Kierkegaard, tragedia enmascarada de ironía

Kierkegaard en vida y obra, él mismo un personaje entre sus personajes es el caso más paradigmático de un espacio de entrecruzamiento de dos caudalosos afluentes de pensamiento: hegelianismo y romanticismo. Dialéctico hasta la médula[1], oscila entre los dos polos: arremete contra el romanticismo desde un punto de vista hegeliano; se separa de Hegel desde una óptica y sentir romántico, pero, dialéctica negativa, teñida de ironía, nunca reposa.

 

[1] Aquí “dialéctica” debe entenderse no en relación a la dialéctica hegeliana sino más en el sentido de confrontación y contraste de puntos de vista así como en el sentido de la dialéctica socrática, como arte de la retórica, habilidad en el uso de la palabra y la argumentación que Kierkegaard entendía que había heredado de su padre.

 

           

            Kierkegaard en vida y obra, él mismo un personaje entre sus personajes es el caso más paradigmático de un espacio de entrecruzamiento de dos caudalosos afluentes de pensamiento: hegelianismo y romanticismo. Dialéctico hasta la médula[1], oscila entre los dos polos: arremete contra el romanticismo desde un punto de vista hegeliano; se separa de Hegel desde una óptica y sentir romántico, pero, dialéctica negativa, teñida de ironía, nunca reposa.

            Y sin embargo con Kierkegaard poco vale discurrir en términos de influencias y de rechazos pues en él todo es uno, vida y obra; su persona en cuerpo y alma ofrecida en la mesa de experimentos para extraer el zumo de  un pensamiento. Por eso apenas nos ocuparemos de su concepción de lo trágico, porque lo trágico en él no es una noción para ser expuesta en la academia sino una experiencia que atraviesa su existencia y sirve de suelo fértil sobre el que se erige la idea. Los personajes de que se ocupa no son meras figuras literarias que le sirven de ejemplo para sus desarrollos, son personas vivas con las cuales se identifica, dialoga, condena o glorifica, todo sucesiva y simultáneamente. Su gusto por los disfraces y las metamorfosis explica también el uso y abuso de los seudónimos que abren para el romántico el espectro de las mil posibilidades.

Retrocedamos hacia la consideración del aspecto medular del pensador. Dos, nos dice, son las herencias del padre: una honda melancolía y grandes dosis de agudeza dialéctica que de dote intelectual devendrá en el tiempo, tras el largo camino del pensar, cualidad estilística que a nivel de los contenidos se traduce en una intermitente agilidad[2]. El elemento ágil, maleable, pero también  factor desestabilizador, es la  ironía. La ironía, que en cuanto concepto ocupa las primeras especulaciones de Kierkegaard, materia que desarrolla en su tesis doctoral: la ironía socrática, la ironía romántica. Pero la ironía sobretodo como un porte, “una manera de llevar el sombrero”,  una forma de sensibilidad y entendimiento que el autor halla en los personajes que lo obsesionan, estilo, “una agilidad”, un modo de estar en el mundo en el  cual enfoca y se detiene y hace suyo porque en el anidan los rasgos más destacados de su propia personalidad.

La ironía entonces, como el elemento en que se mueve y sostiene esa ambigüedad permanente expresada de un modo genérico en la pregunta que reúne todas las preguntas: ¿ético o estético? Y ambigüedad  también porque rechazado el hegelianismo por su afán de capturar todo en el sistema,   Kierkegaard amonesta al romántico por su permanecer en el goce del instante, por su falta de decisión, por su anhelo insatisfecho, por su falta de compromiso. Poeta y dialéctico a la vez tiene siempre algo en contra y a favor de ambos.

Su concepción de los estadios de la vida no es más que la expresión filosófica de la punzante duda existencial, una ambigüedad consustancial que no se define como sucesión lineal y progresiva de caracteres pertinentes a las edades de la vida, no es que lo estético pertenezca a la juventud y lo religioso a la vejez,  porque lo estético y religioso – nos dice el propio autor- se dan desde el comienzo hasta el final. Ambigüedad, también, que no resuelve como superación al modo hegeliano sino  a través del salto siempre azaroso y reversible.[3]

 

El combate contra el sistema

Comencemos con el primer polo de este largo y persistente combate, la lucha antihegeliana. En una época en que, como él mismo observara,  todos rendían loas a la parlotería hegeliana de antecedente y consecuente con  miras a introducir al  individuo en la generalidad de la cultura y del Estado, Kierkegaard, interesado más por el hombre en tanto individuo que en la humanidad como especie, levantará su voz en contra del sistema y en defensa de la singularidad de la existencia.

            Pero esa lucha no es un detalle accesorio que matiza el pensamiento del autor, se trata más bien de un rasgo consustancial que hace a la esencia de su filosofar, un filosofar que huye de las mediaciones y vive y se sostiene en la paradoja y el contraste. Porque la filosofía no puede separarse de la vida, del cuerpo, la persona, la historia concreta. Kierkegaard busca la verdad en la experiencia de su propia persona, la que transforma en una materia de experimentación, él mismo en alma y cuerpo como cobayo en la mesa de laboratorio. Su filosofía de los estadios de la vida será el resultado de esos experimentos; reflexiones suscitadas por su  propio recorrido, el de su infancia, adolescencia, madurez, todo un camino que devendrá modelo. No necesariamente modelo a seguir sino modelo también de errores arquetípicos, de ilusiones y desengaños, un armado también de todas esas cosas que hay que evitar.

