Tías, velas y santos
El día que recordé que yo también tenía una tía que de tanto en tanto decía ¡Alabado sea Dios!, como la tía de Marcel, la misma cuyo cuarto tenebroso temblaba al compás de los cirios encendidos junto a variados y desconocidos santos, ennegrecidos por el humo de las velas como el de la tía Prascovik en la Cracovia natal de Margarita. Por tanto yo también poseía una biografía en potencia, sólo faltaba la invención del mirar, el día que descubrí toda la magia que emana de la invención de un estilo del ver. Ari revuelve nuevamente en la mente y en los papeles y subraya: "Desarrollad vuestra legítima rareza" dice el poeta surrealista René Char, y el raro de Rousseau "No soy ninguno de cuantos he visto y aún me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. Si no valgo más soy al menos distinto de todos". Y con ese sentimiento debió haber escrito sus Confesiones, basta con sentirse distinto, entonces, para que la palabra que nos dice fluya con cierta desenvoltura.
El día que recordé que yo también tenía una tía que de tanto en tanto decía ¡Alabado sea Dios!, como la tía de Marcel, la misma cuyo cuarto tenebroso temblaba al compás de los cirios encendidos junto a variados y desconocidos santos, ennegrecidos por el humo de las velas como el de la tía Prascovik en la Cracovia natal de Margarita. Por tanto yo también poseía una biografía en potencia, sólo faltaba la invención del mirar, el día que descubrí toda la magia que emana de la invención de un estilo del ver. Ari revuelve nuevamente en la mente y en los papeles y subraya: "Desarrollad vuestra legítima rareza" dice el poeta surrealista René Char y el raro de Rousseau "No soy ninguno de cuantos he visto y aún me atrevo a creer que como ninguno de los que existen. Si no valgo más soy al menos distinto de todos". Y con ese sentimiento debió haber escrito sus Confesiones, basta con sentirse distinto, entonces, para que la palabra que nos dice fluya con cierta desenvoltura.
Y quien era esa tía cuyos hijos le colgaban los apodos, La beata, la chupacirios. Ari de niña se asustaba con esas historias de martirio, de sacrificio, el fuego eterno, y de las tías que se habían hecho monjas de claustro para no irse al infierno con los hijos a cuestas y esas oraciones fúnebres, que para suerte, la tía recitaba en italiano o en un latín vulgar del que apenas comprendía la mitad aunque sonara de todos modos en la confusión del ajeno idioma, a amenaza de castigo por una culpa recóndita e inexpiable. La beata se pasaba la vida entre la cuadra y media que mediaba de su casa a la iglesia de San Roque, el santo de la llaga abierta, entre curas y monaguillos, estampitas y rosarios. No había manera de escabullir el bulto cuando a los más pequeños por indefensos nos hincaba frente a los santos ennegrecidos por el humo de las titilantes velas a rezar el rosario por las almas de los otros, los hijos que ya mayores no se dejaban embaucar y estaban en permanente pecado.
Pero narración no es crónica televisiva que se dedica a difundir los incidentes espectaculares de alguna vida privada que emerge por un tiempo de su anonimato para recaer inmediatamente en el olvido. No se trata de noticia que se disuelve como la espuma, sino de relato biográfico que cristaliza para siempre un acontecimiento que "hace historia". De modo que es el narrador, en tanto portador de acción, de facultad de producir relato y hacerse público, y no el actor, quien evita que la novedad se diluya en el tiempo, quien rescata ese nacimiento o ese inicio de la anónima fosa del olvido.