer, el regreso infinito, como decías de Lessing, más la búsqueda de la verdad que la verdad misma.

Tú hablas de hombre de ciencia pero eso no existía en mi época, los griegos nunca hicimos ciencias, eso vino mucho más tarde con la observación y la experimentación, que no era nuestro fuerte. Puedo admitirte el apelativo de hombre teórico pero no de hombre de ciencia. Por entonces se hablaba de sabios; más tarde yo comencé a dar forma a un nuevo personaje, el filósofo, pero la palabra misma marca la diferencia con lo que se entendía por sabio. El filósofo no es el que sabe, sino el que sabe que no sabe y por tanto tiene una inclinación natural por aquello de que carece. La filosofía es el deseo, el inicio absoluto, va y vuelve en busca de la verdad pero nunca llega, puro impulso, puro anhelo siempre insatisfecho, esto me lo enseñó la sacerdotisa Diotima. Por eso me parecen más acertadas las versiones sobre mi persona de algunos colegas más cercanos a tu época, como Hegel, Kierkegaard, con quienes afortunadamente he tenido oportunidad de conversar por estos lugares y quienes han sabido captar esta veta mía, esta que considero mi única verdad. Ambos me ven como lo negativo, el inicio absoluto, una pura pregunta, nada que ver con las características del hombre de ciencia, con lo que tú calificas de optimismo teórico. Hegel, por ejemplo, afirma que la mía no es una filosofía sino una forma de vida, razón por lo cual no puede desarrollarse en forma de sistema, y que por lo tanto es cierto y no pura simulación que yo no sabía nada.

¿Qué es lo que enseñaba, me preguntas?, precisamente eso, lo mío no era una ciencia, ni siquiera un método, lo mío era una especie de ritual para aprender la vergüenza, creo que la clave está en esa expresión de Alcibíades cuando me acusaba de reducir a mis interlocutores a la vergüenza, esto es, a la conciencia de su propia ignorancia. Puedes acusarme de nihilista aunque creo que tal acusación suena en extremo disonante a tu pensamiento, pero no puedes decir de mí que sea un hombre de sistema, un optimista teórico. El hecho mismo de haber resignado el conocimiento de la naturaleza da cuenta de mi convicción de la imposibilidad de alcanzar algún tipo de saber en ese terreno. Existía en mí una clara conciencia —y ésa es la única claridad que yo oponía a los espíritus autosatisfechos que navegaban en un mar de convenciones— de la existencia de algo inconmensurable, algo del orden del misterio, de lo inefable, algo frente a lo cual sólo se puede responder con silencio.

Perdón por la extensión de este discurso pero no pude evitarlo debido a lo extendido de tus preguntas y acusaciones; ahora quiero devolverte la palabra porque estabas diciendo algo que quedó inconcluso cuando te interrumpí acerca, creo, de Eurípides.

N: Exactamente yo decía que ambos, tú y él, y él quizá como una simple máscara, porque sospecho que eras tú el que le susurraba al oído tus himnos a la razón, ambos contribuyeron en complicidad a derrumbar el templo incomparable de la tragedia griega, a arrojar a Dionisos de la escena y así, al perder la inteligencia del mito, nuestro héroe herido, se perdió también el genio de la música. Ustedes lo derrumbaron todo, la belleza del mundo griego, ese espectáculo frente al cual una sola palabra se puede pronunciar: ¡milagro!; la música, ese esplendor de la voluntad; la alegría de vivir, no como individuo, sino en la unidad de todo lo viviente, confundidos, absorbidos, diciendo siempre sí, y otra vez sí puesto que así lo quise. Ustedes lo estropearon todo inspirados por el miedo, porque no podían soportar el dolor, esa única verdad. Entonces sintieron que debían ordenarlo todo, y tú eras el artífice de esa misión porque en esa dupla eras el demonio. Eurípides, como tu portavoz, cumplía tus designios de un orden prosaico y sobre la inescrutable justicia divina imprimió, en un alarde de soberbia, una vacua justicia terrestre producto de su personal distribución de favores y desgracias. Bajo tu perniciosa influencia creyó que debía explicarlo todo y así fue como introdujo el famoso prólogo, tan fastidioso como esos inoportunos que se empeñan en contarte el final de la película. Allí todo tenía que estar explícito, lo precedente y lo consecuente, como si el público no fuera más que un manojo de idiotas, ávidos sólo de recibir, de consumir hasta saciarse y entonces dormir para sobrellevar la pesada digestión.