Es por eso, por esta confraternidad de vida y reflexión, que Kierkegaard  no quería que su pensamiento terminara transformado en objeto de estudio de acartonados académicos que lo encasillaran en un momento de esa historia diseñada con antecedente y consecuente al modo del bosquejo hegeliano. Un temor lo atravesaba: el verse convertido en objeto de exposición de espíritus sistemáticos, de aquellos que se pierden en el delirio de construir suntuosos palacios sin darse cuenta que siempre habitarán en los subsuelos, expresión del propio Hegel que Kierkegaard hace suya para confrontarlo, o  de aquellos que se entretienen con los grandes relatos pero no pueden decir nada de la vida. Pues no es posible saltarse la vida ni desinteresarse del propio destino, de esa escena donde nos enfrentamos a lo inconmensurable (Diario 15.7. 37) y nos estrellamos contra la paradoja. Al igual que para Hegel el método consistirá en buscar el concepto en el fenómeno pero no para hacer de este una construcción lógica donde la existencia, que es movimiento, se fije en pura tautología y necesidad, sino para instalarse en la apertura del devenir y el juego del azar. En páginas de O bien o bien dedicadas a la vida estética, Kierkegaard confronta las dos actitudes: la de los filósofos del sistema y la de la praxis.

            Los primeros, piénsese en Hegel, son aquellos para quienes, siempre vueltos al pasado, la historia ha terminado, y apuran la mediación. La dialéctica en versión hegeliana suprime los contrarios en una síntesis superior; cada etapa como momento de la verdad, no es más que la manifestación de una identidad abstracta que no ha atravesado la instancia de la decisión. Embelesados con los cantos del pasado y las armonías de la mediación creen apoderarse del mundo pero se pierden a sí mismos. La historia transformada en necesidad no da lugar a la libertad; mientras todo ya es pasado, el sistema, estéril de sapiencia, no puede dar consejo.

            A su lado el filósofo de la praxis, instalado en la vida y vuelto siempre al porvenir, sólo mediará los contrarios en una locura superior. Kierkegaard entiende que el contraste, donde la vida se debate a cada instante, no existe para  la especulación, sino para la libertad en tanto acto interior de la elección que lo excluye; así surge la ética que tras el acto de la decisión, otorga al hombre una potencia eterna. Frente al desenvolvimiento tautológico de la historia como necesidad, destaca el valor del instante donde lo nuevo puede emerger como producto de una libre elección. [4]

 

Primera aparición de la ironía

Y en este campo de combate contra el sistema, contra el sin misterio de esa aplanada legalidad del proceso, en el fragor de lo inconmensurable, frente al destello de lo paradojal, aparece en escena la ironía en la figura del personaje que la encarna: primero será Sócrates, más tarde será el poeta romántico. Kierkegaard como Hegel hace recurso a las figuras poéticas. La ironía no es sólo un concepto, pese al  título de su tesis doctoral[5], la ironía es sobretodo un modo de estar parado, una manera de tener que vérselas con la existencia y el mundo, una figura poética; y su exponente: un personaje, el ironista, un poco cómico, un poco trágico, algo de mago, algo de sabio. Acaso esta figura, esta  constelación de sustancias y atributos que componen la ironía  sea el centro entorno al cual gira todo el pensamiento de Kierkegaard: a veces en diálogo con Hegel a quien más allá de las críticas considera una autoridad; por momentos con la mira puesta en el esteta romántico con quien, pese a la asidua condena, se identifica en cuerpo y alma

            Comencemos pues por uno de estos puntos de enlace: Hegel,   enfocando en primer lugar en la figura de Sócrates. En sus Lecciones de historia de la filosofía, en una modalidad  similar a la de la fenomenología donde cada figura corresponde a un momento del desarrollo del concepto,  Hegel considera a  Sócrates, quien por primera vez trae a presencia la ironía en el mundo, como la conciencia de que la moralidad se ha hecho vacilante  en el espíritu del pueblo. La “bella eticidad”, la vida en armonía con el todo propia del mundo griego, halla su primer momento de ruptura con la aparición de la subjetividad en la persona de Sócrates. Desde la óptica de una concepción de la historia como desarrollo de la idea, Hegel reconoce el aspecto positivo de este momento subjetivo pues expresa lo que flotaba en la época, una necesidad. Pero sin embargo se trata  todavía de un estado intermedio, de un momento de transición que requiere ser superado. La dialéctica, tal como él la concibe, tiene precisamente esta tarea de superar el momento subjetivo reencontrando la objetividad que lo enriquezca y lo torne más libre. La subjetividad socrática, en cambio, no vincula con el mundo, la separación de Sócrates de los asuntos del Estado, su rechazo de las convenciones de la época, su preocupación por el cuidado de sí como una forma también de aislamiento, son muestras de su carácter puramente negativo 

