Y la casa de la infancia también era una casa grande no por ser mansión sino por lo de larga y estrecha que se la llamaba chorizo y era igualita a todas las otras chorizos, incluida ahora la actualísima de Su, en Parque Patricios, igual por fuera con su balcón, igual por dentro con sus siete habitaciones en hilera, su vestíbulo con vitraux, sus dos patios separados o unidos por un estrechamiento. Algunos usos eran semejantes que no todos porque Su había modificado algunos detalles de la distribución para adaptarla a los usos más modernos. Era el caso de tantas otras hoy aggiornadas por arquitectos de moda especialistas en reciclar, reestructurar, modernizar, con espacios vidriados y mucha vegetación.

Del lado de allá

En Lima las gentes del exilio se dividían en dos ramas o bien habría que decir en dos ramales como si se tratara de la misma línea que a veces realizaba un recorrido más selecto y a veces se perdía por los suburbios. Ramas o ramales se definían no por la ideología pues todos profesábamos la misma fe revolucionaria sesentista o setentista, unos más hacia la I, otros más hacia la R de reformistas, sino por los barrios a los que llevados por la corriente habían unos ido a parar, o en los que otros habían deliberadamente parado después de una detenida selección acorde con la propia estima de su rango social; y así acorde también con ese status de adopción se desarrollaba su vida social

Comentarios así no más de entre casa de alguien que leyó más de varios artículos en página 12 o leyó, escuchó opiniones por el estilo y anduvo por los marchas recogiendo motivos, haciendo encuestas para una universidad pública. Me impulsa un diálogo más que con los que marcharon con aquellos de los otros, los que no marcharon porque no acuerdan, pero lanzan su mirada piadosa, y llaman al respeto, a la “atención”, dicen que no se puede dejar de prestar atención porque no puede ser tanta gente manifestándose y hacer oídos sordos.

Mi punto de partida es su propio decir: la hora silenciosa, las palabras más silenciosas son las que provocan la tempestad. Pero la voz de Nietzsche es un estruendo, un martillo sobre mis sienes, me rompe los tímpanos. Siempre lo tomé por el costado: El nacimiento de la tragedia, infinitas veces releído, sus obras aforísticas porque invitan siempre a abandonarlas sin escrúpulos. Pero he guardado la sospecha de que abordarlo por la médula era arremeter contra el Zaratustra; hubo en ese sentido ensayos reiterados pero efímeros o parciales, era dada una incompatibilidad de caracteres, su aire profético, su tono amonestador, su exceso afirmativo. Al fin lo he logrado, lo tengo bien leído, pero no lo guardo como un tesoro. He pasado por la bronca, he pasado de la bronca a la risa, de la risa al entusiasmo, la alegría de ver reflejadas mis verdades más antiguas, las felices coincidencias. Ahora me he hecho amiga.

En toda biografía hay una página, al menos unas líneas, que evocan espontánea alegría, una nota risueña, anécdotas de infancia. Éste no es el caso con Kierkegaard, en ella no hay infancia; lo dice el propio protagonista: “Ni hombre, ni niño, ni muchacho (…) desde el comienzo un anciano presa de una melancolía infinita”. Inmerso en la reflexión, desdoblado, sentirá la nostalgia de lo que no fue, los juegos de la infancia, algo de vida en la inmediatez, en la unidad de lo espontáneo.

 

Pienso que para comentar una novela como Los Pichiciegos es preciso la velocidad, reproducir el ritmo del autor, escrita en tres días… Reproducir tal vez las circunstancias, la coca como estimulante, colocarse en el carril del frenesí, dejarse llevar por la inspiración avasallante, colocarla en el carril de una respiración alerta y sostenida. Debo confesar una estupidez cometida, no sé si “cometida”, me vino de arriba y no me la podía sacar de encima, nada de mi voluntad la impulsaba o le daba aliento. En el mientras tanto de la lectura me decía en forma entrecortada, entre fragmento y fragmento “no me interesa esto, ¿que se hable de una guerra real en Malvinas desde aquí, Buenos Aires, en una pura ficción, un tipo que nunca estuvo en una guerra, que acaso ni hizo el servicio militar? La novela no está mal pero a mí no logra interesarme -¿me mentía?-”. La objeción no me la pude arrancar durante toda la lectura y no obstante sabía desde el principio que era una soberana estupidez.

 

Del lado de allá.

No hay escena mejor que los lugares de trabajo para acopiar notas relativas a los tipos humanos, pero no se trata de eso; más bien de hurgar en esos lugares para trazar un bosquejo de todas las condiciones de posibilidad de entablar una amistad o, para ponerlo en tono más personal, de esbozar la historia de las propias amistades. Había una historia repetida: cada vez que ingresaba a un nuevo círculo atravesaba una etapa de aislamiento –entre observación y silencio- hasta que alguna persona la rescataba no para arrastrarla al conjunto sino para establecer una ligazón secreta, una complicidad que construía una oposición de barricada dominada por cierta intransigencia. Aquella vez fue Sonia quien se le acercó, atraída probablemente por su condición de extranjera.

