Más allá del estéril debate sobre el derecho a existir de la posmodernidad, sobre la pobreza misma de su nombre que no se distingue por sus raíces sino por su derivado, sobre su identidad subordinada por el fatal post que la vincula con un después y le traza un destino dependiente. Más allá de la conformidad o el sosiego que nos brinda optar en esta pugna entre modernidad y posmodernidad tal que: la modernidad, un proyecto inconcluso, la muerte, el declinar y/o superación de la modernidad, la modernidad que gesta en sus entrañas el germen de su propia destrucción, la posmodernidad bajo sospecha de neoconsevadurismo. Más allá de todas estas tesis absolutistas que no hacen más que ilustrar reiterando el problema que quieren zanjar, quizá sea más apropiado al tono del propio debate suspender el juicio sobre los derechos y penetrar en el bosque ya no con la mirada globalizadora que desde arriba quiere trazar el mapa de las líneas fuertes y el valor de conjunto, sino con la mirada lateral que puede indistintamente detenerse en las grandes copas o en las pequeñas e imperceptibles rugosidades de los troncos.

Hay muchos aspectos en que hoy día la filosofía se debate entre dos extremos; tironeada de uno y de otro lado, apenas, respira. De entre todos los debates destaco uno que considero, quizá caprichosamente, el resumen de todos ellos. Es aquel que disputa acerca de su naturaleza, el que revolotea entre las preguntas del qué es y qué lugar ocupa en tanto es lo que es entre las ciencias y las artes.

Y hay dos grandes respuestas a estas grandes preguntas: la filosofía quiere ser ciencia, la filosofía quiere ser poesía. Lo mismo valdría cambiar el quiere por el debe, pero es de la índole de la pregunta el no poder ser respondida con el es. En realidad la pregunta por la esencia de la filosofía no puede dejar de ser un llamado de atención por sus posibles o actuales deformaciones, abusos o pretensiones indebidas.

¿Otra consideración intempestiva nietzscheana? 

                                    A  los aventureros, ebrios de enigma, a los que pudiendo adivinar odian el deducir, a los guerreros, a las serpientes.

            ¿Acaso yo no he escrito en todos mis libros más que sobre la vida? Ella la embaucadora, la hechicera, mi hipnotizadora, ella la sombra del caminante. No fue acaso, bajo su embrujo, que osé calumniar a la moral. ¿Amiga o enemiga? Ambas andaban sin embargo de la mano lanzándome miradas burlonas mientras yo me desangraba en el afán de enemistarlas, pero ellas eran carne de la uña, por momentos la carne urañada sangrante y doliente, por momentos una para la otra, coloreadas como saben los hombres pintar con colores brillantes sus tenebrosos cuentos de hadas.

Extracto de  De ironías y silencios

En Las palabras y las cosas,1 después de expresar su asombro por la clasificación de los animales citada por Borges, donde se alojan tan compatiblemente los embalsamados, los lechones, las sirenas, los fabulosos y los que acaban de romper el jarrón, Foucault se pregunta a partir de qué tabla de identidades y semejanzas podemos, en nuestra cotidianidad, instaurar un orden, construir clasificaciones o establecer diferencias, por ejemplo, entre un gato y un perro aun cuando ambos terminen de romper el jarrón.

Presentación del libro Verdad y cultura

Quiero comenzar este comentario ubicando a la obra en el espectro general de la obra nietzcheana. Las Consideraciones Intempestivas forman parte de lo que se llama sus obras tempranas y con El Nacimiento de la Tragedia constituyen en varios sentidos una unidad. Ambas responden a una misma preocupación, es el tema de la cultura, la cultura de su época, la cultura europea, alemana especialmente, de lo que se deriva el énfasis puesto en la crítica de esa cultura y el interés de desbrozar el camino para la construcción de una cultura auténtica o cultura verdadera como dice Nietzsche. En el Nacimiento de la tragedia el camino será un remontarse a los griegos para comprender simpatéticamente la esencia de esa cultura nacida del espíritu trágico. La pregunta que dispara la obra es ¿por qué los griegos, una raza fuerte, tan bien avenida con la vida, en su época más feliz, tuvieron necesidad de la tragedia? Pregunta cuya respuesta es la obra misma.