Kierkegaard va a coincidir en varios aspectos con el punto de vista hegeliano y ello a partir de la confrontación de ambas dialécticas desde donde señalará semejanzas y diferencias. Ambos coinciden en que lo esencial en Sócrates es el método pues no hay en él, al decir de Hegel, conocimiento positivo. Se trata de la mayéutica, que Kierkegaard define como un conversar o un preguntar, y a propósito de la cual también señala diferencias con la sofística que se desprenden del mismo decir de Sócrates. Este arte de “conversar” y “preguntar” es algo diferente del “hablar” que practican los sofistas, esa elocuencia oratoria enamorada de sí misma que sólo aspira a una belleza abstracta, y se expresa en  “bagatelas verbales” desligadas de la idea.  Tiene en cambio un aire de familia aunque distante con la dialéctica hegeliana. Al preguntar se establece una relación con el objeto y con los otros, el sujeto no sabe nada y se vincula receptivamente con el objeto. Ocurre algo análogo con el momento hegeliano de la negación pero también una diferencia pues en este caso se trata de un momento necesario del propio pensamiento que no necesita ningún afuera, que no requiere de ninguna interrogación, de ninguna relación casual con otro sujeto como es el caso de la mayéutica; la negación surge de adentro como una necesidad intrínseca de la idea que lleva en sí el germen de su otredad.

Pero existe otra diferencia de mayor envergadura: a la  interrogación socrática “le falta el momento de la unidad o de la síntesis, en la medida en que cada respuesta contiene la posibilidad de una nueva pregunta” (El concepto de ironía). Nos alejamos por tanto de la evolución dialéctica como desenvolvimiento progresivo de la idea; la relación, aquí, se agota en la pura reciprocidad del preguntar y el responder. Dialéctica negativa, la llama Kierkegaard pues queda ajena a la idea, y por no ir a la idea vuelve a sí misma para siempre recomenzar. Es el caso de Sócrates, un “inicio absoluto”; lo mismo que el de Fichte a quien le crítica su persecución incesante del más allá, el infinito más allá del deber ser. 

             Hay una tercera diferencia que hace a la esencia del preguntar y compone este concepto-constelación de la ironía. Son dos las posibles intenciones del preguntar: o se espera una respuesta, esto es, una satisfacción, de modo que cuanto más se pregunta más se logra y se profundiza. O bien, no se espera satisfacción alguna, sólo se busca develar una apariencia, poner en evidencia la nulidad de una pretendida verdad, es el efecto de perplejidad tan buscado por Sócrates, el reproche que le hace Alcibíades en el Banquete, de dejar al otro en el desnudo, en la vergüenza. En el primer caso se busca y obtiene una plenitud, es lo especulativo; en el segundo una vacuidad, es la ironía.

            Los términos de la comparación ponen en evidencia las coincidencias de Kierkegaard con el punto de vista hegeliano. En Lecciones de historia de la filosofía, Hegel nos dice qué cambia e n Grecia con Sócrates: comienza un proceso de debilitamiento de la esfera del Estado y las costumbres. Sócrates coloca al individuo como  decisivo, por encima de todo. En lugar de consultar al oráculo ahora se escucha al  propio daemon. Pero para Hegel este demonio de Sócrates que se hace presente en todos los momentos decisivos para  siempre  aconsejar o disuadir es todavía algo inconsciente, subjetivo pero exterior, o sea, algo intermedio entre el Estado, lo exterior, y el espíritu, lo interno. Y todavía algo más: este demonio se ocupa sólo de particularidades, cosas insignificantes en comparación con el más alto pensamiento de lo general;  la satisfacción que procura es una satisfacción  egoísta pues a  punto de saltar a otra cosa, vuelve sobre sí misma como gozándose en el ejercicio de una libertad infinita. Se trata de una vida puramente personal, nada que ver con la ciencia, no es especulación sino vida individual.

            Y aún cuando en razón de su sistema otorga una parte de razón a Sócrates, el lugar, que según su óptica, ocupa en la historia universal, en la historia del desenvolvimiento del espíritu es el de una pausa, un momento de transición. Es cierto que Sócrates representa el despertar de la reflexión que va dejando atrás la eticidad sustancial, por eso de alguna manera le reconoce su derecho en tanto poder de emancipación y de hacer valer la subjetividad.  Pero todavía es una pura protesta la que se eleva contra la vida sustancial del Estado, una pura negatividad que se tiene a sí misma como fin, pues carece de toda positividad, no quiere afirmar nada sino sólo hacer vacilar. No es todavía un nuevo principio, sólo un estadio intermedio que posibilita su aparición. La cuestión socrática es más tema de vida individual que de filosofía, o bien filosofía práctica más que especulativa

            Esta será a grandes rasgos la interpretación kierkegaardiana, También Kierkegaard hace resaltar que  Sócrates niega validez  a la vida sustancial del helenismo y con ello su ironía escapa a la historia y a la lógica; es una pura negatividad que no puede integrarse al sistema, un momento que se desvanece sin dejar rastros. Sócrates no logra superar el pensamiento subjetivo pues no se relaciona con el mundo para enriquecerse, sino que permanece en la esfera de la pura subjetividad. En el Fedon –recuerda Kierkegaard- niega la vida, el proceso histórico y así la existencia deviene una pura abstracción.