Esa fue la muerte de la tragedia porque la tragedia es misterio, el insondable designio del dios; ésa fue la muerte de la poesía porque la poesía es evocación, sólo lanza señales que es preciso interpretar. Así, la equidad divina y el incomparable lirismo de la tragedia esquiliana fueron sustituidos por esta justicia terrena y esa prosa machacona y casi didáctica; la magia, el misterio, el entusiasmo báquico sacrificados a una insípida y tediosa claridad. Y tú fuiste el autor de este derrumbe porque tu voz demoníaca le dictaba a Eurípides sus movimientos y lo incitaba a cometer ese sacrilegio.

S: Por momentos pienso que no me oyes, por momentos pienso que no me escuchabas cuando escribías las páginas de ese libro tuyo sobre la tragedia. No quiero volver sobre lo mismo, sólo quiero agregar algo. No una sino varias veces he hecho el elogio de la manía. A Fedro le decía yo que siendo un don de los dioses no podía sino procurarnos los mayores bienes y esto en todas sus formas, como mántica, como inspiración poética y como ese estado de posesión que embriaga a los enamorados. Siempre estuve convencido, y así lo expresé en varias oportunidades, de que no todo es el recurso del arte para el acto de la creación poética. A la poesía sólo se llega con la locura de las musas, el estar fuera de sí en conexión con las musas es la vida verdadera, la que he intentado practicar y cuyo signo visible eran esos momentos de ensimismamiento en que me volaba, por eso me compararon con las nubes o me dibujaron colgado en un cesto. Si logro comprender tu pensamiento, creo que se trata de algo semejante a lo que tú expresas como vida en la unidad del todo.

Y no es acaso cualquier elogio de la manía como don divino, afirmación de la poesía y de lo trágico de ese algo de insondable que vive sólo como posesión de los dioses y puede devenir don gratuito indiferente a los méritos humanos. Sólo esto quiero reiterar para ser justo con mi persona. Sólo una claridad hubo en mí que no llegó a modo de descubrimiento sino como experiencia que me consagré a repetir y a hacer vivir a los demás: la vacuidad de todo pretendido saber y la imposibilidad de alcanzar saber alguno. Esto es experiencia trágica, yo no pude dictar a Eurípides sus simplificaciones, bien sabes que este mundo no me interesaba, no era mi designio hacer justicia en este mundo. Por eso me retiré sin ruido, para el momento en que bebí la cicuta yo ya me había ido.

N: Mira que eres feo, Sócrates, todos lo decían, todos hablaban de tu fealdad. Aquel extranjero que pasaba por Atenas dijo que eras un monstruo y que albergabas en ti todos los vicios. Me figuro que en medio de toda esa belleza del mundo griego debías disonar como un escándalo. Por eso me preguntaba si eras en verdad un griego, si no eras una malformación, un infiltrado de otro tiempo. Sabes, los criminalistas tienen un principio guía que dice: “Monstrum in fronte, monstrum in animo”, todo lo que se ve por fuera es también por dentro, y en ti todo es bufo, extravagancia, caricatura, no la imagen del sileno que quería ver Alcibíades. No guardas ningún secreto, ningún misterio, ningún oro por dentro, todo está ahí para ser visto, representante del más bajo pueblo, pura plebe, un error de la naturaleza, un payaso. Yo me preguntaba en otras páginas si tu ironía no era una forma de rebelión, expresión del rencor plebeyo, una manera de saciar en calidad de oprimido tu propia ferocidad con las cuchilladas del silogismo, así te vengabas de los nobles a quienes fascinabas.