José María y Rosa se conocen en la cola del supermercado y viven una apasionado romance. Él es albañil en la construcción de la vuelta; ella, empleada doméstica en la gran mansión de la esquina. Desde el mismo comienzo él tiene encontrones de chavón enervado, con el portero, personaje oscuro; con Israel, el enlace turbio del oscuro portero, ofuscadamente racista hasta el delirio; luego con el capataz a quien mata, hecho que sucede por detrás de la escena. Nos enteramos más tarde. Desde las primeras páginas la novela estará impregnada de un clima de tensión, violencia por momentos solapada como desde tras las escena, por momentos manifiesta abrupta y breve. En una salida de los patrones de Rosa, María, que así comenzará a llamarlo Rosa como extraña abreviatura para un varón –más extraña aceptación del varón mismo-, comenzará a incursionar por la mansión en repetidas visitas hasta que un día, los dueños adelantan su regreso y María queda atrapado en la mansarda, nadie lo sabrá y durante años vivirá como fantasma entre huellas, indicios y sospechas.

Por María Eugenia Berenc

Uno de los problemas tradicionales de la estética es el de la existencia de restos no conceptualizables en sus materiales de análisis. Esta es una de las cuestiones que recaba Rancière en El espectador emancipado. Allí el pensador francés sostiene que las imágenes poseen una cierta pensatividad que reside en un resto que no es identificable de manera absoluta ni para aquel que la produjo, ni para el que desea espectarla. De manera tangencial, alude al antiguo problema identificado por Kant en la Crítica del Juicio: la distancia entre la forma artística -la forma determinada por la intención del arte- y la forma estética -que es percibida sin concepto y rechaza toda idea de finalidad intencional-.[1]

[1]Cf. J. Rancière, El espectador emancipado, Trad. A. Dilon, Buenos Aires, Manantial, 2010, pp. 126-127.

[2] G. Deleuze, La imagen-movimiento: estudios sobre cine I, Trad. I. Agoff, Buenos Aires, Paidós, 2010,p. 11.

 

Voluntariamente fragmentario porque sólo en lo fragmentario reside la esperanza, sólo en lo fragmentario se encuentra la interessa de la vida. Elías Canetti.

Ariadna llevaba su diario que no era registro de acontecimientos sino de puras frases propias o ajenas que ella sin embargo no entendía como hurto sino como recuperación de pensamientos propios que otros le habrían robado o bien habrían tenido la suerte de expresar antes que ella. Ellos habrían de servir de disparadores de futuros desarrollos. Ahora viene a tema el primero de aquellos pensamientos que ella no había citado textualmente sino según su memoria le dictaba y cuando se puso a corroborar decidió dejarlo abandonado a su involuntaria distorsión. Dice el Adriano de Margarita "Ciertas porciones de mi vida se semejan ya a las salas desmanteladas de un palacio demasiado vasto que un propietario venido a menos no alcanza a ocupar por entero". Ella había recordado escuetamente "La vida cono una casa demasiado amplia cuyo amo no puede ocupar todos los compartimentos" 

 

 

 

Ariadna se aburre o acaso se impacienta porque está superexcitada con la visita de Ernesto, un poco ansiosa, hay que ponerse al día con todas esas historias. Pero en realidad no le interesan tanto las historias, solamente la posibilidad de traer, así nomás con la presencia y algunas palabras entrecortadas un pedazo de pasado, de aquellos otros tiempos cuando todavía estaba todo el tiempo por delante y por detrás apenas proyectos mal esbozados, un corte en el presente, un encaje del antiguo, entretenerse con alguien que compartiera alguna nostalgia, la de los bares desaparecidos tras el vidrio, el Moderno, el Farolito, sí, porque precisamente en la casa de Oswald, la noche de la despedida se evocaron algunos nombres y había códigos compartidos. 

 

Quién diría que esa llamada sería el comienzo del tornado. -¿Vos reconoces esta voz? -Sí. Neuronas trabajando, más bien recuerdos de estímulos sensoriales, por lo que la voz llega por los oídos, no?- Pero él ya estaba, contestándose –luego explicaría por ansiedad, y por cierto faltaba algo a la explicación. – Ernesto. ...y ella rápida a pesar de los 26 años pasados, el tiempo y la distancia, encimó y completó Ernesto Moral. Entonces comenzaron, previa emoción recíproca por la voz reconocida, todos los reconocimientos, mezcla de reclamos y de declaraciones de amor que siempre van juntos. Sí, supe que estuviste en Baires, tantos años esperando ¿por qué no llamaste? Por miedo, otra explicación incompleta pero que resultó suficiente porque a Ari le pasaba lo mismo. Cuando regresé de Perú, nueve años de exilio a los que se sumaban otros dos separados por breve lapso, no quise ver a nadie de los viejos amigos, en realidad no los busqué porque sí quería verlos, pero lo dejé librado a la casualidad, la que esquivó mi recorrido durante varios años hasta que al fin concluí que se había pasado al otro bando.