            El movimiento  del ironista es un constante avanzar hacia un grado cada vez mayor de abstracción, que no logra nunca alcanzar la idea: el amor en el Banquete, una pura carencia, la relación amorosa con el ironista, una nada. Dialéctica negativa, como la de un rey sin reino, permanece siempre en la esfera intelectual, abstracta, no ligada a ningún punto de vista ético, por ello no constituye ninguna  amenaza contra la cultura griega. Se trata de una nada, “la nada como libertad que pese a hundirse en las profundidades vuelve siempre con las manos vacías” (El concepto de ironía). Esto se puede apreciar en los diálogos platónicos llamados socráticos porque en ellos Sócrates tiene un mayor protagonismo. Todos ellos son diálogos sin resultado; puede ser un lugar para ir a otra cosa, pero  sin embargo nunca se llega; es sólo un eterno recomenzar que acaba en autoaniquilamiento. Por eso hablará de la vacuidad de la dialéctica irónica. Una libertad absoluta, siempre móvil a la que ninguna relación  encadena,  un inicio absoluto, un silencio, una  nada.

 

Segunda aparición de la ironía en el mundo

La ironía romántica.

 

Hasta ahora nos hemos ocupado de Sócrates con quien la ironía hace su primera aparición en el mundo; la segunda corresponde a la época romántica. Hegel y después Kierkegaard abordan igualmente esta nueva manifestación de la ironía.

En sus Lecciones de Estética señala Hegel que son los hermanos Schlegel quienes primero se apropiaron de la idea cuya justificación más profunda  se encuentra en la filosofía de Fichte;  luego mencionará también a Schelling, Solger, y Tieck. Para Fichte el yo pone al no-yo pero sólo para reflexionar sobre sí mismo. El yo proyecta y absorbe al mundo en sí mismo y se convierte así en  principio absoluto de todo saber, maestro y soberano de todo. Nada hay en moral, en derecho, en lo humano y lo divino, en lo sagrado o profano que no sea puesto por el yo y pueda, en consecuencia, ser suprimido por él. Pero se trata todavía de un yo abstracto y formal que niega toda particularidad y carece de todo contenido.

            Hegel reconoce que para los románticos, en cambio, el yo es un individuo viviente, y su vida consiste en moldear su propia individualidad. En el terreno del arte, que en el sentir del romanticismo como movimiento de época, adquiere un rol protagónico, esto quiere decir, que el artista debe vivir poéticamente, dar a su vida una forma artística. Pero aquí surge la dificultad, porque el romántico considera que ningún contenido es absoluto, que nada existe en y por sí mismo; entonces a sus ojos nada es serio: ni sus propias acciones, ni su auto realización; todo es mera apariencia

Y no obstante, esta vida artísticamente irónica ha logrado prestigio, y el aprecio de su época, pues ha recibido el nombre de divina genialidad. Como desde un pedestal mira a los otros hombres y los halla limitados, chatos porque están todavía atados a la moral, al derecho, y ven en esas bagatelas cosas esenciales. Esta genial ironía  es la concentración del yo en el yo, para quien todos los lazos se han roto y goza de sí mismo. Es la conciencia de la vanidad de lo concreto y de la moral; para ella todo está desprovisto de sustancia y sólo vale la propia subjetividad. Todo esto señala Hegel, quien no obstante reconocer ciertos logros del romántico, lamenta a la vez las consecuencias nefastas de esta mirada sobre el mundo. Adviene una tristeza lánguida de la cual ya encontramos un síntoma en la filosofía de Fichte, insatisfacción, impotencia, nostalgia de lo real y de lo absoluto, vacío, sentimiento de su propia nulidad. El alma romántica se regodea en el ennui y perece en razón de su eterna insatisfacción; así la ironía que es lo propio de la personalidad genial termina en la autodestrucción. Esta forma se parece a lo cómico con la diferencia que lo cómico se limita a demoler lo sin valor, vulgar,  mientras que la ironía demuele todo. (Lecciones de Estética I).

Como en el caso de Sócrates, Hegel combate aquí la ironía oponiendo a las exigencias de la subjetividad el mundo de lo general. Como aquella y en mayor grado la ironía romántica consiste en la reducción de todo contenido al arbitrio del sujeto que cree que puede poner y quitarlo todo; se trata de una generalidad arbitraria, que disuelve todos los valores. En el fondo no es más que evasión porque no reconcilia con la vida efectiva; al querer liberarse de las preocupaciones de la realidad se priva al mismo tiempo de esa realidad.