S: Supongo que son tus veleidades de aristócrata las que te infunden tanta preocupación por mi origen plebeyo. Pero me asombra en ti, que tanto has combatido el positivismo de tu siglo y todo ese optimismo científico que me atribuyes, que te guíes para tus juicios por ese dogmatismo ramplón que quiere hallar en lo visible el reflejo de lo invisible y así establecer algún tipo de correspondencia tranquilizadora. ¿No será esa tu artimaña para conjurar el misterio, lo indescifrable de mi personaje; el mismo motivo que según tus propias palabras llevaron a los atenienses a condenarme? Pero en verdad no me gusta ver nuestro discurso degradarse en torno a estas bagatelas, por lo que...

N: ¿Bagatelas? Claro, porque tú siempre has despreciado el cuerpo. Tu decadencia reside justamente en eso, en la disolución y anarquía de todo lo corporal, lo instintual. Bien recuerdo tu respuesta a aquel extranjero que te acusaba de ser un antro de todos los vicios. Tú le respondiste que era verdad pero que habías logrado dominarlos. Eso te creías, el domador de los instintos; en realidad eras un artista de la decadencia progresiva de las fuerzas físicas y morales del antiguo y rudo vigor del cuerpo y del alma de los héroes de Maratón, sacrificadas cada vez más a una dudosa intelectualidad.

S: Por momentos creo que deliras. No sé qué rencor te enferma, qué es lo que te hace subir la fiebre. Muchos han sido testigos y han testimoniado acerca de mi valor en las batallas, entre ellos Alcibíades, quien cuando pronunció su discurso en el famoso banquete, entre tantas acusaciones como me hizo, no dejó de reconocerlo. Por lo demás cualquier enciclopedia, hasta la más vulgar, recuerda mi actuación en la batalla de Potidea.

Respecto de mi respuesta a aquel extranjero vuelvo a responder que sí y así lo quise, como te place decir a ti. Yo dominé mis instintos, busqué y pude poner mi cuerpo a mi servicio, lo obligué a obedecerme, a no sentir hambre y frío cuando lo requería fuerte y obcecado. Quizá tu rencor de aristócrata por mi persona se deba a que tú no pudiste dominarlo, no lo pudiste hacer fuerte y aguerrido; tú eras quien cargaba con un cuerpo débil y enfermo aunque, luchabas contra él con todas tus fuerzas, y ese era tu gran mérito, el querer ser el dueño, el señor. Sólo te falta ver que en eso nos parecemos y en otras cosas más que quiero señalar.

Ya me resta poco tiempo porque quiero andar un poco por aquí en busca de otras personas para conversar, tú sabes, soy un charlatán irrefrenable, pero antes quiero agregar algo. Si pudieras moderar algo tu sentimiento de aristócrata quizá podrías percibir mejor nuestras semejanzas.

Te propongo concentrar tu atención en ciertas palabras que acuñaste, recreaste y hoy por hoy se asocian a tu nombre: máscara, voluntad de poder, nihilismo, eterno retorno. Creo que mi hacer tiene que ver algo con ellas. Yo quise desenmascarar, descubrir los simulacros de los espíritus autosatisfechos de mi tiempo; mis nobles eran tus sacerdotes, tus papas, todos esos que enseñaban a engañar y a preservar el engaño. Yo quise desenmascarar las reglas para mentir, y no para seguir mintiendo si ello fuera necesario para la supervivencia, sino para seguir desnudándolas. Por eso preferí irme al Hades, donde tal como lo imaginé puedo seguir ocupándome en esta tarea fascinante. La mía no es cuestión de filosofía, como bien decía Hegel, sino de vida. Yo hacía, hago y haré lo que tú escribías en el papel. Algún secreto vínculo nos une, quizá hayas sido mi Eurípides.