De Piglia se puede hablar al modo de un “Piglia par lui meme”, un concentrado de pensamiento construido a partir de las palabras del propio escritor y los mechados de algún entrevistador; esas obritas de las Editions du Seuil, allá por los años sesenta o setenta.  Y esto porque Piglia cuando habla de los otros habla de sí mismo. ¿Qué es sino eso del escritor detective o el lector detective? Es el mismo Piglia por momentos desdoblado en los personajes de los que se ocupa,  un Erdosain, o algún oscuro personaje de su propia ficción: el comisario Croce, en Blanco Nocturno, o el polaco Tardewski en Respiración artificial

Por suerte Platón habló de todo y las generaciones  sucesivas y nosotros podemos reconstruir su época y hablar a su vez de todo. Pero ahora, en época de crisis, crisis de los valores, crisis del pensamiento, se impone una revisión, se instala el derecho a la sospecha. Existe una antigua deuda con los sofistas. Aquellos que se llamaron a sí mismos maestros de cultura, maestros de retórica, fueron desprestigiados ya desde la época de sus contemporáneos, Aristófanes, Platón, y otras voces repitieron sus ecos: Aristóteles y sus herederos, durante los siglos que lleva esta cultura.

 

Lo trágico en la forma de absurdo es un absurdo sin estridencias, no hay llanto sólo  perplejidad. Por eso más que trágico es tragicómico. Pero el absurdo no es la noche donde todos los gatos son pardos, el absurdo se mueve dentro del marco de cierta lógica, este hecho es el que por momentos provoca risa: el hecho de que el absurdo se enmarque dentro de una lógica humana. Los guardias que parecen hacer sin lógica son bastante lógicos capaces de hacer evidentes las incongruencias en las palabras de K “Mira Willem, admite que no conoce la ley y afirma al mismo tiempo que es inocente”.

Dirección Michael Haneke

¿Cómo narrar el aburrimiento, lo machacón de la rutina, cómo decirlo con sólo la imagen? Esto es algo para lo que el cine, entre las artes, está preferentemente dotado; esto es lo que hace magistralmente Haneke en esta película que pese a ser su primer largo metraje puede verse junto con La cinta blanca como un momento cumbre de su filmografía. Pero no se trata de mero aburrimiento y rutina. La película comienza en la planicie para ir avanzando hacia la cota del precipicio.

Mi punto de partida es su propio decir: la hora silenciosa, las palabras más silenciosas son las que provocan la tempestad. Pero la voz de Nietzsche es un estruendo, un martillo sobre mis sienes, me rompe los tímpanos. Siempre lo tomé por el costado: El nacimiento de la tragedia, infinitas veces releído, sus obras aforísticas porque invitan siempre a abandonarlas sin escrúpulos. Pero he guardado la sospecha de que abordarlo por la médula era arremeter contra el Zaratustra; hubo en ese sentido ensayos reiterados pero efímeros o parciales, era dada una incompatibilidad de caracteres, su aire profético, su tono amonestador, su exceso afirmativo. Al fin lo he logrado, lo tengo bien leído, pero no lo guardo como un tesoro. He pasado por la bronca, he pasado de la bronca a la risa, de la risa al entusiasmo, la alegría de ver reflejadas mis verdades más antiguas, las felices coincidencias. Ahora me he hecho amiga.

En toda biografía hay una página, al menos unas líneas, que evocan espontánea alegría, una nota risueña, anécdotas de infancia. Éste no es el caso con Kierkegaard, en ella no hay infancia; lo dice el propio protagonista: “Ni hombre, ni niño, ni muchacho (…) desde el comienzo un anciano presa de una melancolía infinita”. Inmerso en la reflexión, desdoblado, sentirá la nostalgia de lo que no fue, los juegos de la infancia, algo de vida en la inmediatez, en la unidad de lo espontáneo.

 

Pienso que para comentar una novela como Los Pichiciegos es preciso la velocidad, reproducir el ritmo del autor, escrita en tres días… Reproducir tal vez las circunstancias, la coca como estimulante, colocarse en el carril del frenesí, dejarse llevar por la inspiración avasallante, colocarla en el carril de una respiración alerta y sostenida. Debo confesar una estupidez cometida, no sé si “cometida”, me vino de arriba y no me la podía sacar de encima, nada de mi voluntad la impulsaba o le daba aliento. En el mientras tanto de la lectura me decía en forma entrecortada, entre fragmento y fragmento “no me interesa esto, ¿que se hable de una guerra real en Malvinas desde aquí, Buenos Aires, en una pura ficción, un tipo que nunca estuvo en una guerra, que acaso ni hizo el servicio militar? La novela no está mal pero a mí no logra interesarme -¿me mentía?-”. La objeción no me la pude arrancar durante toda la lectura y no obstante sabía desde el principio que era una soberana estupidez.