Pero en este caso del poeta romántico, su crítica es más radical pues  considera a la ironía cosa de débiles, de inferiores morales, de los sin carácter porque no pueden sostener un fin. Ocurre con ella lo que con la conciencia desdichada: en tanto desarrollo de la autoconciencia implica una ruptura con la vida, y es esta conciencia de ruptura la que la hace desdichada pues se ve como desdoblada. Por un lado, se eleva por encima del mundo finito y se capta a sí misma como auténtica y eterna, y por otro lado se percibe como una conciencia  mudable y sin esencia arrojada al mundo de la pura contingencia.

 

Critica kierkegaardiana a la  ironía romántica.

También aquí el punto de vista de Kierkegaard coincide en mucho con el de Hegel. También él hará una ácida crítica al artista romántico que en ese movimiento de huida de la realidad termina en el autoaniquilamiento; esto es lo trágico profundo de la historia universal. Toda la crítica se engarza con su filosofía de los estadios; ahora el ironista es el esteta a quien corresponde el primer estadio siempre confrontado con el segundo, el de la vida ética.

 

a. La relación con la realidad

Dos son los ángulos desde los que desarrollará su crítica de la vida estética. En el primero, donde enfoca la relación del esteta con la realidad, es donde se concentran las mayores coincidencias con Hegel. Ambos coinciden en hallar en el  poeta romántico una absoluta desvalorización de la realidad efectiva. Kierkegaard caracteriza a este estadio como aquél en que el sujeto avanza “de la constitución de un mundo a la invención de un mundo”. Al negar la realidad histórica se pone en su lugar una autoproducida. Todo consiste en resguardar el mayor grado de libertad sobre lo real. Todo deviene objeto de poetización; la historia entera deviene mito, saga, poema, cuento; la vida, ensueño; el sujeto, niño; la realidad, pura posibilidad. Pero el ideal detrás del cual corre el romántico se aleja más y más pues no se busca ninguna unidad, ni conciliación, ningún reposo. Este “caballero metafísico de lo negativo” como suele llamarlo Kierkegaard, se complace en la comprobación de la nulidad de todo; la ironía contemplativa es su órgano para la negación, una suerte de devoción panteística que goza del raro espectáculo del desvanecimiento de todas las creencias, de la desvalorización de todos los valores y que en la pérdida de lo finito termina perdiéndose a sí mismo.

b. La relación con la propia existencia.

El otro ángulo desde el cual aborda Kierkegaard la vida estética es el de la relación del esteta con su propia existencia o bien con la formación de su personalidad, tema que implica también cierta peculiar relación con el tiempo. Todo el asunto halla extenso desarrollo en O bien o bien, voluminosa obra que concentra la mayor parte de los escritos estéticos. El título ya nos dice del lugar central que ocupa la elección, el instante de la elección, el aut aut en el devenir de la existencia. La decisión es lo que nos proyecta al futuro y transforma la posibilidad en realidad. En este sentido aparece como la instancia que permite al esteta escapar a la rueda de las infinitas posibilidades, a su relación falsa con el tiempo, un tiempo de la repetición, cuando no, un tiempo invertido que transforma la esperanza en recuerdo, que envuelve todo en aires de nostalgia, nostalgia aún de lo que no fue.

Pero veamos cómo es la vida del esteta; recordemos los ejemplos: Don Juan, Fausto, Eduardo el seductor, el artista, el poeta romántico; ellos representan distintos grados de inmediatez y reflexión, pero consideremos ahora los rasgos comunes que hacen a la esencia del tipo. Lo esencial del esteta es que quiere crearse a sí mismo, poetizar la propia vida, y en esta tarea de modelaje de sí, aspira a una libertad absoluta, no quiere reconocer ningún en sí, ningún elemento dado del cual partir, quiere crear de la nada, no quiere “escuchar la voz de lo que le es propio” (O bien o bien). Embriagado en el espectro de las mil posibilidades y delirando en los vapores de las máscaras y los ropajes, el ironista – dice Kierkegaard- “siempre está de viaje”. (idem). Eterno peregrino transforma la vida en un desfile de disfraces; lo suyo es el ocultarse, mostrarse otro. Hay una complacencia en la inconsistencia demoníaca de lo múltiple, un gusto por el enigma, por el misterio, aún por lo terrible.

Pero lo verdaderamente inquietante en la actitud del esteta es su dificultad de escoger que a veces lo inclina a hacer como los  chicos, “este sí, este no”, o bien dejarlo todo librado al destino, a que el tiempo decida por él. Su aspiración de libertad para por siempre recomenzar desde la nada lo empantana en el espectáculo de las infinitas posibilidades; lo opuesto  a la potencia constructora de la personalidad que necesita de la elección, que requiere romper el eterno ciclo del “o bien o bien”.  “La elección -dice Kierkegaard- es decisiva para el contenido de la personalidad, por ella el que elige se hunde en lo elegido. En el momento de la deliberación los objetos de la elección parecen exteriores al que elige pero ese es un instante, (…)  sólo hay un instante durante el cual es indiferente hacer lo uno o lo otro. No se puede mantener la personalidad en blanco, ya antes de la elección hay un algo que la determina, si se posterga la elección, se elige inconscientemente”. (O bien o bien)

Sin embargo, -agrega- esta elección es lo contrario de la reflexión sobre elementos opuestos, del tipo ¿pastor o actor, entusiasmo artístico o elocuencia eclesiástica?, sobre los cuales se debatía Kierkegaard constantemente en su vida personal. Este tipo de elección estética no es verdadera elección. En el estadio ético la elección se produce en el contexto de la oposición entre el bien y el mal y en este contexto lo importante no es elegir lo justo sino la energía, la seriedad, la pasión con que se elige cuando se produce una transfiguración. Entonces aparece, no la actividad del pensamiento que ya está necesariamente presente, sino la seriedad del espíritu por la cual se gana el mundo y el sí mismo. El que vive estéticamente, en cambio,  no elige, se pierde. Tampoco se puede decir que peca,  salvo en tanto sea pecado no ser nada, estética no es el mal sino la indiferencia, y en esta indiferencia el esteta se desgasta a sí mismo, se transforma en sombra, pues le falta la seriedad que lo proyecta al porvenir.

Y aquí, en la base de esta diferencia, importa señalar los distintos modos de relación con el tiempo. Estética es aquello por lo cual se es, ética aquello por lo cual el hombre deviene. El estético vive el instante, su concepto de la vida, el objeto de la vida es para él el goce, la satisfacción del deseo en su inmediatez, por ello no puede explicarse. Su vida es como una sucesión de fragmentos a la que le falta un hilo conductor, una continuidad, una idea que lo vincule a una totalidad. El goce que persigue depende de condiciones exteriores: dinero, fama, poder. Por tanto no se realiza, necesita del deseo y siempre de más deseo; entonces sobreviene la angustia, el miedo; el esteta desespera. La desesperación es el efecto inevitable de su relación con el tiempo y con su propia existencia. Toda forma de vida estética es desesperación, esta es la última fase de la conciencia estética, la que ha descubierto la vanidad y la nulidad de todo; entre todas las formas de embriaguez, la más hermosa, la que da elegancia, la que más subyuga y por lo tanto la más difícil de curar.

Kierkegaard detalla algunos de los atributos que adornan al desesperado: ingenio, sutileza, ironía, agudeza dialéctica con ese poder liberador que disuelve y borra todo; arte para el engaño y el ocultamiento, esa capacidad de no dejarse enceguecer  por las pasiones, sino por el contrario, tornarse más lúcido cuando estas lo invaden. Pero si bien gana en el instante, es el caso de Don Juan, Fausto, Eduardo, en la continuidad es vencido y debe retirarse es el caso de Cyrano. Sabe del espejismo del goce, y  a este le opone un altivo orgullo que ha terminado con todo lo finito; de la vida no deja nada. Pero la vida se venga, al haber sido vaciada de sentido, lo ataca con el ennuie, el aburrimiento, la tristeza, que como el placer es finita y perece; entonces sólo le queda la risa burlona de la desesperación.

Si avanzamos hacia lo profundo de la desesperación hallamos que no es otra cosa que conciencia desdichada, una falla en la relación con lo finito y lo infinito. El desesperado, poeta o ironista, no es un hombre completo, sólo cumple el movimiento hacia lo finito o lo infinito, no hacia ambos. Es una conciencia rota que sabe que pierde al mundo o a sí misma y en este movimiento de disyuntiva puede terminar perdiendo a ambos.

Existe, sin embargo, una dialéctica de la desesperación, esta se revela en el momento en que despunta la necesidad de tomar conciencia de sí como un instante de validez eterna que sin embargo puede no llegar. La desesperación es tan necesaria a la libertad como la duda a la especulación, es la duda de la personalidad, marca un aut aut ineludible. Dice Kierkegaard: “Al esteta no se le puede aconsejar cásate o dedícate a los negocios porque es una mentira. Sólo “¡desespera!” como un acto que necesita toda la fuerza del alma, seriedad; el hombre  que no prueba la amargura de la vida no conoce la importancia de la vida” (“Etica y estética en la formación de la personalidad”, en O bien o bien). La desesperación tiene que ver con la libertad, es elección del yo mismo que nos permite huir de la frivolidad, es elección de lo finito, lo obtenga o no.

 

Nuevamente contra el sistema

Hasta aquí las coincidencias, pero Kierkegaard –como decíamos- es un ser dual que se debate entre dos polos: por momentos habla el estudiante de teología, lector de Hegel, que respetuoso de su maestro, se coloca en el punto de vista de la historia universal, por otra parte, el hombre, el esteta, el poeta, preocupado por su sí mismo, por el momento de la elección; él mismo un desesperado que vive en la ambigüedad, en la negatividad socrática.

Porque este elegirse a sí mismo, que ocupa el centro de su preocupación existencial, no es una abstracción ni una tautología, no es la conciencia de la libertad en el mundo de lo general, sino una determinación del espíritu, una energía, conciencia de ese ser libre que es uno mismo, pleno y rico en determinaciones y cualidades concretas, es el ser estético elegido éticamente bajo las determinaciones del bien y del mal, y capaz de dar cuenta de sí.

No es tema de la historia, no es tema de la filosofía que piensa el movimiento necesario de la idea  y transforma todo en tautología. La conciencia estética de la vida es desesperación porque se basa tanto en lo que puede existir como en lo que no puede existir.

 

            Retrocedamos hasta el punto de vista de Hegel que es el de la historia universal

En la Fenomenología del espíritu Hegel resuelve la  tensión de la  conciencia desdichada, misma tensión en que se debate el desesperado entre el mundo y sí mismo, entre lo finito y lo infinito, por medio de la mediación última de la razón, en tanto desenvolvimiento necesario del espíritu, o por la mediación del Estado, en tanto forma objetivada de ese espíritu universal. Pero desde la óptica kierkegaardiana esta solución es falsa, una pura ficción que no tiene validez en el mundo de la vida. En este nada valen las “nubes enredadoras de la razón”, lo que interesa es el individuo; ese individuo, esa persona que es el propio Kierkeggard y tantos rasgos tiene en común con los personajes de que se ocupa, un Sócrates, un Fausto, Eduardo, el seductor, el poeta, el artista. Con todos ellos comparte el rechazo del orden establecido, el gusto por el aislamiento, el interés en el cuidado de sí, el culto de la comunicación individual, la ausencia de dogmatismo, la búsqueda de un ideal, esa imposibilidad visceral de entrar en el mundo de lo general. Pero sobretodo la atención a lo concreto,  a la vida misma cuyas contradicciones no pueden ser mediadas especulativamente.

Al sistema hegeliano le opondrá la experiencia de lo inconmensurable, el sentimiento de lo residual,  lo incomunicable, el secreto, oposiciones absolutas que no se pueden reducir a abstracciones, ni se pueden mediatizar. Hay heterogeneidades radicales, novedades absolutas, lo contrario es matar la vida, es desparramar sobre todas las cosas el polvo de la abstracción (Diario 15.3.37). Pero entonces será necesario vivir en la paradoja, no conciliar. Y aquí, desde el romanticismo aborda, ahora, Kierkeggard el ataque contra el sistema.  Después de haber señalado todas sus limitaciones, asume la defensa de la ironía como camino hacia lo concreto y rico de contenido. El poeta romántico busca la realidad verdadera del espíritu en el arte y la poesía, pero este real es puro devenir, llegar a ser, combate. La ironía nos enseña a buscar la verdad en la limitación, aquí en este mundo de contraste y paradoja  frente al cual nada puede la mediación que sobre todas las cosas esparce el polvillo de la lógica (El concepto de ironía). A esta marea ininterrumpida de la tautología  le opone el salto, una ruptura del continuum del tiempo que destaca el valor del instante en que una decisión, un acto, una apropiación, tienen lugar.

La dialéctica hegeliana como instrumento de mediación está volcada hacia el pasado: ella es movimiento de retrospección, ella suprime el verdadero conocimiento, ella se mueve en el terreno del pasado y de la posibilidad y así suprime la existencia, nada sabe de la realidad individual, del presente, sólo le interesa la historia, lo muerto. Teoriza sobre la acción, sobre el amor pero no actúa ni ama, todo lo traduce en términos conceptuales. Olvida que los problemas de la existencia no son problemas lógicos, suponen acción, apropiación, suponen abismarse en el objeto, entusiasmo, embriaguez, sumergirse en las aguas de la vida sustancial y hasta perderse;  pues  para salvar el alma hay que perderla como Fausto, uno de sus personajes: la pérdida es siempre descubrimiento y logro.

Kierkegaard reconoce con Hegel que en el sistema la ironía se desvanece como la duda. Pero a diferencia del maestro entiende que ella no se desvanece en la vida porque ella misma es vida, no especulación sino  experiencia personal a través de la cual solamente es posible el conocimiento del mundo. Al mundo público de Hegel, al charlatanerismo (bavardage) infinito del sistema le opone el silencio de la ironía como camino a una verdad personal, esa necesidad de abismarse, de perderse para salvarse.

            Y allí mismo Kierkegaard rectifica la versión hegeliana de Sócrates. Después de haber coincidido en la calificación de su figura como una pausa, momento de pura negatividad en el concierto de la historia universal se atreve a corregir al maestro. Es cierto como afirma Hegel que Sócrates no tenía un saber positivo, pero esto no tiene ninguna importancia desde el punto de vista de su misión. Esta no era revelar ideas especulativas sino dirigirse a cada individuo en una relación puramente personal. Hegel no comprendió el carácter religioso de la ironía socrática. Kierkegaard ve a Sócrates como un elegido, un ser de excepción, un héroe trágico puesto al servicio de la ironía del mundo a quien sólo la historia universal puede juzgar, pero sin embargo, un individuo que no forma parte del sistema.

La ironía entonces es ironía trágica, un modo de estar en el mundo que une la risa y lo serio,  unidad de comedia y tragedia: comedia porque hace reír, y en este reír despierta a la inteligencia,  hace darse cuenta, ella es tan necesaria a la vida como la duda a la especulación;  y tragedia, porque pertenece a la esfera de aquellos que como los frutos en el embalaje se maceran en los márgenes para salvar a los del centro, hombres en soledad, el genio, el mártir, el hombre de excepción, el santo. (Diario) Es el caso de Sócrates,  víctima sacrificada a la ironía, pero no por su muerte porque su ignorancia de todo le hace ser ignorante también acerca de la muerte. Su destino trágico reside más bien en la falta de conciliación, su lugar en la historia es el de un mero inicio, la primera aparición de la subjetividad, de la preocupación por la vida individual, que no logra sin embargo integrarse a su época.

Otros serán los casos de Goethe y Shakespeare quienes finalmente logran dominar la ironía. Goethe, porque pudo poner la ironía a su servicio y así establecer un acuerdo entre su vida de poeta y su propia realidad. Shakespeare, porque aún cuando la ironía arrastre su lírica hasta las alturas de la locura, ella nunca le hace perder la objetividad. Sin embargo en ningún caso se trata de superación, la ironía no puede ser superada, no hay conciliación posible, la ironía es espíritu trágico, reconocimiento y experiencia de la finitud.

Pero dominada o no, ella es necesaria para toda vida auténtica. Si es cierto que hay que precaverse de la seducción de la ironía, también es cierto que hay recomendarla como camino, la ironía es esencial para que la vida personal adquiera verdad. En su aspecto de comedia nos muestra la nada de lo pequeño; en su aspecto de tragedia, la nada de lo grandioso. En ambos casos eleva, en ambos casos “la ironía limita, finitiza, restringe y con ello confiere verdad, realidad, contenido” (El concepto de ironía). Quien no comprende la ironía, quien no tiene oídos para sus susurros -dice Kierkegaard- carecerá del baño de renovación y rejuvenecimiento necesario para el inicio de una vida personal.

 

Bibliografía:

Hegel, G.W.F: Lecciones de Historia de la filosofía, I, México, Fondo de cultura económica, 1979 

Esthétique, I, Paris, Aubier, 1944.

Kierkegaard, S: O conceito de ironía, Petropolis, Vozes, 1991

Diario íntimo, Buenos Aires, Santiago Rueda, 1955.

Ou bien ou bien, Paris, Gallimard, 1973.

 Traité su desespoir, Paris, Gallimard, 1977

Mi punto de vista, Buenos Aires Aguilar, 1959.

Platón: El Banquete

Aristófanes: Las Nubes.

Virasoro, Mónica: De ironías y silencios, Barcelona, Gedisa, 1977

Los griegos en escena, Buenos Aires, Eudeba, 2000

Zaratustra, la experiencia del guerrero, Vida y sabiduría en e Pensamiento de Nietzsche, Buenos Aires, Prometeo, 2007

 

 

 

 

 

[1] Aquí “dialéctica” debe entenderse no en relación a la dialéctica hegeliana sino más en el sentido de confrontación y contraste de puntos de vista así como en el sentido de la dialéctica socrática, como arte de la retórica, habilidad en el uso de la palabra y la argumentación que Kierkegaard entendía que había heredado de su padre.

[2] Ver nota 1.

[3] La teoría de los estadios es medular a su pensamiento, Kierkegaard distingue tres estadios en la vida del espíritu. El estético correspondiente al poeta o al artista, es aquel en que la vida se transforma en un libre juego de la fantasía con todas las posibilidades sin poder mediante una elección efectiva realizarse en ninguna de ellas. El ético cuyas determinaciones son realidad, seriedad y responsabilidad, y cuya expresión es el matrimonio, en términos hegelianos es el mundo de lo general. El religioso es aquél donde lo prioritario es la relación con Dios fundada en la fe; Kierkegaard señala la diferencia entre el caso de Agamenón que se mueve en el terreno ético de lo general donde los hombres pueden entenderse unos con otros mediante el lenguaje, y el caso de Abraham quien estando dispuesto a sacrificar a su hijo, suspende el precepto ético de no matar y se separa de la comunidad estando sólo en su realción con Dios.

El pasaje de uno a otro estadio no se realiza como en Hegel por evolución lenta sino a través del salto que es repentino, rompe el continuum del tiempo y produce cambios cualitativos, algo absolutamente nuevo. Kierkegaard la llama dialéctica cualitativa.

[4] En esta crítica a los filósofos del sistema y a la concepción de la historia como necesidad que conlleva una especial valoración del instante hay uno asombroso parentesco con el Nietzsche de la Consideración Intempestiva  II dedicada en gran parte a la crítica de la dialéctica hegeliana. Ver también para esta comparación: MónicaVirasoro, Zaratustra, la experiencia del guerrero, 41- 48

[5] La tesis doctoral de Kierkegaard se titula El concepto de ironía, en ella el autor desarrolla extensamente el tema ocupándose en su primera parte de Sócrates y en la segunda de los poetas románticos. La cuestión sin embargo no se agota en esta primera aproximación sino que atraviesa toda su obra y no de un modo especulativo sino atendiendo especialmente a  su valor y significado práctico.